´Feliz Navidad´, Manuel Castells

Miró con un suspiro de alivio la mesa puesta, los candelabros a punto de luz, la cubertería para la ocasión, la envejecida vajilla regalo de boda y la procesión de turrones sobre el aparador. La cena familiar estaba casi lista, tras la carrera habitual para comprar, preparar, guisar y gestionar la estrechez de la cocina y la barahúnda de un piso alterado en su rutina. Apretado contra la tele el arbolito de Navidad con su menguada cosecha de regalos, signo de tiempos de penuria. En un rincón de la estantería, el portal de Belén superviviente de las grandes construcciones del tiempo en que los niños eran niños. Los ex niños se afanaban ahora puntualmente en los últimos preparativos mientras el padre deambulaba sin rumbo haciendo gestos de ayuda que mas bien estorbaban pero que nutrían su autoestima de buen marido.

Una ojeadita al cronómetro del horno le dio un margen de unos minutos hasta el comienzo oficial de los fastos. Cambiarse y pintarse un poco, tal vez un toque de Chanel. ¡Ah ¡pero antes, como de costumbre, una llamada rápida a su hermana. Fue a su cuarto, se acomodó en la cama y marcó el número. De inmediato percibió una voz inusual que pronto rompió en sollozo. El marido quería dejarla. ¿Precisamente en Navidad? Recordó un articulo de ese sabihondo de Castells en La Vanguardia comentando la estadística de que los periodos vacacionales son los más proclives a las crisis de pareja porque contrastan la felicidad oficial con la vivencia real.

¿Habría otra mujer? Sí, claro, ningún hombre se enfrenta a la soledad sin recambio. Pero lo peor, decía la hermana entre congoja y rabia, es que ni siquiera es más joven ni más guapa ni nada muy diferente. Sólo que había sido su primer amor y en la crisis masculina de los cincuenta eso cuenta mucho, es como volver a empezar. No supo cómo reaccionar, no podía articular ni consuelos tontos ni verdades profundas bajo la presión de la cuenta atrás de un horno programado. Dijo cualquier banalidad y, sobre todo, le pidió calma y prometió llamarla más tarde. Se desplazó hasta la silla frente al tocador del dormitorio y se sentó entre abrumada y reflexiva. Así que, de repente, todo podía cambiar, todo ese entramado cotidiano, todos esos planes, esos esfuerzos, esas componendas, esos ajustes, esas memorias, esas hipotecas y estos niños hechos a medias hasta que empezaron a hacerse por su cuenta.

Todo eso podía desembocar en un después que ni siquiera incluía un antes porque el recuerdo es inversamente proporcional a la querencia del recordar. ¿Le podía pasar a ella? No había síntomas y tal como era él, entre comodón y acomodaticio, no lo imaginaba yendo más allá del escarceo ocasional y mediocre en alguno de sus viajes con la empresa. No, su matrimonio parecía atado y bien atado. Y de repente le asaltó una tristeza inesperada. Se dio cuenta de que, precisamente, no había ni habría nada más. Hacía años que todo lo que en un tiempo llamó amor (terrible y ambigua palabra hecha de anhelo y miedo) se había ido convirtiendo en una sombra fugaz contrastada a la rutina de la convivencia negociada, el sexo ocasional de algunos fines de semana y una cierta ternura hacia esa imagen doméstica de su héroe en camiseta y calzoncillos (de punto en invierno).

En realidad, nunca fue su marido el destinatario del amor abstracto o el deseo concreto. Y poco más hubo en su vida, excepto aquel amor turbulento de sus años mozos. Recordó sus ojos negros, su risa franca, la gracia de su figura en el desgarbo corregido por una alegría natural, su conversación superficial pero nada tonta, su constante danza de seducción en torno a ella, la seria, la responsable, la que tenía la vida planificada tras los garbeos quinceañeros, y la decisión tomada de que ella iba a controlar su vida, empezando por ser una buena profesional, ganarse su dinero y tener niños cuando tocara. Y por tanto, un hombre cuando tocara para tener niños. Por eso no pudo ser, aunque le doliera.

Había visto demasiadas mujeres rotas por pasiones tempranas que las frenaron para siempre en sus capacidades. Y había visto a su madre, la más capaz y la más rota. Tuvo vergüenza de encontrarse pensando en la suerte que tenía el marido de su hermana. Volver a empezar. Si se pudiera… Porque ahora estaba convencida de que el amor no existía pero que sin el amor nadie existía, que todas las personas que la rodeaban, menos su marido, claro, cuando entreabrían una rendija de su ser, seguían soñando con lo mismo, con lo que pudo ser, con lo que nunca llegó, con lo que ya nunca llegaría pero que en un recóndito lugar de la mente seguía alumbrando una lucecita de esperanza.

Se miró al espejo. Aún era mujer. Sus ojos marrones y expresivos resaltaban en el óvalo de un rostro en el que las cremas aún contenían los surcos de la vida. Sus canas estaban bien teñidas con un agradable color indefinible que su peluquero (Manolo, como todos los peluqueros) aseguraba que iba bien con su pelo corto y atrevido de profesional sexy. Su tipo había casi sobrevivido su doble maternidad gracias a su disciplinada dieta. O sea que sí, aún estaba de buen ver. Pero ¿para qué? ¿Para quién?

Antes de que pudiera recriminarse su regresión a la adolescencia el zumbido del horno la devolvió a sus tareas. Cinco minutos más y ya estaba todo en la mesa, la familia expectante a su señal. Empuñó su copa de cava. Justo en ese momento una lágrima furtiva se deslizó desde el rabillo de su ojo dejando un sendero de rímel. La secó rápidamente con la servilleta mascullando algo sobre su alergia. La lágrima fue a desaguar en el mar negro de las penas embalsadas por el aburrimiento.

Y, ahora sí, levantó su copa, miró desafiante y espetó un latigazo que le soñó a promesa: ¡Feliz Navidad!

25-XII-10, Manuel Castells, lavanguardia