duel d´oligarques a Moscow-on-Thames

Roman, no quiero volver a verte nunca más". Con esas palabras, Borís Berezovski echó a Abramóvich (el actual propietario del Chelsea) de su mansión del sur de Inglaterra en el año 2000, en una típica historia de amistad y camaradería corrompida por el poder del dinero. Once años después, sin embargo, ambos han vuelto a verse las caras, esta vez en los tribunales, rodeados de abogados con trajes de Savile Row y legajos de documentos, en vez de latas de caviar y botellas de champán.

El "duelo de los oligarcas" - como lo ha bautizado la prensa británica-es una fascinante historia de intriga, deslealtad, traición, corrupción política a gran escala, chantajes, intimidación, amenazas, mujeres guapas, mafias chechenas, muertes misteriosas, envenenamientos y grabaciones secretas. Pero por encima de todo, más allá de una batalla legal entre dos amigos convertidos en enemigos, es un juicio a la Rusia poscomunista, a la creación de las grandes fortunas del país, a la manera en que el capital del Estado y las materias primas de la antigua Unión Soviética fueron saqueadas y regaladas por Borís Yeltsin a un grupo de amiguetes a cambio de favores, al férreo y antidemocrático control del poder por el FSB (antiguo KGB), y en concreto por un estrecho círculo de personajes de la mafia de San Petersburgo unidos a Vladímir Putin por un cordón umbilical lleno de rublos.

Berezovski, con una fortuna valorada en 500 millones de euros, es relativamente pobre en comparación con Abramóvich, cuyo capital asciende a unos 15.000 millones y figura en la lista Forbes de los hombres más ricos del mundo. El epicentro de su demanda es que semejante diferencia no es casualidad, sino consecuencia de que Román, según Berezovski, le obligó a vender a un precio irrisorio el 21% de acciones que tenía en la empresa energética Sibneft, con la amenaza implícita de que en caso contrario sería declarado persona non grata por el Kremlin. Pocas bromas, teniendo en cuenta que Mijaíl Jodorovski, el fundador de Yukos Oil y en su día el hombre con más dinero de Rusia, se pudre desde el 2003 en la cárcel, sentenciado oficialmente por fraude, pero en realidad por resistirse a los designios de poder absoluto de Putin.

Es un caso en el que no hay inocentes y culpables, sino culpables de corrupción en mayor o menor grado. "Resulta virtualmente imposible para un abogado inglés valorar el comportamiento de personajes que viven en el mundo de lujo, poder y dinero a escala masiva en el que se mueven tanto Abramóvich como Berezovski", admitió el pasado lunes, en la presentación inicial de argumentos, el abogado Jonathan Sumption, uno de los representantes del dueño del Chelsea.

Su mensaje, lógicamente interesado, es que los tribunales británicos harían bien en lavarse las manos en unos tejemanejes muy turbios, los cimientos mismos sobre los que se ha construido la orgullosa y nacionalista nueva Rusia de Putin, que hace valer sin contemplaciones su poderío económico, alérgica a los derechos humanos, donde periodistas críticos, como Anna Politkóvskaya, son tiroteados en sus casas y espías comprometedores, como Alexánder Litvinenko, envenenados en pleno centro de Londres.

Pero aunque el asunto que se dirime en los tribunales comerciales de la City requiera para su entendimiento una licenciatura en historia rusa contemporánea, está claro que la clave está en el hecho de que Abramóvich sigue siendo un protegido de Putin, mientras que Berezovski es considerado el enemigo público número uno del Kremlin. De hecho, está muy extendida la teoría de que Litvinenko fue asesinado por su estrecha relación con el exiliado oligarca (para el que trabajaba), como un mensaje inequívoco de lo que en cualquier momento le podía pasar a él. Moscú ha denegado la extradición de Andréi Lugovói, un ex espía y político acusado del homicidio por las autoridades británicas, con el argumento de que es un diputado de la Duma (Parlamento ruso) y, por tanto, goza de inmunidad.

Cuando Putin y su círculo del FSB decidieron que ellos y no los oligarcas mandarían en Rusia, Abramóvich aceptó la oferta de quedarse con el dinero pero sin el poder, se instaló en Londres, compró el Chelsea, coleccionó mansiones y yates, y se quedó tan pancho. Berezovski, sin embargo, no rubricó ese pacto. Se convirtió en enemigo del régimen y tuvo que poner pies en polvorosa y exilarse (también en Inglaterra) para no correr la misma suerte que Jodorovski.

Antes del virtual golpe de Estado de Putin, cuando Yeltsin repartió los despojos de la antigua URSS a cambio de apoyos políticos, Berezovski y Abramóvich se conocieron en un yate en aguas del Caribe y se hicieron socios y aliados. Al primero, con un imperio de comunicaciones, le venían muy bien las conexiones y conocimientos del segundo en el mundo del petróleo siberiano. Y - según su versión de los hechos-unieron fuerzas y capital para adquirir Sibneft cuando fue subastada por el Kremlin en una operación amañada, en la que un posible comprador fue persuadido de retirar su oferta y otro fue descalificado por un tecnicismo. Sólo quedaron los ganadores.

Los abogados de Borís Berezovski se enfrentan al desafío de demostrar que su cliente - que reclama una compensación de 4.858 millones de euros-tenía efectivamente acciones en Sibneft y se vio obligado a venderlas bajo coerción. Su problema es que no tienen ningún documento que lo pruebe, porque la antigua URSS fue desguazada y privatizada únicamente de palabra, en reuniones secretas de las que no queda ninguna constancia histórica. Sólo las devastadoras consecuencias para el propio país y para el mundo.

La moderna y aséptica sala de los Tribunales Comerciales de la City, donde Berezovski y Abramóvich dirimen sus cuitas, es un microcosmos del Londres de los oligarcas rusos: Rolls Royce y Jaguar, seguridad privada, guardaespaldas con pinganillos en las orejas, asistentes personales, trajes hechos a medida, relojes Rolex de oro y rubias despampanantes que llevan las pesadas cajas y cartapacios de documentos a abogados que cobran más de mil euros la hora. Se estima que los costes legales superan los 1,16 millones de euros al día, que tendrá que pagar el perdedor.

Los dos oligarcas no son más que la punta del iceberg, la cara más visible de la invasión rusa de Londres que empezó a producirse en los años noventa. Detrás de ellos hay más de doscientos mil compatriotas. No todos pueden comprarse como si tal cosa bolsos de piel de cocodrilo de quince mil euros en Aspreys, o anillos de diamantes de doscientos mil euros en las lujosas joyerías de Bond Street. Muchos son chóferes, cocineros, niñeras, jardineros, traductores, intérpretes, mujeres que se encargan del servicio doméstico y limpian los lujosos apartamentos de Knightbridge o las mansiones que salpican la campiña de Surrey.

Pero así como el gobierno conservador británico (y también la oposición laborista) se meten con la inmigración ya sea polaca o pakistaní, los rusos son bienvenidos.

En parte porque traen dinero a una capital inglesa rebautizada como "Moscow-on-Thames" (Moscú a orillas del Támesis), en parte porque los poderes establecidos del Reino Unido, tanto políticos como económicos (y lo mismo se puede decir de Alemania, Francia y el resto de potencias europeas) han decidido hacer la vista gorda a los abusos de derechos humanos de la Rusia de Putin, a cambio de tener acceso a su gas y su petróleo.

Las regulaciones financieras son ignoradas cuando los rusos crean empresas en Gran Bretaña, aunque su propósito sea el lavado de dinero sucio o la canalización de los inmensos capitales de los oligarcas. Los amigos de Moscú están situados en las más altas esferas de la banca y se sientan en los consejos de administración de grandes compañías, susurrando al oído de los dirigentes políticos que "Rusia es diferente", su democracia es sui géneris, y no hay que juzgarla con el mismo rasero que a otros socios.

Para el Reino Unido es una humillación que agentes rusos envenenaran en pleno Piccadilly al ex espía Alexander Litvinenko, y que Putin se ría de Cameron cuando le pide la extradición de los sospechosos. Pero ese es el precio que ha decidido pagar por su amistad con el Kremlin, y por su dependencia a la energía de Siberia. Que los oligarcas muevan su dinero en Londres es considerado una cuestión de "interés nacional".

10-X-11, R. Ramos, lavanguardia