Mèxic, una tímida descentralització

México, una tímida descentralización.

LV, 16-VIII.

Las tensiones territoriales frente al poder central desempeñaron ya un papel importante en el proceso de independencia de México (1810). La primera Constitución, de carácter monárquico (Agustín de Iturbide), definió dos instancias territoriales, los estados y los municipios, aunque el federalismo no fue introducido hasta 1824, tras la insurrección del general Santa Anna, como una práctica institucional de prevención de las tendencias centrífugas mostradas por algunos estados. Sin embargo, las tensiones no desaparecieron y el federalismo fue eliminado en la nueva Constitución de 1835 (Texas declaró su independencia en 1836), procediéndose a una recentralización del poder. La nueva Constitución federal de 1857, de carácter centralizado y que eliminó el Senado para conferir muchos poderes al Congreso, no estabilizó el sistema de gobierno. Diseñada por los liberales (federalistas) contó con la oposición de los conservadores (centralistas) y al final precipitó una guerra civil que ganaron los primeros. La nueva Constitución de 1867 (Juárez) permitió reintroducir el Senado unos años más tarde (1875), aunque con la intención de reforzar el poder central y con menos poderes políticos y presupuestarios que el Congreso. La subsiguiente y larga dictadura de Porfirio Díaz (1876-1910) desembocó en la revolución, que condujo a la Constitución de 1917, aún vigente, que instaló importantes poderes ejecutivos en el poder central, así como la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) durante el prolongado periodo entre 1929 y el año 2000.

La federación mexicana incluye 31 estados y el distrito federal de la capital (Ciudad de México). Se trata de un sistema altamente centralizado que concentra muchos poderes en el presidente de la República (a la vez jefe del Gobierno), que es elegido por sufragio por un periodo de seis años. De 1928 a 1997 el presidente nombraba a las autoridades locales en el distrito federal. La división de poderes ha concentrado en la federación buena parte de las políticas concretas: educación, sanidad, comercio, agricultura, energía, trabajo, alimentación, así como los principales recursos económicos y financieros. A pesar de que los poderes residuales corresponden a los estados, la división fáctica de poderes reduce la amplitud de éstos. En los años noventa se inició un proceso de descentralización en educación y sanidad. Es el poder central quien recoge los impuestos sobre los ingresos y, desde 1980, sobre los que gravan el consumo. La distribución de los recursos –que no establece una fórmula concreta– ha sido un tema polémico permanente, especialmente desde que partidos de la oposición ganaron elecciones en los estados y en el poder local.

El Parlamento es bicameral (Cámara de Diputados y Senado). El Senado está formado por 128 miembros elegidos para un periodo de seis años: cada estado elige dos senadores (incluido el distrito federal) mediante un sistema mayoritario. Son también elegidos aquellos candidatos que en cada estado obtienen los mejores resultados, además de los asignados previamente (uno por estado). Los 32 senadores restantes son elegidos mediante una representación proporcional en el ámbito de todo el país, y no representan, por tanto, a ningún territorio específico. Entre las funciones de la Cámara Alta, además de tomar parte en el proceso legislativo, están la de aprobar los tratados internacionales y la de ratificar a los miembros del Tribunal Supremo –que no desempeñó un papel decisivo en el federalismo mexicano desde la época de Porfirio Díaz hasta 1997–, al fiscal general, al presidente del Banco Nacional y a los embajadores. El Senado no interviene, sin embargo, en la discusión y distribución del presupuesto. La Cámara de Diputados consta de 500 miembros elegidos por un periodo de tres años (300 por voto directo y 200 a partir de los resultados obtenidos por cada partido).

El Tribunal Supremo es nombrado por el presidente, con la aprobación del Senado. La reforma constitucional requiere la aprobación de dos tercios del Congreso y de una mayoría de las cámaras de los estados. Una enmienda constitucional prohibió en 1933 la reelección de los cargos públicos con el fin de proceder a una pretendida “circulación de las elites” que beneficiaba al hegemónico PRI –que ostentó ininterrumpidamente la presidencia del país desde 1929 hasta el año 2000, la mayoría en el Congreso hasta 1997, así como las principales instituciones de los estados hasta la década de los años ochenta y la mayoría de los municipios– y que no consolidaba las políticas realizadas, especialmente las de ámbito local. Durante este periodo fueron frecuentes las prácticas de fraude electoral. Esta hegemonía de partido distorsionó el funcionamiento práctico de los mecanismos federales, al supeditar, tanto en el plano político como en el económico, los gobiernos estatales y locales al poder central y, más concretamente, a una presidencia que lideraba también el partido y que realizaba transferencias discrecionales a los estados siguiendo criterios políticos. De hecho, muchas veces los gobernadores de los estados actuaban más como representantes del poder central en sus territorios que como un nivel de gobierno autónomo.

El país sigue presentando en la actualidad graves desequilibrios sociales internos, así como una falta de solución institucional y sociocultural a la cuestión indígena (10% de la población), ejemplificada en el conflicto de Chiapas. En los años ochenta y noventa se procedió a una cierta descentralización que, de entrada, tuvo sólo cierta efectividad en los núcleos urbanos, si bien a partir de los años noventa ha incidido en los ámbitos de la educación y de la sanidad (transferidos a los estados), junto con una distribución de recursos más favorable a los estados y municipios, y asignada con menos discrecionalidad que en periodos anteriores (nuevo federalismo), aunque los recursos cedidos son muchas veces de carácter finalista y el total controlado por el Gobierno central supera aún el 70% a principios de siglo XXI.