la paraula del pare

la palabra del padre
J.E. Ruiz-Domènec, lavanguardia/culturas, 16-VIII-06.

En el momento actual, cuando los debates sobre la educación reviven en nuestro país y el tema de los hijos se ha convertido en un problema social y político, e incluso clínico, la publicación de esta antología puede considerarse un auténtico acontecimiento. Lord Chesterfield (1694-1773), bien conocido en el mundo de las crónicas políticas de la época por haber sido gentilhombre de la cámara del príncipe de Gales, afronta con valentía una extensa correspondencia (de cuatrocientas treinta cartas) con su hijo Philip, al que no ve desde hace años, donde registra todos los aspectos notables que una persona educada debe conocer para su bien. Porque se trata de hacer el bien a través de atinados comentarios y de juiciosas observaciones sobre la conducta, el modo de acercarse a las obras de arte, los procedimientos para la lectura de las grandes obras literarias o las maneras de la mesa. Nace, pues, esta obra lejos del terreno de la pedagogía profesional, y no pretende emular Las aventuras de Telémaco de François de Salignac de la Mothe Fénelon, más bien es el resultado de una preocupación por la suerte del hijo en un mundo en transformación. Lord Chesterfield mantiene los gustos de su clase social en juicio ante la historia (luego en Francia lo estaría ante los tribunales populares), y sus cartas responden a un momento de duda ante la moral del gentleman forjada a través de los siglos por medio de los principios humanísticos originados en la Italia del Renacimiento.

No son sin embargo las prédicas edificantes, por lo demás genéricas y sutiles, las que hacen de estas cartas al hijo un libro de robusta osamenta moral, sino el modo directo y natural de expresar que la educación es una cuestión de formas, de decoro>la palabra del padre

J.E. Ruiz-Domènec, lavanguardia/culturas, 16-VIII-06.

En el momento actual, cuando los debates sobre la educación reviven en nuestro país y el tema de los hijos se ha convertido en un problema social y político, e incluso clínico, la publicación de esta antología puede considerarse un auténtico acontecimiento. Lord Chesterfield (1694-1773), bien conocido en el mundo de las crónicas políticas de la época por haber sido gentilhombre de la cámara del príncipe de Gales, afronta con valentía una extensa correspondencia (de cuatrocientas treinta cartas) con su hijo Philip, al que no ve desde hace años, donde registra todos los aspectos notables que una persona educada debe conocer para su bien. Porque se trata de hacer el bien a través de atinados comentarios y de juiciosas observaciones sobre la conducta, el modo de acercarse a las obras de arte, los procedimientos para la lectura de las grandes obras literarias o las maneras de la mesa. Nace, pues, esta obra lejos del terreno de la pedagogía profesional, y no pretende emular Las aventuras de Telémaco de François de Salignac de la Mothe Fénelon, más bien es el resultado de una preocupación por la suerte del hijo en un mundo en transformación. Lord Chesterfield mantiene los gustos de su clase social en juicio ante la historia (luego en Francia lo estaría ante los tribunales populares), y sus cartas responden a un momento de duda ante la moral del gentleman forjada a través de los siglos por medio de los principios humanísticos originados en la Italia del Renacimiento.

No son sin embargo las prédicas edificantes, por lo demás genéricas y sutiles, las que hacen de estas cartas al hijo un libro de robusta osamenta moral, sino el modo directo y natural de expresar que la educación es una cuestión de formas, de decoro: "Un hombre que no goce de una posición sólida y no se haya hecho realmente acreedor a una reputación de sinceridad, honestidad, cortesía y moralidad, puede en su primera comparecencia pública, imponerse y brillar fugazmente como un meteoro, pero está destinado a desvanecerse no menos rápidamente y a extinguirse en medio del desprecio general. Se perdona fácilmente a los jóvenes los comunes desenfrenos, pero no hay indulgencia para ningún vicio del corazón". La vida se concibe como una trayectoria luminosa de causas, efectos, fracasos, éxitos. Siglo XVIII, siglos de las luces, siglo de la Razón. El placer por la acción y la aventura (no olvidemos que estamos en el mundo de Fielding) contrasta con el equilibrio y la ponderación.

La palabra del padre cura todos los espejismos de la audaz adolescencia: no limita sus pasos, sino que los orienta. Por haberse ausentado de esas enseñanzas, el hijo Philip se atraerá muchas desgracias. La primera y la más radical el matrimonio con una mujer undistinguished.Durante algunos años el hijo vivió atrincherado en los brazos de esta mujer irresponsable, vanidosa y egoísta, que le da dos hijos con el único fin de conseguir la herencia de la familia del marido. Una prisión así destruye a los mejores, si no tienen la fortuna de recobrar el sino por medio de la educación que le hace regresar a la distinción como norma vital. Justamente eso que el padre reconoce que no tiene su nuera: una mujer sin distinción, es decir, sin clase. No pensemos que se trata de un gesto aristocrático; es más bien un alegato a favor de las formas en la cultura y la educación. Una persona de clase es una persona instruida, educada, que pondera las acciones y los gestos, que no grita en público (ni en privado), que se mantiene firme ante el envite de los miserables que persiguen siempre la inteligencia. ¿Un alegato misógino, podría pensar algún lector? No en un hombre que aconseja a su hijo que acuda a los salones de París regentados por las damas pues allí "de ordinario encontrarás a las mujeres del beau monde parisino más ilustradas que los hombres a quienes se educa exclusivamente para el ejército en cuyos brazos se les arroja a la edad de doce o trece años".

Tan alejado del presuntuoso libertinaje del siglo XVII como del colorido patético del primer romanticismo alemán, el lenguaje de lord Chesterfield es nítido, incisivo, prudente a la vez que certero, que hacen del conjunto de su epistolario un catálogo de virtudes de un hombre que no confunde el saber con la acumulación desordenada de conocimientos, o la sensibilidad hacia el misterio de la belleza con el simbolismo. A veces la vena humorística llega hasta las controversias de la época, que son también las nuestras, como cuando afirma que "sólo los locos intentan lo imposible", unas palabras que sirven de antesala al comentario que en la vida pública se rige por la perseverancia constante y fría, nunca por la vivacidad y la impaciencia. O como en aquella afirmación tajante "¡que lean los imbéciles lo que los imbéciles escriben!", una muestra de tolerancia no exenta de fina ironía hacia los farsantes e impostores que pululan en la vida intelectual. Nunca deben censurarse sus obras; es mejor que las escriban para que los suyos sean quienes las lean.

Incluso en los aspectos más entrañables se muestra que la palabra del padre cura. La exigencia de un mínimo de gallardía en el comportamiento está ligada con la obligación del honor, "ese maestro universal que debe guiarnos por todas partes"; como el conocimiento de la elocuencia es un objetivo necesario. No saber expresar lo que se sabe es una torpeza indigna del hombre educado: leer las palabras escritas por otro una despreciable infamia, y qué decir de firmar lo que ha escrito otro, un gesto lamentable, de espíritus ruines, miserables. O, en gran medida, el contacto con gentuza, las malas compañías y los placeres vulgares.

No se puede juzgar esta gran obra con estos comentarios sin tomar en consideración esa peculiar manera de entender el mundo de los hombres educados del siglo XVIII partidarios de dejarse atrapar por los juegos acuáticos de Haendel, las felices digresiones de Sterne, los lirismos íntimos de Richardson o los sutiles retratos de Reynolds.