No hace mucho tiempo, uno podría haber concluido que, al menos en Europa, ya no quedaban tabúes. Un proceso que había comenzado con el Iluminismo ahora había alcanzado el punto en el que “todo vale”. Particularmente en las artes, no había ningún límite aparente para mostrar lo que incluso una generación atrás habría sido considerado altamente ofensivo.
Hace dos generaciones, la mayoría de los países tenían censores que no sólo intentaban impedir que la gente más joven viera ciertas películas sino que, en efecto, prohibían libros. Desde los años 60, estas proscripciones perdieron fuerza hasta que, finalmente, se toleró la sexualidad explícita, la violencia, la blasfemia –aunque molesta para algunos- como parte del mundo ilustrado.
¿O acaso lo eran? ¿Realmente no hay límites? Afuera de Europa, la actitud de “todo vale” nunca se aceptó plenamente. Y también había límites en Europa. El historiador David Irving sigue detenido en Austria por el crimen de negar el Holocausto. Este, sin dudas, es un caso especial. La negación de una verdad bien documentada puede conducir a nuevos crímenes. ¿Pero la respuesta al antiguo interrogante ‘¿Qué es la verdad?’ fue siempre tan clara?
¿Qué estamos haciendo exactamente si insistimos en que Turquía reconozca que el genocidio armenio sí tuvo lugar como condición para ser miembro de la Unión Europea? ¿Estamos tan seguros de las teorías de la evolución de Darwin como para prohibir las nociones alternativas de génesis en las escuelas?
Quienes se preocupan por la libertad de expresión siempre se preguntaron por sus límites. Uno de estos límites es la incitación a la violencia. El hombre que se pone de pie en un teatro colmado de gente y grita “¡Fuego!” cuando no hay ningún fuego es culpable de lo que pasa en la consecuente estampida. Pero, ¿qué pasa si realmente existe un fuego?
Este es el contexto en el que podemos ver la invasión de tabúes islámicos en el mundo ilustrado, esencialmente no islámico. Desde la fatwa a Salman Rushdie por Los versos satánicos hasta el asesinato de una monja en Somalia en respuesta al discurso en Regensburg del Papa Benedicto y la cancelación de una representación en la Opera de Berlín de Idomeneo de Mozart, con sus cabezas decapitadas de fundadores religiosos, entre ellos Mahoma, hemos visto cómo se utilizó la violencia y la intimidación para defender los tabúes de una determinada religión.
He aquí interrogantes que no encuentran una respuesta fácil de parte de los defensores civilizados del Iluminismo. La tolerancia y el respeto por la gente que tiene sus propias creencias son válidos y tal vez necesarios para preservar un mundo iluminado. Pero hay que considerar la otra parte. Las respuestas violentas a opiniones mal recibidas en ningún caso se justifican ni pueden aceptarse. Quienes sostienen que los atacantes suicidas expresan rencores entendibles traicionaron su libertad. La autocensura es peor que la censura misma, porque sacrifica la libertad voluntariamente.
Esto significa que tenemos que defender a Salman Rushdie y a los caricaturistas dinamarqueses y a los amigos de Idomeneo , nos gusten o no. Si a alguien no le gustan, existen todos los instrumentos del debate público y del discurso crítico que una comunidad ilustrada tiene a su disposición. También es verdad que no tenemos que comprar un determinado libro o escuchar una ópera. ¡Qué mundo pobre sería si cualquier cosa que pudiera ofender a algún grupo ya no se pudiera decir! Una sociedad multicultural que acepta todos los tabúes de sus diversos grupos tendría muy poco de qué hablar.
El tipo de reacción que hemos visto recientemente frente a expresiones de opiniones que son ofensivas para algunos no es un buen augurio para el futuro de la libertad. Es como si una nueva ola de contra-iluminismo estuviera arrasando el mundo, donde predominan las opiniones más limitantes. Frente a este tipo de reacciones, las opiniones iluminadas deben reafirmarse con firmeza. Defender el derecho de toda la gente a decir cosas aunque uno deteste sus opiniones es uno de los primeros principios de la libertad.
Por ende, Idomeneo debe subir a escena y Salman Rushdie debe ser publicado. Que un editor publique caricaturas ofensivas para quienes creen en Mahoma (o Cristo, para el caso) es una cuestión de criterio, casi de gusto. Tal vez yo no lo haría, pero sí defendería de todas maneras el derecho de alguien que decide lo contrario. Es motivo de debate si los recientes incidentes de esta naturaleza requieren un “diálogo entre religiones”. El debate público para aclarar los casos de una u otra manera parece más apropiado que la conciliación. Los beneficios de un discurso iluminado son demasiado valiosos como para convertirlos en valores negociables. Defender esos beneficios es la tarea a la que nos enfrentamos actualmente.
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