entrevista a (la vídua) Marina Litvinenko i (l´autor) Alex Goldfard, X-07

es la viuda del espía ruso que murió envenenado por polonio 210 en Londres. Junto al hasta ahora científico y disidente ruso Alex Goldfarb firma Muerte de un disidente. La siniestra historia de la muerte de Litvinenko tiene altas dosis de corrupción y poderosos personajes y explica una parte de la Rusia actual.

El 23 de noviembre del 2006, jueves, a las veintiuna horas veintiún minutos, moría en el University College Hospital de Londres el disidente ruso Alexander Litvinenko. Según los informes médicos había sido envenenado con polonio 210, una de las sustancias más tóxicas que se conocen. Según los informes policiales, el envenenamiento lo llevó a cabo un ex agente ruso que puso la dosis mortal de polonio 210 en la tetera de la que se servía Litvinenko en el Pine Bar del hotel Millenium, en Piccadilly. Ha sido, que se sepa, el crimen político más sofisticado cometido hasta ahora. Una dosis mínima de polonio 210 es letal. El padre de Litvinenko tenía razón cuando en la puerta del hospital dijo que a su hijo lo habían matado introduciendo en su cuerpo una diminuta bomba nuclear.

Marina Litvinenko, viuda del que fue espía, firma el libro Muerte de un disidente, editado por Taurus, que ha escrito Alex Goldfarb, disidente que como científico trabajó en Estados Unidos y actualmente es director ejecutivo de la International Foundation for Civil Liberties, fundada por Boris Berezovsky, un potentado que quiere destruir a Vladimir Putin tras haber sido, como hombre fuerte enriquecido en el entorno de Boris Yeltsin, uno de los hombres poderosos que actuando en los entresijos del Kremlin le convenció para que aceptará el poder.
Como en todo drama, también en esta historia siniestra de la que poca gente sale bien parada hay un amplio reparto. Ciñámonos a los personajes principales:

-Alexander Litvinenko. Fue espía antes de abandonar Rusia.
-Boris Berezovsky. Oligarca ruso que se enriqueció rápidamente  con las privatizaciones al caer el comunismo. Hoy vive exiliado. Litvinenko trabajaba para él.
-George Soros. Filántropo norteamericano que hizo negocios con Boris y acabó rompiendo con él y con Alex Goldfarb, coautor del libro y durante varios años su hombre de confianza para las conexiones filantrópicas y financieras en Rusia. 
-Ahmed Zakayev. Ex actor. Ministro de Cultura y de Asuntos Exteriores de Chechenia. En el exilio desde el 2002.
-Vladimir Putin. Ex jefe de espías, hoy presidente de Rusia. Su origen es muy humilde. Sigue siendo un hombre austero. Lo que le apasiona es el poder. No el dinero. 
-Andrei Lugovoi. Hombre de negocios ruso. Ex espía.

Hecha la sinopsis de la obra y presentados algunos de los actores, dialoguemos con dos de los protagonistas.

En su libro, escriben que Litvinenko no supo de los gulags hasta los años noventa. ¿Cómo es posible, siendo como era un hombre de los servicios de inteligencia?
MARINA LITVINENKO. En Rusia todo el mundo lo sabía, pero no se podía reaccionar. Era un problema que si no te afectaba te permitía seguir viviendo con normalidad.

¿Litvinenko era políticamente un ingenuo?
ALEX GOLDFARB. Por supuesto que políticamente no estaba formado. Creció en un pueblo pequeño en el seno de una familia militar, y su formación se basó en la escuela, el ejército y los servicios de inteligencia. Las revelaciones sobre la historia en los años de Stalin salieron a la luz muchos años después y no penetraron hasta mucho más tarde en el sector de la sociedad con el que Litvinenko se relacionaba. En términos generales, él sí conocía la existencia de los gulags porque veía la televisión, pero Rusia no era ni es lo que fue la Alemania de la posguerra, que vivió un sentido de culpa por los crímenes del nazismo en los campos de exterminio. En Rusia el estalinismo se ha vivido de forma distinta. Sólo hay que observar cómo Stalin ha sido rehabilitado. A principios de los años noventa, con el apoyo de la fundación Soros, los libros de historia de Rusia se reescribieron para dar una versión objetiva. Ahora se han vuelto a reescribir para valorar a Stalin como uno de los mejores líderes de Rusia.

Boris Berezovsky, magnate ruso exilado para el que trabajaba Litvinenko en el momento de ser asesinado, ¿no forma parte de lo que su ex socio George Soros define como el club de los barones del robo?
A.G. Es una cuestión de definición. Depende de qué entendamos en esos términos. Lo de barones del robo es un término que viene de la historia del capitalismo norteamericano y en ese sentido, sí: Boris es, por supuesto, un barón del robo porque es una persona que amasa rápidamente una inmensa fortuna personal, como la amasaron los barones del robo en Estados Unidos: Morgan con la banca, Carnegie con el acero, Vanderbilt con los ferrocarriles, Rockefeller con el petróleo...

¿Qué separa a Soros de Boris, antes socios, hoy distanciados?
A.G. Para la mayoría de las personas, sobre todo en Rusia, los dos son lo mismo: forman parte de la conspiración judía internacional que aspira a que Rusia se someta al imperialismo norteamericano. Pero por supuesto sí existen diferencias entre Soros y Boris, en sus visiones personales y económicas. Soros está muy cercano al socialismo y al pensamiento de Keynes en el sentido de que los gobiernos deben regular los mercados. Boris es un capitalista más clásico, próximo a la vieja escuela del dejar hacer, en el sentido de Adam Smith.

Cuenta usted que un día preguntó a Boris si se había vuelto altruista y que él le respondió que su cambio de actitud no era cosa de altruismo sino de instinto de supervivencia.
A.G. La clave que define la paradoja de Boris en la política rusa hay que buscarla el día que va a ver a Putin cuando éste ya ocupa el poder y empieza a darle instrucciones sobre lo que debería hacer, y Putin le corta de forma abrupta preguntándole: “¿Tú quien eres?; el presidente soy yo”, a lo que Boris responde: “Te hemos coloca- do en este cargo y tienes que hacer lo que te digamos”. Le decía que no se metiese en Chechenia, que no apretase a las televisiones independientes, que no rebajase los poderes de las regiones, que les dejase seguir ganando dinero. Lo que hizo Putin fue todo lo contrario. El resultado es una dictadura fascista y Boris en el exilio.
En la Rusia de hoy, ¿más peligroso que el comunismo no es el capitalismo salvaje?
A.G. Es lo que piensa Soros. Yo pienso de forma distinta. Lo que amenaza a Rusia es la consolidación de una dictadura corrupta.

Está muy callada, señora Litvinenko.
M.L. No voy a comentar nada sobre política. Alex lo puede contar mejor.

Hace veinte años entrevisté en Londres a Annabel Markov. Como usted, era rubia, tenía los ojos entre verdes y azules y un rostro sereno y bello. A su marido, un disidente  búlgaro, le asesinaron también de forma sofisticada: cuando atravesaba el puente de Waterloo le pincharon, de forma que en principio parecía un accidente casual, con la contera de un paraguas que contenía un veneno mortal. Annabel, con una hija de la edad que ahora tiene su hijo, había abandonado la esperanza de saber quién asesinó a su marido. ¿Sabrá usted quién asesino a su esposo?
M.L. Probablemente se sabrá algún día porque los investigadores ingleses trabajan sin presiones del Gobierno, son independientes. El aspecto negativo es que el principal sospechoso reside en Rusia y el Gobierno ruso se niega a extraditarlo. Cuando me reuní con los fiscales que llevan el caso recibí la firme promesa de llegar hasta el final.

Marina Litvinenko y el científico y disidente ruso Alex Goldfarb, que ha escrito el libro sobre el espía asesinado.

¿Cuesta rehacer la vida tras una experiencia tan traumática como la que usted ha sufrido?
M.L. Por supuesto. Mi vida ha cambiado completamente, pero quiero seguir siendo la esposa de mi marido, con el que acababa de empezar una nueva vida en Londres tras una huida dramática de Rusia. Le mataron cuando empezábamos a disfrutar de la vida inglesa, cuando nuestro hijo empezaba a estudiar en un buen colegio. Ese paisaje de esperanza se rompió en mil pedazos. Sólo queda en pie la rutina cotidiana para salvaguardar el futuro de mi hijo y la memoria de mi marido. Por eso me impliqué en este libro. Pero me costó decidirme.

¿Qué le decidió?
Limpiar su imagen. Dar una información real sobre quién era mi marido. Explicar por qué pasó a ser un disidente. Se estaba desvirtuando su biografía.

¿Conoce a Roman Abramovich, multimillonario oligarca ruso dueño del Chelsea?
M.L. Personalmente, no.
A.G. Yo sí. Cuando le conocí, Abramovich era muy joven y muy tímido. Estaba a la sombra de Boris y éste le introdujo en el círculo próximo a Yeltsin, presentándole a su hija y a su marido. Boris decía a Roman: “Puedo trabajar con ellos, pero no puedo convivir, invitarles el fin de semana o salir con ellos a navegar en barco”, así que Abramovich acabó convirtiéndose en acompañante de la influyente hija de Yeltsin y de su esposo en todos los actos sociales. Con las privatizaciones se enriqueció rápidamente porque estuvo en el lugar adecuado en el momento adecuado. Luego, traicionó a Boris.

Al acabar de leer su libro, historia de ambiciones, pasiones, corrupción, conspiraciones, crímenes..., no he sabido si estaba ante un melodramático guión de serial televisivo o ante un drama shakespeariano con pocos, tal vez ningún inocente.
A.G. No lo dude: lo último, con personales reales que no luchan por el control una empresa, como ocurría en Dallas o en Falcon Crest, sino por hacerse con el control de un tercio del petróleo mundial y miles y miles de millones de dólares, lo que les da un poder enorme.

¿El petróleo está en el trasfondo de esa lucha despiadada?
A.G. No. La lucha encarnizada es por el poder.

Un día antes de morir, su esposo se convirtió al islam. ¿Lo hizo por solidaridad con Chechenia o como expresión de fe?
M.L. Nunca fuimos una familia religiosa. Creemos en Dios, pero nuestra fe no es muy sólida. Litvinenko siempre llevaba al cuello una cruz porque era cristiano ortodoxo. Se la quitaron cuando se tuvo que someter a pruebas radiológicas, y preguntó a Ahmed Zakayev, dirigente checheno que le había abierto los ojos sobre los crímenes que Rusia cometía en su país y que sólo Anna Politkovskaya había podido explicar desde dentro y por eso la mataron: “Ahmed: no tengo mi cruz y no sé cómo hablar con Dios. ¿Cómo lo haces tú?”. Ahmed le dijo una plegaria en árabe, y mi marido la repitió. Lugo le dijo: “Ya hablo con Dios como tú, Ahmed”. Poco antes de morir, Litvinenko me dijo que llegado el día le gustaría ser enterrado junto a Ahmed. “¿Te importa?”, me preguntó. Le respondí que no. “Es tu decisión”, le dije. Para mi esposo todo empezaba a ser muy emocional. Pedía promesas a los que le rodeábamos. Para Ahmed, la promesa que cumplir fue la de convertir a mi esposo al islamismo. En el que iba a ser su último día de vida, cuando Litvinenko ya estaba inconsciente, puso junto a su cama a un imán que al salir de la habitación nos dijo que mi marido ya era musulmán. En el momento de organizar el funeral se produjo una gran especulación en torno a esa conversión, y decidí que no hubiese por medio ninguna religión y que todos los que le qui-sieron, fuesen musulmanes o cris-tianos, rezasen en privado por él.

Usted ha vivido pocos periodos felices a lo largo de su vida.
M.L. Litvinenko me hizo una mujer muy feliz. Incluso después de lo que ocurrió tengo su apoyo. Pasada la sensación horrible de aquellos días de agonía, me di cuenta de que aún soy una mujer muy feliz pensando en él y para él.

Litvinenko, ¿una víctima de la guerra entre Boris, un oligarca financiero, y Putin, un autócrata?
A.G. Existen varias dimensiones en el caso. Una dimensión nos dice que Litvinenko se vio inmerso en el conflicto personal y político entre Putin y Boris, pero una cosa es cierta: si Litvinenko se convirtió en víctima del choque tremendo entre dos personas con ambición de poder no fue una víctima inocente que sin saber por qué se vio envuelto en el gran lío. No. Litvinenko era un participante muy activo en esa guerra que se estaba jugando y eligió conscientemente el bando en el que quería estar. Como yo.

¿Es traumática para Rusia su falta de tradición democrática?
M.L. Sí. Hace diez años yo no sabía realmente lo que era la libertad. Después de vivir unos años en Londres lo sé, y hoy sigo siendo una mujer rusa que se siente muy distinta a la gente rusa que no entiende que viviendo en libertad la vida puede ser muy diferente.

¿Por qué se conforman con la vida que tienen?
M.L. Porque el comunismo abarca ochenta años de la historia de Rusia y el breve periodo de democracia que ha vivido el país no ha sido fácil: una economía en crisis, aumento de la delincuencia, pobreza, corrupción, crímenes sin resolver... Son muchos los que en Rusia piensan que una dictadura puede ser mejor para ellos porque todo estaría bajo control.

Entonces, bienvenido, Putin...
M.L. Sí. Desde ese punto de vista, bienvenido, Putin.

Me ha fascinado que sobre la mesa de los despachos que Putin va ocupando a lo largo de su ascendente carrera siempre está una pequeña estatua que reproduce la figura del fundador del KGB. A eso se le llama fidelidad.
A.G. Eso mismo dice Boris, aunque ver esa figura era una de las cosas que le molestaban. Lo que pasó con Putin al convertirse en presidente y darse cuenta de que ya no tenía que hacer caso de los consejos de nadie es que tuvo que reinventarse a sí mismo. ¿Cómo se reinventó? A través de la historia imperial de Rusia y del KGB en la que se había educado. ¿Puedo explayarme con dos nombres que explican la búsqueda de Putin?

Expláyese.
A.G. Putin buscó consejo en Sajarov y en Solzhenitsin. El primero le aconsejó que Rusia dejase de ser un imperio y tomase como ejemplo a las democracias europeas. El segundo le aconsejó que Rusia siguiese siendo autoritaria, sustituyendo la ideología comunista por el cristianismo ortodoxo. Y ese consejo es el que ha seguido Putin, sumando su fidelidad al KGB.

Javier Solana siempre me ha dicho que tenía fe en Putin.
A.G. También Bush y la señora Rice. Roosevelt definió al nicaragüense Somoza como un hijo de puta que era nuestro hijo de puta. Tras el 11-S los políticos occidentales decidieron que Putin era su hijo de puta, como lo es también el dictador de Pakistán y muchos líderes de países del Golfo.
M.L. Tras los atentados, el primero en telefonear a Bush fue Putin.
A.G. Para EE.UU., Putin ha sido su hombre. Por eso le han dejado cometer tantas atrocidades en Chechenia y tantas arbitrariedades en Rusia. Pero Putin no es nuestro hijo de puta. El gran error de Occidente es haberle dado credibilidad y poder para desarrollar una ideología antioccidental que procede de las profundidades de la historia de Rusia. Habrá problemas con Putin. El asesinato de Litvinenko ha sido el primer síntoma.

Cuando pregunté a Annabel Markov qué fue lo último que le dijo su esposo antes de morir me pidió que, por favor, retirase la pregunta. “No quiero recordar aquel momento”, me dijo. ¿Tampoco usted quiere recordar?
M.L. Yo sí quiero recordar. Los últimos días de su vida estaba muy cariñoso. Me decía que sentía mucho causarme problemas. En los días previos a su muerte hablamos mucho de nuestra vida en común. Antes de perder la conciencia me dijo que me quería, y eso fue lo más importante para mí.

Mentalmente, ¿está preparada para envejecer en Inglaterra?
Sí. He recibido tanto apoyo de la sociedad inglesa, que hoy me siento una británica más. Antes, cuando Litvinenko me preguntaba si estaba contenta por vivir en Londres, le respondía que me daba igual. “Podemos vivir en cualquier parte porque mi felicidad es estar con mi familia”, le decía. Hoy sé que mi hijo acabará sus estudios en el Reino Unido y que, ya como adulto, él será quien decida si quiere o no marcharse. Será entonces cuando veré si mi vida cambia de nuevo.

De usted, señor Goldfarb, tras leer el libro confieso que no sé si es un científico, la reencarnación de Pimpinela Escarlata, un moderno correo del zar o todo eso a la vez...
A.G. Soy científico de formación. Sólo hace un año que he dejado la investigación. Ahora trabajo para Boris Berezovsky y desde el ase-sinato de Litvinenko vivo inmerso en problemas emocionales que estoy intentando racionalizar.

¿Lo consigue?
No es fácil. Tengo que admitir que ese asesinato me ha convertido en una persona más emocional y más sensible y admito que una de las motivaciones por las que he cam-biado de trabajo es por el deseo de ajustar cuentas con los culpables de esa muerte. Hay en mí un deseo de venganza, de demostrar al mundo que en Rusia gobiernan unos asesinos, unos gángsters.
Los ojos de Marina Litvinenko, ¿azules, verdes, según la luz?, se han humedecido. John Le Carré me contó un día paseando por un parque, lugar en los que suelen explayarse los espías y los que han tenido que ver con el espionaje, que cuando escribió La Casa Rusia tuvo dificultades para encontrar el modelo físico de Katia. Encontraba su voz en las mujeres rusas que veía, pero no el físico que había imaginado para dar vida a una mujer con “la clase que sólo la naturaleza puede dar”. Quizá a John Le Carré le hubiese inspirado la belleza eslava de Marina, mujer de aspecto frágil, profesora de baile a la que el destino ha dado un inesperado papel en el drama de la lucha por el poder que tiene de shakespeariano lo de ser una historia llena de ruido y de furia. Hay en Marina algo de Katia. Quizá Le Carré diría que la Katia de ficción y la Marina real tienen en común que ambas se parecen a la chica que redime a Raskolnikov al final de Crimen y castigo.
Dice un personaje lecarreniano que sólo se puede traicionar si se ama. Sin lealtad no hay traición. Sin la verdad no hay mentira. En algunas vidas hay momentos en los que se ha de elegir entre la obligación personal o la obligación para con la patria. ¿Hizo eso Litvinenko, o su historia, como la de todo espía, es mucho más compleja? 

magazine, 14-X-07.