´El segundo problema´, Francesc de Carreras

En una democracia parlamentaria,  ¿para qué sirven las elecciones? Hay una respuesta clásica: las elecciones sirven, primero, para que los ciudadanos estén representados en el Parlamento de acuerdo con el principio del voto igual y, segundo, para formar gobiernos estables. En buena parte, ambas finalidades se consiguen adecuadamente según sea el sistema electoral adoptado.

En efecto, por un lado, el principio del voto igual se cumple cuando el sistema electoral establece que la relación entre votos y escaños es sustancialmente la misma, es decir, que para elegir a un diputado es necesario obtener aproximadamente el mismo número de votos. Digo aproximadamente por dos razones: primera, porque conseguir la proporcionalidad absoluta votos/ escaños es matemáticamente imposible; y, segunda, porque cierta desviación debida a primar a los territorios despoblados es aceptable mientras no se olvide que los diputados representan a los ciudadanos y no a los territorios. Si esta relación voto/ escaño es desproporcionada se vulnera el principio de igualdad de voto y ello supone una discriminación inaceptable. Para poner un caso claro, esto sucede, por ejemplo, cuando unos partidos necesitan 100.000 votos para obtener un diputado y a otros les basta con sólo 50.000.

Por otro lado, formar gobiernos estables también depende en buena parte del sistema electoral ya que este condiciona el grado de fraccionamiento del Parlamento en distintos grupos. De ahí derivan, muchas veces, las dificultades para formar un gobierno que goce de estabilidad, es decir, con capacidad suficiente para obtener las mayorías necesarias para poder gobernar de acuerdo con el programa expuesto en su investidura.

Sin embargo, dada la actual situación política en España, creo que estas dos respuestas clásicas no bastan y, a la pregunta que formulamos al principio de "¿para qué sirven las elecciones?", debe añadirse una tercera respuesta que también el sistema electoral puede ayudar a solucionar: las elecciones deben servir para seleccionar a representantes técnicamente competentes que mejoren el deficiente nivel actual de los políticos.

Algunos pueden sostener que esta negativa valoración es muy subjetiva y exagerada. Tal vez tengan razón. Pero de lo que no cabe duda es que la percepción ciudadana mayoritaria está convencida de que tal cosa es cierta: en las últimas series de los periódicos sondeos del CIS, los encuestados sitúan a los políticos - cargos públicos y partidos-como la tercera causa de las actuales dificultades de nuestro país tras la crisis económica y el paro, de hecho dos caras de la misma moneda, que en realidad convierten a la clase política en el segundo problema que más preocupa a los españoles.

Hace unos pocos meses se publicó un pequeño gran libro sobre nuestro sistema democrático. Sus autores son dos prestigiosos profesores, Ramón Vargas Machuca y Manuel Pérez Iruela, en colaboración con los jóvenes investigadores Braulio Gómez e Irene Palacios, y su revelador título es Calidad de la democracia en España. Una auditoría ciudadana (Ariel, Barcelona, 2010). Ciertamente se trata de una auditoría dado que su contenido consiste en el resumen y valoración de un amplio sondeo efectuado entre casi tres mil personas debidamente escogidas para que el conjunto resulte representativo de nuestra sociedad.

La conclusión del estudio es alentador por un lado y preocupante por otro. Alentador porque denota un amplísimo soporte a la democracia: el 80% considera que se trata de la mejor forma de gobierno posible y sólo un 6% lo rechaza. La legitimidad de la democracia goza, pues, de buena salud. Sin embargo, en cuanto al funcionamiento de las instituciones, las posiciones son mucho más críticas y expresan un descontento que en las últimas semanas se ha expresado a través de la empatía del ciudadano medio con el movimiento de los indignados.

En el estudio citado, este descontento culmina en el mal concepto que los españoles tienen respecto de nuestros representantes políticos y de los partidos en que se encuadran. No ponen en cuestión ni la legitimidad del Parlamento ni de los partidos - ambos imprescindibles en democracia-sino su forma de actuar, en especial su distanciamiento de los ciudadanos y de sus problemas. Más en concreto, una amplísima mayoría pone en cuestión el monopolio de los partidos en la elaboración de las listas electorales, sin intervención posible de los electores y sin rendición de cuentas posterior,  al final de la legislatura, de los representantes de los ciudadanos.

Todo ello nos conduce a la necesidad de una reforma profunda de nuestra ley electoral, no sólo para que el voto sea igual para todos sino, muy especialmente, para resolver un problema actualmente más acuciante: mejorar la competencia profesional de nuestra clase política. La semana próxima lo abordaremos.

PS. Hoy, 30 de junio, finaliza el plazo fijado por el presidente del Congreso para proceder al nombramiento de cuatro magistrados del TC. Desde hace casi ocho meses dicha cámara incumple un deber constitucional. ¡Qué mal ejemplo!

30-VI-11, Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB, lavanguardia