´Los disturbios en Túnez y Argelia´, Tahar ben Jelloun

El jefe de Estado tunecino, Ben Ali, es un antiguo oficial de policía. Su esposa, Leila Trabelsi, que desempeña un importante papel en la sombra, al parecer fue peluquera. Un día, estando en Túnez, donde no me sentía muy a gusto enervado por la presencia policial, y notando que el país vive bajo alta vigilancia, se lo comenté a un amigo. Sonrió y me dijo: "¡Qué se puede esperar de un país dirigido por un ex policía y una ex peluquera!". Pero, más allá de la anécdota, Ben Ali, que tomó el poder en 1987 en un golpe de Estado sin violencia, comenzó a llevar a cabo una lucha sin piedad contra los islamistas para ocuparse luego del crecimiento del país. Para ello no toleró crítica alguna, ninguna contestación ni oposición política. El país ha vivido bajo un puño de hierro: la prensa, amordazada; los ciudadanos, vigilados. El crecimiento económico del orden del 5% anual le aseguró el apoyo de los poderosos y de gran parte de la clase media. A ello añadamos la benevolencia e incluso las felicitaciones de Jacques Chirac y de Nicolas Sarkozy.

Pese a que el turismo funciona bien, el Gobierno no ha logrado reducir la tasa de paro (14% en Túnez capital y hasta el 30% en las provincias). Hay importantes diferencias entre una clase demasiado rica y otra demasiado pobre.

Todos aquellos que han expresado públicamente su oposición al régimen han acabado en la cárcel. Pese a las campañas de la prensa internacional a favor de su liberación, el poder siempre ha sido insensible a estas protestas. Lo que le daba autoridad para mantenerse en estas posiciones duras y sin concesiones es el apoyo casi unánime de Francia en concreto y de los países europeos en general. Todo funciona como el régimen desea: el comercio exterior florece, los turistas acuden en masa… Entonces, ¿por qué cambiar de política y, sobre todo, por qué ceder ante quienes protestan, ante los licenciados universitarios en paro, ante los jóvenes sin futuro, ante las familias pobres y sin recursos?

Ha hecho falta una chispa, un golpe de locura, un drama humano para que la población salga a la calle a expresar su rechazo a este régimen policial: el 17 de diciembre Mohamed Buazizi, un vendedor ambulante de frutas y verduras, se roció gasolina y se prendió fuego en la plaza de una pequeña localidad del centro del país, Sidi Buzid. Moriría tres semanas después. Unos policías le habían confiscado su carretón por razones arbitrarias. Indignado, quiso acabar con todo. El suyo no fue un gesto impulsivo. Este joven de 26 años sufría desde hacía tiempo las vejaciones y el desprecio de los policías. Y contra este desprecio se han manifestado miles de tunecinos durante varios días.

El lunes 10 de enero, en unas manifestaciones en Kasserin (una pequeña ciudad en el oeste del país) se oyó: "Todos somos Mohamed Buazizi". Balance: 21 muertos según el Gobierno, 50 - entre ellos un niño de 13 años-según un sindicalista. Cientos de heridos. Como durante la revuelta del pan, en 1983, el régimen de Ben Ali no cederá. Está desacreditado definitivamente y no debería contar con el beneplácito de los europeos. En un mundo ideal tendría que ser juzgado por un tribunal penal internacional, pero, como ha dicho un responsable francés, "son asuntos internos". No se puede permitir que una dictadura quede impune. Por ahora los tunecinos esperan que la policía se niegue a disparar contra el pueblo. Pero el problema político es la ausencia de alternancia. Ben Ali ha hecho todo lo posible para ejercer el poder solo, en familia, eliminando todo intento de organización política que se le opusiera.

La situación en Argelia no es mucho mejor. El contexto de los disturbios de estos últimos días es distinto. Argelia vive en una tensión permanente desde los disturbios del hambre (octubre de 1988), seguidos por las elecciones de 1990, cuyos resultados no fueron respetados. El freno del proceso electoral que había dado la victoria al Frente Islámico de Salvación desencadenó una guerra civil que causó más de 100.000 muertos. El terrorismo islamista aún perdura y comete crímenes entre la población civil. Actualmente, una subida brutal de los precios del aceite y del azúcar ha provocado manifestaciones de una población que se siente desposeída, humillada y explotada. No se entiende cómo un país tan rico como Argelia (gracias a los recursos petroleros y gasísticos, el Estado dispone de 155.000 millones de dólares en reservas) tiene una población tan pobre. Últimamente una patera con 50 inmigrantes clandestinos, todos argelinos, ha sido apresada.

Los jóvenes, debido al paro y a la desesperación, sueñan con salir del país que aman pero que ha sido confiscado por los militares desde julio de 1962. El ejército nunca ha permitido a los civiles dirigir el país. Nombra a un civil pero son los militares quienes mueven los hilos. Cuando un presidente no militar como Mohamed Budiaf no les sigue el juego, es asesinado (29 de junio de 1992).

Argelia es un país herido. Las secuelas de la guerra de liberación no han desaparecido. El Estado se confunde con el ejército. Pese a ello, no llega a garantizar la seguridad de los ciudadanos. Casi todas las semanas se producen ataques de comandos llamados islamistas. Un joven de cada tres no encuentra trabajo. Un humorista ha comparado este país con un viejo edificio en ruinas: se sabe que hay dinero pro no funciona nada; el ascensor se avería continuamente, la cisterna de agua no funciona, las paredes tienen grietas, la luz se corta a menudo, cuando se funde una bombilla no es cambiada y el conserje es un ex combatiente que tiene ese trabajo justamente gracias al ejército.

Ciertamente, la metáfora es exagerada. Pero medio siglo después de la independencia el país sufre y no ha logrado que sus inmensas riquezas sean fuente de un desarrollo racional. Y sin embargo es un país con intelectuales de gran nivel, periodistas valientes y de gran talento, economistas formidables, gente buena, hospitalaria, generosa y amante de la vida. Pero no funciona. El peso de la historia, el desmesurado apetito de algunos militares, la corrupción, un Estado no consolidado, la Kabilia (la parte bereber de Argelia) en constante contestación al poder central, que siempre responde con la represión, la falta de confianza entre políticos y ciudadanos, la progresión del islamismo identitario y contestatario, todos estos factores han hecho posible una situación explosiva de la que las manifestaciones de estos días han sido una muestra. Como en Egipto, como en Túnez, la gente ya está harta de ser humillada (la famosa hogra)y grita por las calles kifaya (basta).

Si el poder en Túnez y en Argelia no entra en razón, si no sabe responder a los clamores populares más que con la represión y el derramamiento de sangre, es que no ha entendido lo que ocurre. El futuro está cercano al caos, una situación de desesperación que no hará más que favorecer la expansión del extremismo religioso, el fanatismo y la barbarie.

 

13-I-11, Tahar ben Jelloun, escritor, miembro de la Academia Goncourt, lavanguardia