maldició dels recursos també a Colňmbia

Tras una jornada de protestas mineras en Medellín y Caucasia que terminaron en batallas campales contra la policía y con al menos un muerto, los buscadores de oro volvieron al trabajo en la mina de Orlando, en Amalfi, el pasado jueves, rodeados de las verdes montañas del nordeste de Antioquia.

Mientras dos excavadoras descargaban toneladas de barro espeso color cemento debajo de una manguera mecánica para que el líquido corriese hacia abajo depositando los granos de oro, unos 200 barequeros (mineros artesanales) se pusieron a buscar sus propias pepitas del preciado metal en los montones de residuos. Cavaban con palas en el fango gris dejado por los Caterpillar y lo echaban en las bateas. Luego se metieron hasta la cintura en el charco, opaco como leche sucia, para removerlo en el agua en busca de flecos amarillos.

Parecía una imagen del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, otro documento gráfico de los miserables de la tierra. Pero estos barequeros sonreían y defendían su trabajo con orgullo. Reivindicaron la libertad del azar. "Aquí somos nosotros quienes decidimos cuándo vamos a trabajar; hay días que se gana, días que se pierde", dijo Raúl Duque, barequero desde hace 35 años, padre de tres hijos y propietario de una humilde vivienda en el pueblo. Levantó la batea para enseñar un grano dorado. Venderían el oro aquella tarde en el pueblo por 18.000 pees, unos nueve dólares.

No es mucho. Sólo una tercera parte de lo que muchos ganaban cuando trabajaban recogiendo hojas de coca antes de las políticas de erradicación que han abultado el número de barequeros en la región hasta más de 100.000, según un estudio del Instituto IPC de Medellín.

Parece aún menos cuando Orlando, el dueño de la mina y ex barequero, explica que saca más de medio kilo de oro al día en un momento en el que la onza troy -460 gramos- se vende en el mercado internacional por 1.600 dólares. Pero los barequeros agradecen el contrato no escrito por el que el dueño de la pequeña mina les deja buscar en los residuos. "Si la mina no trabaja, nosotros tampoco", dice uno.

Recorriendo los 150 kilómetros a Medellín en autobús, estos mineros –tanto pequeños empresarios como barequeros– se habían sumado a otros miles el día anterior. No protestaban contra la economía informal de las minas sino que la defendían ante la adopción del odiado código minero que pretende regularizar el sector y eliminar a mineros artesanales sin título.

La policía y el ejército que recorren Amalfi con ametralladoras se han empleado a fondo en las últimas semanas cerrando minas ilegales, decomisando excavadoras, gasolina y hasta granos de oro. Según el Gobierno, son medidas lógicas, necesarias para controlar la nueva fiebre de oro, poner orden en el sector y proteger el medio ambiente. Aunque los mineros en Amalfi decían que no usaban mercurio para separar el oro del barro, en minas de filón ubicadas más arriba en las montañas, el oro se extrae de la roca molida, creando una masa de melaza, limón y mercurio. Según Ana María Bedoya Builes, que pasó siete meses con los mineros de Segovia a 100 km al nordeste de Amalfi, las concentraciones de mercurio en el aire eran tan altas que un aparato Jerome 431 de medición reventó. "Queremos que todo esté dentro de la legalidad con tecnologías limpias, sin mercurio", dice Diana María Ochoa, directora de Fomento y Desarrollo Minero del Gobierno de Antioquia. "No queremos ilegales, los que hacen el hueco y luego se van", añade.

Pero para los barequeros hay otro motivo por el que las administraciones respectivas del presidente Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos se están poniendo tan duras con los mineros artesanales tras 500 años de hacer la vista gorda. "El Gobierno quiere multinacionales", dijo Alisandro Guzmán, de 45 años, nativo de Remedios, otro pueblo minero en la cordillera antioqueña, mientras barequeaba en Amalfi.

Guzmán no sabía los nombres: Anglo Ashanti, la gigante sudafricana que se ha hecho con concesiones enormes y finaliza planes al norte de Cali para excavar La Colosa, la mina de oro a cielo abierto más grande de Sudamérica; Medoro Resources, la siniestra empresa canadiense; Eco Oro, antes Greystar, sometida a un rebranding ecológicamente correcto en colaboración con el Banco Mundial. Pero su argumento resultaba bastante convincente. "Se van a llevar nuestra economía para otros países, pero, en realidad, se puede explotar para nosotros mismos".

Hasta el Gobierno de Antioquia reconoce la trampa del nuevo código minero para los artesanales. "El 70% de los mineros artesanales no tiene título, y el nuevo código exige que se legalicen", dice Gerardo Duque, especialista jurídico del Departamento de Minería del Gobierno de Antioquia. "Pero en el 90% de las zonas mineras ya se han otorgado las concesiones a multinacionales aunque jamás las hayan explotado".

En estos momentos existen 20.000 solicitudes de título de grandes minerías, equivalentes al 20% del territorio internacional. "Conceden títulos a las multinacionales en cuestión de días; nuestros mineros han esperado años y sin respuesta", dice César Zapata, de la cooperativa minera Coomina en Amalfi.

Según Duque, del Gobierno de Antioquia, si se ejecuta el nuevo código, hasta 1,5 millones de mineros se quedarán sin ingresos. "Si incluyes las familias, estos son cinco millones de personas", dice.

No es sólo el Estado quien cierra el cerco a los mineros artesanales en Antioquia. Tomando tinto (café) en una cafetería en el centro de Amalfi, un grupo de propietarios de pequeñas minas, algunos con título y otros sin él, explicaron a La Vanguardia cómo funciona el sistema de la vacuna, el impuesto nada revolucionario exigido por paramilitares y guerrilla.

"Me han matado a dos hermanos y han secuestrado a otro", dijo Octavio, ex barequero que había acumulado suficiente capital para abrir varias minas. "Me quemaron seis máquinas y mataron a tiros a tres de mis trabajadores por no pagar la vacuna", explicó bajando la voz y mirando de reojo. Los otros pequeños empresarios mineros pagaron el impuesto. "Yo pagaba cuatro millones por máquina", dijo uno. Así, los narcos, paramilitares y guerrilla –según ironiza el editor Alfredo Moliano Bravo– se han dado cuenta de que las bateas "sirven no sólo para lavar oro sino también dólares".

"No hay presencia del Estado para darnos seguridad", dijo uno. "Luego, nos critican por pagar la vacuna". Todos los mineros en Amalfi, desde el barequero más humilde hasta los pequeños empresarios con cinco o seis excavadoras, coinciden en que la seguridad se está deteriorando en Antioquia, epicentro de la violencia atroz que ha desplazado a 47.000 campesinos de sus tierras. Muchos creen también que el acoso al que están sometidos desde el Estado y desde los grupos armados forma parte de una estrategia pactada entre multinacionales y gobierno para quitarles de en medio.

11-X-11, A. Robinson, lavanguardia