´Rusia dinamitada: tramas secretas y terrorismo de Estado´, Alexander Litvinenko & Yuri Felshtinski

El libro "Rusia dinamitada", escrito por Yuri Felshtinski con las informaciones que le dio el ex agente Alexander Litvinenko antes de ser envenenado, desvela los manejos de los servicios secretos rusos y su uso del terrorismo de Estado para hacerse con el poder. A continuación, extractos de la obra, que publica Alba.

La última vez que hablé con Alexander fue por teléfono el 8 de noviembre del 2006. Alrededor de las cinco de la madrugada, hora de Boston, recibí una llamada de "Novaya Gazeta" de Moscú para solicitarme una declaración sobre la reciente noticia de que Alexander había sido envenenado. Les pedí que volvieran a telefonear más tarde y marqué el número de móvil de Alexander. En ese momento ya estaba ingresado en un hospital londinense. Me contó que había perdido unos quince kilos de peso, que su cuerpo no retenía alimentos sólidos ni líquidos. Pero hablaba con voz firme, y conversamos al menos quince o veinte minutos, quizá más.

Ese día Alexander creía haber sobrevivido a un intento de asesinato. Era consciente de que lo habían envenenado; sabía que eso había sido obra del Servicio Federal de Seguridad ruso (FSB) y estaba convencido de que la orden había partido del presidente, Vladimir Putin. Pero también tenía la certeza de que había sobrevivido y lo peor había pasado ya. No le pregunté apenas nada, pensando que en su debilidad no estaba en condiciones de analizar la situación.

"Dentro de unos días volveré a casa –dijo–. Entonces ya tendremos tiempo de hablar."

Alexander Litvinenko murió el 23 de noviembre. Había sido teniente coronel de una unidad especial contra el crimen organizado del Servicio Federal de Seguridad. Ésa era su profesión. Ésa era su vida.

Lo conocí en 1998, en un momento muy difícil para él. Había recibido una orden espinosa de sus superiores, y por primera vez en su vida no sabía qué hacer. La orden era matar a un judío ruso multimillonario que había amasado su gran fortuna durante la era Yeltsin. Se llamaba Boris Berezovsky, y en aquel entonces era funcionario del gobierno, concretamente secretario ejecutivo de la Comunidad de Estados Independientes. Alexander tomó una decisión. Se puso en contacto con Berezovsky y le informó de la orden. Hizo público el hecho en una rueda de prensa donde declaró que varios generales del más alto rango del FSB violaban la ley y daban órdenes ilegales a oficiales subalternos. Con ello, puso fin a su carrera en el FSB. Fue destituido. Lo conocí el día que se preparaba para esa histórica rueda de prensa.

Alexander era un hombre muy enérgico. Como buen deportista, no fumaba ni bebía, cosa muy poco común en un ruso. Tuvimos una larga conversación. Yo acababa de llegar a Moscú, donde no vivía desde 1978, fecha en que emigré a Estados Unidos. Todo era nuevo para mí, y estaba predispuesto a escuchar. Se pasó horas contándome anécdotas de su vida. Muchas eran aterradoras, ya que trabajaba para el poderoso FSB y llevaba una vida muy dura. Algunas de esas anécdotas no me gustaron en absoluto: relatos sobre las atrocidades del ejército ruso en Chechenia, sobre chechenos quemados o enterrados vivos, descripciones gráficas de torturas.

Alexander sabía que, antes o después, sería castigado por su "traición" en la rueda de prensa, y que ni siquiera Boris Berezovsky, hombre rico e influyente, podría ayudarlo. Tenía razón. En 1999, Alexander fue detenido y encarcelado por un "delito" ficticio, cometido, según las acusaciones del gobierno, unos años antes.

Un presentimiento
Aunque al final fue absuelto y puesto en libertad, pasó muchos meses en la cárcel como sospechoso. Cuando salió de la cárcel en diciembre de 1999, yo ya me había marchado de Rusia y Vladimir Putin pronto sería presidente. La actuación de Putin me disgustó desde el principio mismo de su mandato, cuando disolvió la Cámara Alta del Parlamento ruso, reintrodujo el antiguo himno soviético y ascendió a altos cargos a sus viejos amigos y colegas del FSB. Recuerdo a menudo una de mis primeras conversaciones con Alexander, en el despacho de Boris Berezovsky en Moscú. Alexander dijo que, si Putin accedía al poder, empezarían las purgas. Matarían o detendrían a mucha gente. "Lo presiento. También nos matará a todos nosotros. Creedme. Sé lo que digo." Esto debió de ser allá por enero del 2000, poco antes de que Putin saliera elegido presidente en mayo. ¿Cómo podía saber Alexander que lo detendrían? ¿Cómo pudo verle las intenciones a Putin desde tan pronto, cuando otros todavía lo consideraban un líder democrático moderno?

Por entonces, yo me hallaba inmerso en mi nuevo proyecto, investigando las explosiones de edificios que se habían producido en septiembre de 1999 en diversas ciudades rusas y habían segado la vida de más de trescientas personas. Fue la mayor acción terrorista jamás perpetrada en Rusia.

Llegué a la conclusión de que esas acciones terroristas habían sido cometidas por los servicios de seguridad rusos y atribuidas, sin embargo, a los chechenos con la intención de iniciar la segunda guerra de Chechenia (que, en efecto, se desencadenó poco después de los atentados, el 23 de septiembre de 1999). Pero había muchas cosas que yo no sabía ni entendía. Necesitaba a Alexander. Así pues, fui a Moscú a verlo y pedirle ayuda. Nos pasamos una noche entera hablando. Me contó que ya en 1994, antes de la primera guerra de Chechenia y las elecciones presidenciales, había sucedido en Moscú algo muy parecido a las explosiones de 1999. "Averigua todo lo que puedas de Maks Lazovsky. Trabajó para el FSB y estuvo al frente de la campaña terrorista de 1994. Si llegas a entender a Lazovsky, cómo actuaba, cómo se constituyó su organización, lo comprenderás todo. Ahora bien, Yuri, ten mucho cuidado. Si alguien se entera de que estás investigando a Lazovsky, te matarán, porque enseguida deducirán que te interesa 1999, no 1994. Pero la clave de todo es Lazovsky y su organización."

Cuando me marché de Moscú a la mañana siguiente, me llevé las notas que se convertirían en el esquema de este libro. Fue mi último viaje a Rusia.

Esa misma noche en Moscú también hablamos de la fuga de Alexander. Aunque lo habían puesto en libertad, el FSB lo tenía bajo vigilancia las veinticuatro horas. Dos coches con tres ocupantes en cada uno lo seguían durante el día. Por la noche siempre había un coche de servicio. Lo vi con mis propios ojos cuando fui a visitarlo. Alexander no tenía futuro en Rusia, y era sólo cuestión de tiempo que volvieran a detenerlo.

Litvinenko, en una imagen que muestra su aspecto antes de ser envenenado.

En mayo del 2000 hice el primer y último intento de negociar con el FSB: ver si podía llegar a algún tipo de acuerdo con ellos y conseguir una garantía de inmunidad para Alexander. Me parecía que los nueve meses que éste había pasado ilegalmente en la cárcel eran un "castigo" más que suficiente por la rueda de prensa de noviembre de 1998. Aunque yo era un intermediario, sin ninguna relación con el FSB, organicé un encuentro con el antiguo jefe de Litvinenko, el general del FSB Yevgueni Jojolkov.

–Sólo que no te será fácil hablar con él –me advirtió Alexander–. Es un hombre muy serio, un general fogueado. Así que ten cuidado con él. Y otra cosa… Sufrió neurosis de guerra. Cuando monta en cólera, no lo manifiesta, pero empieza a tartamudear un poco. Todos sabemos que si Jojolkov empieza a tartamudear, se acabó: es el final para todo el mundo.

El encuentro tuvo lugar el 22 de mayo en un restaurante privado en la avenida Kutuzovsky, en un próspero barrio bien conocido por los moscovitas. La persona que había organizado nuestro encuentro me había informado de que muy probablemente sería posible comprar la vida y la libertad de Litvinenko por varios millones de dólares. Y para ser sinceros, yo esperaba que, al final, todo se redujese a un vulgar soborno, como suele suceder en Rusia.

Llegué al pequeño restaurante a las siete y media de la tarde. El cartel en la puerta decía "Cerrado". Abrí la puerta y entré. Era un establecimiento acogedor, y en medio había una mesa puesta. El cocinero, que estaba arreglando la mesa, recibía instrucciones del dueño, un hombre alto y de espaldas anchas.

–¿Llego demasiado pronto? –pregunté al dueño–. He quedado aquí con el general Jojolkov.

–No, no. Llega a tiempo –respondió el cortés dueño–. Pase, bienvenido. Yo soy el general Jojolkov.

–¿Este restaurante es suyo? –pregunté, sorprendido, ya que no tenía previsto iniciar la conversación hablando de restaurantes.

–Sí, es mío. Y el cocinero es mío. Me lo he traído de Tashkent. Trabajó para mí en Tashkent. Yo estaba destinado en Tashkent, ¿sabe?

Los pensamientos se agolparon en mi cabeza. Tashkent. La capital de Uzbekistán. La mafia política uzbeka. Jojolkov había estado destinado allí cuando Uzbekistán formaba parte de la Unión Soviética.

–¿Sabe? –prosiguió Jojolkov–, no tengo este restaurante para ganar dinero. Lo tengo para mis amigos. Es muy práctico. Es un lugar al que uno puede ir, sentarse, charlar… como usted y yo ahora. ¿Dónde nos encontraríamos si no existiese este restaurante? ¿En la calle? Mi cocinero, por cierto, es muy bueno. ¿Bebe usted vodka?

–Sí.

–Perfecto.

El general nos sirvió a los dos nuestra primera copa y se inició la conversación.

Intenté averiguar si el FSB estaba dispuesto a dejar a Litvinenko en paz y, en tal caso, en qué condiciones. Sólo tenía un argumento. Litvinenko había cumplido una condena de nueve meses. Eso era suficiente castigo por su "delito" y, si el FSB garantizaba que no se le haría daño, yo estaba dispuesto a llegar a un acuerdo y a garantizar que él, como antiguo agente del KGB, no daría a conocer la información comprometedora que poseía.

Sin perdón

En respuesta, el general me explicó que no habría perdón para Alexander; que había actuado contra el sistema y eso era algo que no se le consentía a nadie; y que los nueve meses que ya había pasado en la cárcel no eran más que el principio de sus problemas. Y que si él, el general Jojolkov, se tropezaba con Litvinenko por casualidad al día siguiente, lo estrangularía con sus propias manos. Mientras lo decía, el general demostró exactamente cómo agarraría por el cuello a Alexander con sus manos. Y su rostro, hasta ese momento bastante sereno y amable, de pronto se demudó e infundía terror.
Siguió una pausa, que a mí se me hizo larguísima. Fue el general quien rompió el silencio.

–Lo decía en sentido fi-fi-figurado, claro, fi-fi-figurado –dijo, con un marcado tartamudeo. Serenándose un poco, añadió–: De hecho, claro que hay una solución. El FSB antes tenía un departamento económico. Daba empleo a muchos agentes, entre trescientos y cuatrocientos, especializados en temas económicos. Hoy día, con el crecimiento de la economía de mercado, se ha producido un fuerte incremento de los delitos económicos. La gente roba dinero al Estado, abre casinos, tiendas, restaurantes, no paga impuestos y lleva a cabo todas sus operaciones en efectivo. Es imposible seguirles el rastro. Para hacer frente a estos delitos, el FSB creó un nuevo departamento económico. Pues nuestro común conocido, Berezovsky, convenció al presidente de que cerrase este departamento. Le dijo al presidente que había sido creado para ayudar al FSB a extorsionar a las empresas. Entre trescientos y cuatrocientos de nuestros mejores expertos fueron despedidos. Tienen familias, hijos. Y no les llega para comer. Así que, si Berezovsky restituye el departamento, es probable que Alexander Litvinenko sea perdonado.

–¿Así que este restaurante es el sitio donde vienen a comer gratis los hijos hambrientos de los agentes del FSB en paro?

–Exactamente, en efecto –respondió Jojolkov al instante–. Porque nosotros, como agentes de las fuerzas del orden, tenemos sueldos muy bajos. Ni siquiera podemos permitirnos ir a restaurantes normales. No hay dinero.

–Pero Berezovsky me contó que una vez, cuando se alojaba en uno de los hoteles más caros de Suiza, bajó a la piscina y vio allí al general Alexander Korzhakov, el jefe retirado del aparato de seguridad del presidente Yeltsin.

–Eso fue un regalo que le hicimos todos nosotros. Él personalmente no tiene un rublo en el bolsillo. Así que aportamos un par de rublos cada uno, todos los agentes que lo conocíamos, y le pagamos un viaje a un establecimiento caro como obsequio.

–Ya veo. Pero Litvinenko me ha dicho que hay un vídeo en que se le ve a usted perdiendo miles de dólares en un casino en el transcurso de una sola noche.
–Eso fue en cumplimiento de mi deber. Trabajaba en un caso. Llevábamos a cabo una operación en un casino. Me concedieron fondos oficiales para apostar, y los perdí, por así decirlo. Naturalmente, después, el casino me reembolsó el dinero que había perdido. Es decir, nos lo reembolsó, al erario, al Gobierno. Así que puede que haya un vídeo, pero no fue un delito; sólo trabajo al servicio del gobierno.

–¿No hay otra manera de dejar a Litvinenko en paz sin restituir el departamento económico? Ya me entiende, no vamos a dejarlo en la estacada ni permitir que ustedes se lo coman. Usted fue su jefe, conoce mejor que nadie qué sabe Litvinenko y qué es capaz de hacer. Si no lo dejan en paz, nos enfrentaremos a ustedes. No deben subestimarnos. No tenemos armas ni documentación oficial del FSB, pero Berezovsky tiene dinero e influencia; Alexander, información, y yo, conocimientos. No deben subestimarnos. Si no dejan a Litvinenko en paz, plantaremos cara. Y créame, no nos andaremos con chiquitas.

–Ya son las doce y media de la noche –dijo Jojolkov–. Mañana tengo que levantarme temprano. Usted también debe volver a casa. ¿Tiene coche?

–No, cogeré un taxi.

–No se preocupe. Mi cocinero lo llevará a casa. Ya sabe, hoy día Moscú no es seguro por la noche. Usted y yo hemos tenido una conversación sincera y honrada. Usted tampoco debería subestimarnos a nosotros. Y, sobre todo, no sobrevalore la influencia de Berezovsky. En cuanto a lo que ha dicho, no me cabe la menor duda de que tiene usted muchos conocimientos. Yo mismo he viajado mucho. Hablo varias lenguas europeas. Así que… no debe subestimarnos.

Jojolkov no había sacado el tema del dinero. Yo tampoco lo había mencionado.

–Así están las cosas –le dije a Alexander cuando lo vi–: Mal. Marina y tú tenéis que marcharos de aquí. No vivirás hasta fin de año. En el mejor de los casos, te meterán en la cárcel. En el peor, tú ya lo sabes.

Tropas rusas patrullan entre las ruinas de Grozny, la capital de Chechenia.

Chechenia, instrumento de terror
Hacia 1994, los líderes políticos de Rusia ya eran conscientes de que no podían dar la independencia a Chechenia como a Bielorrusia y Ucrania. Conceder a Chechenia la soberanía podía plantear una auténtica amenaza para la integridad nacional. Pero ¿podían permitirse iniciar una guerra civil en el norte del Cáucaso? El "bando pro guerra", centrado en los ministerios de Defensa e Interior, creía que sí, siempre y cuando los ciudadanos estuvieran preparados, y sería muy fácil influir en la opinión pública si la gente veía que los chechenos recurrían a tácticas terroristas en su lucha por la independencia. Bastaba con organizar atentados terroristas en Moscú y dejar un rastro que condujera a Chechenia.

A sabiendas de que las tropas rusas y las fuerzas contrarias a Dudayev podían iniciar el asalto a Grozny de un momento a otro, el 18 de noviembre de 1994 el FSK realizó el primer intento conocido de suscitar el sentimiento antichecheno cometiendo una acción terrorista y atribuyendo la responsabilidad a los separatistas chechenos: si se enardecía el sentimiento patriótico de los moscovitas, sería fácil reprimir el movimiento independentista checheno. (...)

La explosión del 18 de noviembre de 1994 tuvo lugar en una vía de ferrocarril que atravesaba el río Yauza de Moscú. Según los expertos, fue causada por dos potentes cargas de aproximadamente un kilo y medio de TNT. Voló un tramo de vía de veinte metros, y el puente estuvo a punto de derrumbarse.

No obstante, quedó claro que la explosión se había producido a destiempo, antes de que el siguiente tren fuera a pasar por el puente. Se encontraron restos del cuerpo desmembrado del hombre que colocó la bomba esparcidos en un radio de cien metros desde el lugar de la explosión. Era el capitán Andrei Shchelenkov, un empleado de la compañía petrolífera Lanako. Le había estallado su propia bomba en las manos mientras la ponía en el puente.

Sólo gracias a este error del agente responsable de la colocación de la bomba se supo quiénes eran los organizadores inmediatos del atentado. El director de Lanako era Maxim Lazovsky –de hecho, la primera sílaba de Lanako se correspondía con la de su apellido–, un agente moscovita de treinta y cinco años, muy valorado en Moscú y el departamento de la región de Moscú del FSB, conocido en el mundo del hampa por los alias de "Maks" y "Tullido".

A riesgo de adelantarnos a los acontecimientos, podemos señalar asimismo la significativa circunstancia de que todos y cada uno de los empleados de Lanako eran agentes autónomos o en plantilla de las agencias de contraespionaje rusas.


magazinedigital, 26-VIII-07.


"Rusia dinamitada: tramas secretas y terrorismo de Estado"
Alexander Litvinenko
/
Yuri Felshtinski
Alba ed.; 2007.