´El coraje de Zapatero´, M. Herrero de Miñón

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
EL PAÍS - Opinión - 26-05-2005

Hace ya varios años (el 18 de enero de 1998) publiqué un artículo titulado El coraje de Blair. Elogiaba en aquel entonces la decisión del premier británico de negociar con el movimiento terrorista IRA para alcanzar la paz, porque así convenía al interés del Reino Unido, al mantenimiento de su integridad, a su cohesión política y a su prestigio internacional. Blair tuvo que saltar por encima de muchos arraigados y comprensibles prejuicios para conseguir su objetivo. "No puedo dejar de reconocer y de admirar -decía yo entonces- el coraje político, fruto de un no menor valor cívico, del que está dando muestras en uno de los puntos más sensibles de la política británica de nuestros días: el conflicto del Ulster". Hoy, gracias a aquella actitud, la paz se ha restablecido y avanza con dificultades y lentitud, pero irreversiblemente la normalización política. Y no es el Reino Unido el que se ha resquebrajado, ni siquiera debilitado; antes al contrario.

Ahora, felizmente, pueden repetirse las mismas palabras del presidente del Gobierno, que ha demostrado saber muy bien lo que es el valor cívico al anunciar su disposición a llevar adelante una política de pacificación en el País Vasco, incluso mediante la negociación con los violentos si a ello ha lugar. A mí, que me desagrada el radicalismo "progre" cultivado en diversos campos por el señor Rodríguez Zapatero, tanto como a un conservador británico puede irritar el de Tony Blair, no me duelen prendas, antes al contrario, en apoyar la anunciada opción política presidencial y reconocer su valerosa actitud. Porque el señor Zapatero se juega en el envite su futuro político, y en eso consiste el verdadero sentido del Estado y el máximo patriotismo. En preferir el interés estatal al del propio yo y la propia clientela, y apostar por él pese a lo incomprendido y denostado e incluso peligroso que ello pueda resultar. ¡Ojalá semejante actitud resultase contagiosa e impregnase a la clase política española por encima de divisiones partidistas, y también a los fautores de opinión y otros grupos dirigentes e influyentes!

A España, a su integridad y normalidad institucional, conviene en extremo la paz. Y si el milagro de la paz lo hace ZP, no ya todos los ciudadanos, sino la historia de España, deberán agradecérselo. Así parecen haberse entendido por la opinión pública, atendiendo a la valoración mayoritaria que se ha hecho del último debate sobre el estado de la nación. Y ya que se invoca tanto y tan irrespetuosamente a los muertos, conviene recordar que la única manera de honrarlos eficazmente no es vengándolos al modo de los primitivos, sino evitando que haya más. Para eso sirve una política civilizada, para buscar racionalmente la paz y no para satisfacer impulsos primarios. La justicia de la mafia es vindicativa: la del Estado de derecho debe ser pacificadora.

Pero es claro que el camino no va a ser fácil. Habrá incomprensión en la oposición política, social y mediática, fronda entre los propios partidarios y resistencias entre los violentos a los que no faltará la tentación, ya de seguir la lucha criminal, ya de elevar el listón de sus exigencias políticas. También aquí la experiencia comparada, nunca imitable porque las condiciones raramente son idénticas, puede ser fuente de inspiración para no dejarse desanimar por la respuesta de unos y otros y continuar avanzando hacia la paz en cuatro frentes.

Primero, prescindir cuanto sea posible de condiciones previas por razonables que estas puedan parecer. Así, como es sabido, en el caso británico las negociaciones se iniciaron con espectaculares gestos por parte gubernamental en campos tan diversos como el penitenciario, el diplomático o el estrictamente político (que condicionaron desde la sociedad y la opinión la respuesta de los violentos), y se prescindió de condiciones previas a primera vista indeclinables, como la deposición unilateral y la entrega de las armas por los violentos. En lugar de supeditar la negociación al cumplimiento de previas condiciones, se optó por irlas creando a través de la negociación. En restablecer la paz al hilo de hablar sobre la paz.

Segundo, la implicación de las fuerzas políticas en la negociación, de manera que cuantas estén dispuestas a participar lealmente en el proceso puedan contribuir a él asumiendo los riesgos, los costes y también los beneficios políticos que ello supone. Una gran política de Estado debe ser liderada por el Gobierno, pero, para ser de Estado, no puede ser patrimonializada por aquél. Y no cabe duda de la actitud generosa, al menos inicialmente, que en este punto han mostrado tanto el Gobierno como la mayoría de los grupos parlamentarios.

Tercero, todo ello en un marco democrático, porque los que creen en la fuerza de los votos no tienen empacho en confiar en ella y, en consecuencia, no pueden descalificar a un sector del electorado y negarse a reconocer sus opciones por ingratas que éstas puedan resultar.

Cuarto, ofreciendo, en todos los planos, incluso el psicológico, puentes de plata a quienes abandonen la violencia. Cuando es el Estado democrático de derecho el vencedor, puede y debe abrir cauces para que los derrotados, aun sabiéndose vencidos, no se sientan tales, sino que puedan sustituir frustración por sublimación.

Aunque pacificación y normalización institucional sean procesos diferentes y deba evitarse su mutua confusión y consiguiente adulteración, de la misma manera que la violencia ha obstaculizado la normalización, la pacificación debe culminar en ella. Y en tal sentido resulta de suma importancia, si llega a plasmar en actitudes concretas, el reconocimiento que el presidente Zapatero ha hecho de la plurinacionalidad española. Una asunción de la realidad tan arriesgada como imprescindible, porque la España Grande, la que debiera procurar el verdadero españolismo, sólo puede ser la resultante viva y poderosa de la integración voluntaria de todos sus pueblos.

Si, como Blair en el caso irlandés, Zapatero consigue la paz y, tras ella, la normalidad institucional autonómica que da estabilidad al Estado todo, se mostrará que la fortuna sonríe a los valientes y nada más valeroso que la imaginación y la resolución necesarias para superar la inercia de los tópicos que se pretenden principios inconmovibles. Pero, incluso si no lo consiguiese, merecería la admiración que se debe a quienes están dispuestos a arriesgar todo, incluso el propio prestigio y fama, por la salud del pueblo como ley suprema. Éste es el verdadero valor cívico y Rodríguez Zapatero demuestra que lo tiene.