´Un Tribunal Constitucional en caída libre´, Ferran Requejo

El buen funcionamiento de las instituciones es uno de los principales indicadores de la calidad de una democracia. Ello hace que cuando se degrada alguna de las que son básicas para el desarrollo y efectividad de la vida política se degrade todo el sistema. Esto es lo que está ocurriendo con la situación bochornosa e infantil en términos democráticos en que se encuentra actualmente el Tribunal Constitucional (TC).

La decisión de que existiera unTCen la nueva democracia española fue uno de los aspectos novedosos de la Constitución de 1978. En un principio, se pensó el TC como una de las "joyas de la corona" de la nueva democracia. Siguiendo la estela de otros sistemas europeos (Alemania, Italia) se optó por esta institución como máximo intérprete del texto constitucional, así como última instancia en la protección de los derechos fundamentales y en la resolución de conflictos entre instituciones del Estado (entre ellos, los que presumiblemente iban a existir entre el poder central y las comunidades autónomas).

Los TC están concebidos como instituciones "anti-mayoritarias", es decir, de salvaguarda de derechos, valores, instituciones y procesos que se consideran básicos, frente a lo que puedan desear las mayorías o sus representantes en un momento determinado. Los TC forman parte, así, del conjunto de "pesos y contrapesos" en los que se basan las democracias de raíz liberal, junto a otras fórmulas, como el federalismo o las instituciones "consocionales" (las que establecen un consenso necesario entre mayorías y minorías para llegar a acuerdos válidos, ausentes en España, pero vigentes, por ejemplo, en Bélgica y Suiza).

Tras casi 30 años, la práctica del TC español presenta, como casi todo, sus claroscuros. Pero en términos generales su actuación ha gozado de prestigio durante las dos primeras décadas del desarrollo constitucional. Presidentes como García Pelayo, Tomás y Valiente o Cruz Villalón fueron una ejemplificación de solvencia profesional y de prestigio institucional. Como es lógico, las sentencias del TC han podido ser criticadas desde una perspectiva jurídica estricta (además de política), pero en buena parte de los casos ello está motivado por las ambigüedades presentes en el texto constitucional. Es el caso, por ejemplo, de la muy deficiente regulación del reparto competencial entre el poder central y las autonomías, o la ausencia de límites específicos en las leyes de bases y en las condiciones de garantía de los derechos... Además, el modelo constitucional reguló mal la composición del TC. Este tribunal es una institución del Estado, no del poder central. Sin embargo, se decidió que todos los magistrados fueran nombrados por instituciones del poder central, sin participación de las comunidades autónomas, a pesar de que una de sus funciones más relevantes es resolver los conflictos entre estos dos niveles de gobierno. La composición del TC no refleja la plurinacionalidad del Estado, ni siquiera su carácter autonómico. Algo que no va a solucionarse con cambiar, simplemente, el nombramiento de los magistrados correspondientes a un Senado devaluado y prescindible como el actual.

Sin embargo, la situación actual supone un deslizamiento del TC hacia una peligrosa deriva de politización entre sus magistrados, inducida desde el Gobierno central y el PP. El inicio de este deslizamiento está relacionado con los recursos en contra del nuevo Estatut de Catalunya. De entrada, existe aquí una auténtica barbaridad procedimental: no es de recibo que un texto que ha sido aprobado por dos parlamentos (el Parlament y las Cortes) y, sobre todo, que ha sido ratificado en referéndum por los ciudadanos sea luego recurrible ante el TC. Ello desde luego es legal, pero resulta un procedimiento muy improcedente de legitimación democrática. Asimilar, como hace el modelo constitucional actual, los Estatutos ratificados por referéndum a meras leyes orgánicas recurribles en la fase final del proceso resulta procesalmente bastante manicomial. En este punto tienen toda la razón quienes, como el ex president Maragall, se han mostrado contrarios a dicha regulación. Pero lo que hace que el TC sea hoy una institución sumida en devaneos políticos y que se encuentre en caída libre hacia su creciente desprestigio es el espectáculo que suponen las continuas tomas de posición partidista de algunos magistrados incluso antes de que los temas se discutan en términos jurídicos, así como las reprobaciones constantes de sus miembros por motivos estrictamente políticos.

Todo esto es, en sí mismo, muy grave. Y también lo es para la legitimación de la democracia en su conjunto. La lógica "bipartidista" mata al TC tanto desde una perspectiva democrática como territorial. Si el TCva a actuar como una tercera cámara, además empobrecida, mejor sería que no existiera. Ysi ocurre lo que está ocurriendo se debe a que las reglas vigentes permiten que ocurra. En un estado con una tradición democrática y pluralista tan escasa como es España no hay que confiar en el "buen sentido" de los que van a ocupar las instituciones. Más bien debe procurarse que se establezcan reglas que recojan de entrada el pluralismo de la sociedad, desde un escepticismo sobre la conducta posterior de las elites institucionales. Todo ello es algo que tener en cuenta en una futura y deseable reforma constitucional.

 F. REQUEJO, director del Grup de Recerca en Teoria Política y catedrático de Ciencia Política en la UPF, lavanguardia, 24-X-07.