´Los pocos y el resto´, Josep Maria Ruiz Simón

Tras la Setmana Tràgica, Eugeni d´Ors se lamentaba de las dificultades con que topaba el proyecto novecentista de convertir una democracia en una aristocracia. Al día siguiente de los hechos del parc de la Ciutadella, ha habido quien, interpretando que las turbas amenazaban el poder y con el mismo desprecio hacia quienes identificaba como chusma, ha sacado del fondo de un cajón, para oponerlo como un espantajo al "gobierno de los mejores", el concepto de oclocracia. Polibio definía la oclocracia como la tiranía de la mayoría inculta. Según el historiador griego, la oclocracia, producida por la degeneración del régimen democrático, era el peor de los regímenes. Polibio sostenía que todos los regímenes tendían a degenerar. Una vez llegados al peor, está degeneración sería imposible. Sólo quedaría esperar que un hombre providencial se impusiese monárquicamente. Ors acabó encontrando primero en Mussolini y luego en Franco a ese hombre.

La doctrina clásica sobre los regímenes políticos se basaba en la identificación de las partes principales de la ciudad y en la constatación de su relación con el poder. Las partes principales de la ciudad eran los pocos (los ricos) y el pueblo (el resto) y es por ello que esta teoría se fundamentaba, primordialmente, en la oposición entre oligarquía y democracia. Aristóteles, uno de los padres de la doctrina de los regímenes, tuvo el acierto de poner de manifiesto que la lucha entre los ricos y el resto se traducía, en el orden del discurso, en el enfrentamiento entre dos concepciones de la justicia que se veían respectivamente satisfechas cuando aquellos que las mantenían imponían su régimen al cuerpo político. El interés por la doctrina clásica sobre los regímenes había ido disminuyendo durante las últimas décadas en Occidente a medida que crecía la clase media y se extendía una concepción liberal de la justicia hecha a la medida de una nueva clase de mayoría que, a diferencia de las antiguas, podía llegar a creer, sin caer en el autoengaño, en la meritocracia. La democracia representativa debe mucho de su legitimidad, tanto, al menos, como al grado de representatividad de los gobernantes y los parlamentarios, a su capacidad de hacer que la inmensa mayoría de ciudadanos sienta que este régimen satisface de manera suficientemente justa su deseo de verse reconocidos como iguales al resto en dignidad, oportunidades y derechos. No es casual que el interés por aquella vieja doctrina reviva cuando, en pleno proceso de disolución de la clase media, la concepción liberal de la justicia se desvanece ante los ojos de la ciudadanía como un espejismo. Lo que muchos consideran justo vuelve a ser distinto de los que los plutócratas y sus altavoces consideran como tal. Y la crisis actual de legitimidad de las democracias tiene mucho que ver con su dificultad por encarnar una concepción no oligárquica de la justicia.

21-VI-11, Josep Maria Ruiz Simón, lavanguardia