Con el paso a una sociedad mayoritariamente de servicios, la huelga muchas veces no se dirige contra el patrono; y sus daños no recaen sobre la empresa en que trabaja el obrero y que puede perder clientela, sino sobre multitud de ciudadanos que no son partes de ese litigio y encarnan la figura de aquel chiste de Gila: "¡Hombre! ¡Que le dieron a una señora que no era de la guerra!". (Pero ahora no se trata de una señora sola, sino de miles de ciudadanos que, por ejemplo, han de estar en su casa al día siguiente para reincorporarse al trabajo). En este sentido, algunas huelgas de las más clásicas de hoy tienen algo en común con el terrorismo: afectan a personas inocentes que no son partes del conflicto; aunque, sin duda alguna, la afectación es mucho menos violenta que la del terrorismo propiamente dicho. Los servicios mínimos atenúan pero no resuelven este fallo. Y ello va incubando en la sociedad un sentimiento antihuelga que puede acabar perjudicando a esta y privando al obrero de su última arma.
La esperada ley orgánica que complete nuestra Constitución debería tener muy en cuenta este cambio efectuado en nuestra sociedad. La huelga es un derecho del obrero, que la socialdemocracia conquistó (junto con los impuestos) a cambio de aceptar la propiedad privada de los medios de producción. Un controlador aéreo, por ejemplo, no es un obrero, como tampoco lo es un parlamentario. La extensión del derecho de huelga debe ser pensada y razonada más detenidamente.
25-IV-11, José Ignacio González Faus, lavanguardia