´quins són els mals d´Afganistan´, Chris Patten

cuáles son los males de Afganistán
Chris Patten, ex comisario de Relaciones Exteriores de la UE, presidente del International Crisis Group y rector de la Universidad de Oxford.

Custro años y medio después de la caída de los talibanes, Afganistán sigue siendo muy inestable. Y, en lugar de mejorar, parece que va a peor. En este momento, los talibanes resurgentes perpetran cada pocos días otro atentado mortal contra escolares, miembros de organizaciones humanitarias o las fuerzas de seguridad locales o internacionales. Es una sombría retribución a la enorme inversión que ha realizado el mundo exterior en Afganistán. Pero, aunque la comunidad internacional ha ayudado enormemente a que el país se recupere de su situación de Estado fracasado, se ha resistido a tratar el problema de fondo: Islamabad. La verdad es que Afganistán nunca será estable a no ser que se sustituya el Gobierno militar de Pakistán por una democracia.

Hoy en día, la principal exportación que realiza Pakistán a Afganistán es la inestabilidad. En el nivel más básico, los ataques que se dan en Afganistán, incluidos los atentados suicidas, a menudo se planean y preparan en los campos de adiestramiento que los talibanes tienen al otro lado de la frontera. Islamabad afirma que hace todo lo posible por impedir esa infiltración. Pero las protestas del presidente Pervez Musharraf suenan vacuas cuando ha hecho tan poco por abordar la preocupación manifestada por su homólogo afgano, Hamid Karzai, de que los líderes talibanes operan desde refugios situados en Pakistán.

Sólo hace falta observar las estrechas relaciones que mantiene el ejército con los radicales religiosos para comprender lo poco fiable que es ese socio para estabilizar Afganistán. Los grupos militantes islamistas que Musharraf prohibió después de la atención internacional que suscitaron los atentados del 11-S en Estados Unidos y el 7-J en Londres siguen operando libremente. A las organizaciones yihadistas se les ha permitido dominar las campañas de ayuda humanitaria tras el terremoto de octubre de 2005. El ejército ha amañado repetidamente las elecciones, incluidas las de 2002, para beneficiar a los partidos religiosos frente a sus alternativas moderadas y democráticas.

En resumen, Pakistán está gobernado por una dictadura militar coligada con extremistas islámicos violentos. Al ejército no le interesa la democracia en el país, luego ¿por qué espera el mundo exterior que ayude a construir la democracia del vecino?

Por tanto, si realmente queremos llegar al núcleo de la inestabilidad afgana, debemos abordar el problema de Pakistán. Ante todo, eso supone devolver al país a la senda democrática. Tras siete años de régimen militar, ésa no es una tarea fácil, pero algunas instituciones todavía sobreviven, más o menos. El sistema judicial, por ejemplo, se ha visto gravemente degradado por el Gobierno de Musharraf y sus colegas militares, pero queda lo suficiente como para que haya esperanza de un renacimiento gradual.

Los partidos políticos moderados también luchan por resistir; mermados pero vivos, podrían recuperarse con relativa rapidez si se diera un cambio democrático. Las voces partidarias de la dictadura sostienen habitualmente que esos partidos eran extremadamente corruptos y que fue su corrupción la que justificó el golpe de 1999, que llevó a Musharraf al poder. Pero se niegan a condenar o tan siquiera a reconocer la corrupción a gran escala e institucionalizada del ejército.

Los militares se han apropiado de tanto, que se necesitarán años para catalogarlo. El ejército ha adquirido enormes franjas de terreno de propiedad estatal a precios nominales; sus mandos dominan los negocios y la industria, desde la banca a las fábricas de cereales. Su control de la economía ha aumentado tanto, que supondrá un enorme reto para cualquier gobierno democrático que pueda salir elegido en el futuro.
Cuando llegue, ese gobierno civil también será de carácter moderado y estará mucho más inclinado a afrontar con seriedad el azote del radicalismo islámico. Incluso en las elecciones amañadas de 2002, los partidos religiosos sólo obtuvieron el 11 por ciento de los votos. Unos comicios plenamente libres y justos acabarían con las fuerzas radicales que prosperan bajo el régimen militar y que causan estragos en el débil vecino noroccidental de Pakistán. Además, a diferencia del ejército, que siempre prevalece en un entorno hostil, un gobierno civil tendrá un mayor interés en mantener la paz con India. ¿Y quién no dormiría más tranquilo sabiendo que la bomba nuclear paquistaní se encuentra en manos democráticas?

Un gobierno democrático también ofrecería la tan necesaria oportunidad de reacondicionar el sistema educativo del país. Dado que durante décadas el sistema público ha fracasado sistemáticamente con los jóvenes, las madrasas han aprovechado el descuido y las escuelas religiosas más extremistas han contribuido a radicalizar a decenas de miles de paquistaníes -y afganos- llenándoles la cabeza de interpretaciones intolerantes del islam, muy alejadas de la sociedad musulmana del sureste de Asia en general. El país necesita un sistema educativo estatal laico y público, adecuadamente dotado de fondos.
Lograr todo eso es una tarea de enormes proporciones, pero desmilitarizar y desradicalizar Pakistán es la verdadera clave para aportar estabilidad a Afganistán y a toda la región. Los gobiernos que ahora trabajan tanto para apoyar a Afganistán no harán más que patinar mientras no conviertan a Pakistán en una alta prioridad y no ejerzan la máxima presión sobre Islamabad para garantizar que las elecciones de 2007 sean verdaderamente libres y justas, aplicando para ello unos parámetros claramente definidos e insistiendo en que se admitan observadores internacionales competentes. Mientras el ejército y las madrasas gobiernen el país vecino, Afganistán nunca encontrará la paz.

abc, 25-V-06