“Tot i aixķ (quelcom) es mou“, Samuel Hadas

Sin embargo (algo) se mueve

Samuel Hadas
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Más de tres años han transcurrido desde que se desmoronaron las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, con el fracaso de la cumbre de Camp David de julio del 2000 y de las consiguientes negociaciones de Taba, en las que se estuvo muy cerca de un acuerdo. Desde entonces, no solamente no se habla de paz, sino que israelíes y palestinos están sumidos en un letal enfrentamiento aparentemente sin visos de solución: más de tres mil muertos es el trágico resultado hasta ahora.

Israelíes y palestinos buscan nuevamente reencauzar el proceso de paz desbaratado por el estallido de la segunda “intifada”. Algunos de ellos negociaron, durante dos años, un “acuerdo de paz”, el así llamado acuerdo de Ginebra, que al hacerse público convulsionó la opinión pública israelí: la extrema derecha acusó a sus autores nada más y nada menos que de “traición a la patria”. Otra iniciativa reciente es la del general retirado israelí Ami Ayalon y el presidente de la universidad palestina Al-Quds, Sari Nusseibeh, que publicaron “La voz del pueblo”, un manifiesto de siete principios para un acuerdo de paz que hasta ahora ha sido refrendado por más de cien mil israelíes y sesenta mil palestinos. Sus promotores aspiran a superar el medio millón de firmantes.

El peligroso vacío diplomático, la congelación de la “hoja de ruta”, el incremento de la espiral de violencia y el fracaso de la batalla contra el terrorismo han creado aparentemente las circunstancias para la presentación en estos momentos de nuevas iniciativas de paz en un periodo en el que la oposición israelí reaparece súbitamente, después de un letargo que duró tres años, como resultado de la conmoción causada por el estallido de la violencia palestina que descarriló el proceso de Oslo y el ascenso al poder de un gobierno dominado prácticamente por la extrema derecha. Los autores del acuerdo de Ginebra, Yossi Beilin y Yaser Abed Rabbo, reconocen que carecen de autoridad. Su objetivo es el de inspirar una nueva agenda diplomática que permita reconducir el proceso político, demostrando que israelíes y palestinos tienen un denominador común. Según sondeos de opinión pública, el 40 por ciento de los israelíes apoya el acuerdo, lo que es para sus autores “una buena señal”, al no haberse aún hecho público entonces su contenido. Solamente el domingo 16 comenzó su distribución por correo a los hogares israelíes. Se ignora la reacción de los palestinos, el setenta por ciento de los cuales apoyaba hasta hace poco el terrorismo contra Israel.

Dos semanas atrás sucedió algo más en Israel, un país donde no es novedad que un alto militar cuestione públicamente la política de las autoridades civiles a las que debe acatamiento. La novedad consiste en que se trata esta vez del propio jefe de las fuerzas armadas, el general Moshe Yaalon: “Con nuestras decisiones tácticas, estamos de hecho actuando contrariamente a nuestros intereses”, dijo. Estas críticas reflejan la creeencia cada vez más generalizada de que la rigidez de la política israelí hacia la población palestina y el condicionamiento de negociaciones políticas a la eliminación del terrorismo no sólo no llevan a ninguna parte, sino que, por el contrario, radicalizan posiciones y crean mayor hostilidad y resentimiento.

Por cierto que correspondería a los palestinos evaluar críticamente cuál ha sido la contribución –indudablemente decisiva– de su propio gobierno y muy especialmente de su presidente, Yasser Arafat, a la creación de la situación actual. Pero éste es tema para otro análisis.

Algo más ha sucedido en Israel: el viernes último hemos sido testigos de algo que podríamos calificar, sin caer en la exageración, de dramático: en una inusual entrevista a un periódico israelí, cuatro ex jefes del mítico Shin Bet, el Servicio de Seguridad General, advirtieron de que Israel se encuentra en serio peligro, hablando incluso de una “catástrofe” en el caso de que no se logre rápidamente un acuerdo de paz. Los cuatro coinciden en que Israel debe retirarse de Cisjordania y de Gaza aunque esto conlleve un inevitable enfrentamiento con los colonos. “El Gobierno se ocupa únicamente de la cuestión de cómo prevenir el próximo ataque terrorista mientras ignora la de cómo salir de la confusión en la que estamos sumidos”, declaró uno de ellos. Una fuente oficial calificó el enfoque de los cuatro de “ingenuo”. Pero no será fácil desdecir a quienes se contaban entre los máximos responsables de la seguridad de Israel hasta muy recientemente. Todo ello sucede en un momento en que la popularidad del primer ministro, Ariel Sharon, registra un serio descenso: el 57 por ciento de los israelíes, insatisfechos con el estancamiento del proceso de paz, desaprueba su gestión.

“Y sin embargo se mueve”, como diría nuevamente Galileo Galilei. Algo, deberíamos agregar. Aquellos que creen en una paz negociada conocen perfectamente los problemas y los obstáculos, pero son conscientes de la responsabilidad histórica que recae sobre ellos. Los israelíes y palestinos tienen miedo a la paz, pero la desean y no ignoran que se encuentran probablemente ante la última oportunidad, por lo menos en una generación. Lamentablemente, tanto ellos como quiénes podrían asistirles (léase el cuarteto, con EE.UU. a la cabeza) carecen de un liderazgo con la voluntad política y la valentía necesarias. Nadie ignora cuál es la alternativa a la toma de las difíciles decisiones exigidas: el pronóstico no es otro que el de seguir arrastrándose en un fango cada vez más traicionero. Una pesadilla inacabable.