´Libis amb cara de hongaresos´, Francesc-Marc Álvaro

Solemne, parlant per a la història, com es fa en aquests casos, Barack Obama ha declarat que "el món té l´obligació de garantir que no es repetiran a Libia matances de civils com les de Bòsnia o Ruanda durant els anys noranta". I el món, fins ara, contempla com els rebels combateixen com poden a las tropes de Gadafi, que guanyen terreny mentre els estats membres del G-8, reunits a París, no aconsegueixen posar-se d´acord per a evitar que el dictador matxuqui al seu poble. L´èpica de l´oposició líbia aixecada en armes és aplaudida per tots els demòcrates occidentals, però d´aquí a recòrrer a la força per a recolzar-la -que seria declarar la guerra al tirà- n´hi ha un tros.

Por eso, más que a los bosnios o a los ruandeses, los libios que se han echado al monte me recuerdan a los húngaros que en 1956, creyéndose los discursos emitidos desde Washington, decidieron jugarse el tipo para acabar con el sistema que convirtió su país en una cárcel. Fueron aplastados por el poder militar soviético mientras las democracias más respetables -que habían alentado la insurrección- se lavaban las manos.

Por ahora, sólo Sarkozy, jugando con la audacia, ha reconocido al Consejo Nacional de Transición de Libia. El resto de los líderes europeos no se mueven, se observan unos a otros y, desde hace unos días, andan muy ocupados reabriendo la carpeta de la energía nuclear, no sea que el tsunami japonés les haga perder las primeras elecciones que pasen por delante. Bruselas va a lo suyo. La desigual guerra que se libra en Libia pinta mal para los que se tomaron en serio las grandes frases de Obama y sus imitadores europeos sobre un renacer democrático. Casi tan mal como para esos jóvenes -siempre son los jóvenes- que agarraron el fusil en Budapest en octubre de 1956 para, una vez fracasado el reformismo de Imre Nagy, aventurarse por el atajo de la historia, que aquellos días fue directo al despeñadero de la tragedia colectiva. El presidente Eisenhower, el mismo que como general había planificado y dirigido el desembarco de Normandía, no envió entonces a los paracaidistas a la bella ciudad donde el Danubio une pasado y futuro. La lógica de la guerra fría se impuso de manera implacable, los sutiles equilibrios del tablero continental tenían un precio, algo que los contrarios a Franco también certificaron en 1959 (tras haberlo comprobado en 1945), cuando Ike visitó España y se abrazó al único socio de Hitler todavía en el poder. Los húngaros se tomaron al pie de la letra las palabras de apoyo que Eisenhower les envió inicialmente, pero todo fue un sueño. Breve. Les tocaba perder, habían cometido el pequeño error de no vivir en Corea.

Húngaros durante la guerra fría, libios ahora. Cambia el contexto, la moda y la retórica, pero no la (probable, posible) decepción de aquellos que se levantan contra un sátrapa esperando que llegue de fuera algo más que bonitas palabras. Salvador de Madariaga, en el prólogo a El libro blanco de la Revolución Húngara,escribe algunas reflexiones que, salvando todas las distancias, encajan perfectamente con la rabiosa actualidad del norte de África:"Pero ¿qué podía haberse hecho?, preguntan los derrotistas. A esa pregunta contestamos nosotros, para empezar, con un proverbio inglés: donde hay voluntad hay camino. En octubre del 56 no faltó camino; faltó voluntad. Y aun cabe afirmar que, de haber habido voluntad, quizá se hubieran descubierto más caminos de los que aquí se otean". El español Javier Solana -Madariaga de segundo apellido- trató de corregir la habitual pasividad europea cuando, estando al frente de la OTAN, decidió bombardear objetivos serbios para evitar la plena culminación de la limpieza étnica impulsada por el régimen de Belgrado en Kosovo y otras zonas de los Balcanes. Todavía hay quien niega que esa acción fuera imprescindible para salvar vidas y evitar que la vergüenza de la Europa oficial tocara fondo. Todavía hay quien, con más cinismo que ingenuidad, desearía hacer la tortilla sin romper el huevo.

La zona de exclusión aérea sobre Libia se hace esperar, lo cual significa que Gadafi sigue teniendo carta blanca para eliminar por tierra, mar y aire a todos aquellos que se han atrevido a desafiarle. Una espera que, me imagino, los demócratas libios no comprenden aunque se lo expliquen cien veces. Por otro lado, como escribía el analista Edward N. Luttwak hace una semana, Obama sabe que, si lidera la intervención, Estados Unidos asume muchos riesgos, entre los cuales no es el menor ser calificado otra vez de país "agresivo, depredador y antimusulmán". Con todo, el realismo que fundamentaba el reparto de las zonas de influencia de los dos bloques durante la guerra fría - y que fue impermeable al romanticismo de unos húngaros dispuestos a burlarse de Moscú-es ahora una materia menos sólida. Ya no habitamos un mundo bipolar con trincheras ideológicas inalterables, más bien nos envuelve una realidad muy fluida y con muchas tonalidades. Lo que ayer parecía hegemonía del islamismo radical más opuesto a Occidente hoy desaparece en beneficio de unas revueltas de corte reformista cuyo programa parece ser democracia, justicia, dignidad y derechos sociales para la mayoría. ¿En qué consiste ahora ser un verdadero realista en política exterior? Sarkozy busca la respuesta mientras se mueve. Otra cosa - la más compleja-es adivinar hasta qué punto los franceses, los británicos, los alemanes o los españoles están dispuestos a gastar recursos y vidas metiéndose en una guerra civil que tiene lugar al otro lado del Mediterráneo. Los húngaros del 56 fueron muy celebrados una vez muertos, hay que recordarlo.

16-III-11, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia