ŽDemocracias en cuarentenaŽ, Rut Diamint & Laura Tedesco

En América Latina la democracia sigue cumpliendo años. Esta madurez ha hecho más atractivos a algunos países. A otros, el paso del tiempo los deteriora. Las elecciones son un tradicional camino para renovarse, no obstante, ello no garantiza rejuvenecimientos. Los resultados de las elecciones del pasado 2011 exponen continuidades, retornos de líderes nunca olvidados y nuevas caras con viejos vicios. En el 2011, los ciudadanos de Argentina, Guatemala, Nicaragua y Perú eligieron nuevos gobiernos. Entre los candidatos más votados hay dos ex militares, un viejo revolucionario, la hija de un corrupto, un periodista, dos empresarios y la viuda de un mito recientemente construido. Mirar rasgos de esos candidatos ayuda a entender la salud de esta democracia ni tan joven ni tan anciana.

En Perú, la segunda vuelta fue entre Ollanta Humala y Keiko Fujimori. Ollanta luce un pasado militar, un levantamiento contra el gobierno de Fujimori en el 2000 y acusaciones de violaciones de derechos humanos que nunca pudieron ser comprobadas. Keiko es la hija de Fujimori y heredó el liderazgo de su padre. Ollanta fue elegido con casi el 52% de los votos.

En Nicaragua, un pertinaz Daniel Ortega se postuló para su reelección pese a los debates sobre su ilegalidad. Las encuestas lo indicaban como seguro ganador, seguido por el periodista político Fabio Gadea ypor el ex presidente Arnoldo Alemán, considerado por Transparencia Internacional uno de los diez gobernantes más corruptos en los últimos veinte años. Con el 62% de los votos, Ortega fue reelegido hasta el 2016.

Un general retirado ganó las elecciones presidenciales en Guatemala con el 52% de los votos. Otto Pérez Molina, como Humala, carga con acusaciones de violaciones de derechos humanos y ensañamiento con indígenas que no han sido confirmadas y fueron archivadas sin que la Comisión de la Verdad establezca justicia.

Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina, obtuvo el 54% de los votos. Los aciertos económicos de su primera presidencia se contraponen con desprolijidades institucionales que quedan bien reflejadas en el estilo familiar de su reciente asunción, con el gesto de su hija colocando la banda presidencial y la modificación en el juramento presidencial, jurando por Dios, la patria y su esposo.

Lo que une a estos políticos es que sus partidos, nuevos o antiguos, son meros instrumentos de acumulación de poder individual.

Desde el retorno a la democracia, se percibe en la región una escasa modernización en la forma de hacer política y en el papel que cumplen los partidos. Humala y Pérez Molina son secundados por partidos nuevos formados a su alrededor. Ortega y Fernández pertenecen a partidos antiguos, también nacidos alrededor de un líder, que han sufrido importantes mutaciones en su larga historia. Estos partidos no tienen reglas internas a las que sus militantes deben ajustarse, ni coherencia ideológica, ni disciplina partidaria, ni normas de organización de las carreras políticas. Las reglas son flexibles, la formación de sus militantes es nula o escasa, pero, sobre todo, la función de controlar a los políticos a través de disciplina partidaria, exigiendo la debida correspondencia entre los principios normativos y las decisiones, no existe.

Si los partidos están deteriorados, su producción de ideas es irrisoria y su coherencia programática es pobre, es lógico suponer que los líderes serán un mal producto de una institución decadente. Muchos de los líderes latinoamericanos que surgieron en el periodo democrático han obstaculizado la modernización de los partidos, ayudando a mantener el clientelismo, el caudillismo, la arbitrariedad institucional y altas cuotas de autoritarismo con el fin de garantizar su permanencia en el poder y sus privilegios. Otros líderes han sido simplemente ineficientes y algunos, muy pocos, han luchado desde sus puestos de trabajo para mejorar la calidad de las instituciones democráticas o, al menos, no han trabajado para quebrantarla. En algunos países de la región comienza a percibirse un círculo vicioso con partidos deteriorados y líderes concentradores de poder y precariamente democráticos. Más temprano que tarde, estos líderes suelen creer que son los únicos representantes del pueblo y la política comienza a identificarse más con su persona que con las leyes que rigen el país.

Sin desconocer la importancia de estas elecciones con libre competencia, es necesario recordar que esta democracia parece haber caído en manos de una élite manipuladora de leyes e instituciones que atrapa a la ciudadanía con su retórica livianamente revolucionaria y que la domestica con la dádiva de los planes sociales.

8-I-12, R. DIAMINT y L. TEDESCO, directoras del Estudio sobre Liderazgo en AméricaLatina, lavanguardia