´La dama innombrable´, Joana Bonet

Aung San Suu Kyi es un nombre difícil al que hemos terminado acostumbrándonos; no en vano repetirlo durante tan largo cautiverio era una forma de afianzarlo, aunque sólo pudiera ser nombrado fuera de Birmania: allí pronunciarlo equivalía a vulnerar la ley. Su delgadez y sus ojos tan abiertos; las flores en el pelo recogido, siguiendo la tradición birmana, y su sonrisa siempre aderezada con un gesto de firmeza han simbolizado el rostro de una injusticia condenada por el mundo entero, pero que la dictadura militar ha conseguido prolongar durante los quince años que ha durado su reclusión.

Uno de sus dones ha sido la paciencia, entendida "como arma política", escribe Ramón Lobo, quien confronta su ejemplo con la urgencia, la ambición y la liquidez de la política actual. Otro ha sido su elegancia, una mezcla de su herencia oxoniense y de un pacifismo ilustrado. Su soledad no ha podido ser más opaca. Durante más de una década no ha visto a sus hijos ni conocido a sus nietos, a pesar de numerosos chantajes. A menudo le prometían la libertad, como un caramelo envenenado, a cambio del exilio; sucedió cuando no pudo acompañar a su marido, enfermo de cáncer, en su agonía. Su compromiso con la lucha por la democracia ha sido su primera y más profunda convicción: "No importa la fuerza física del régimen, al final no podrán detener la libertad". En 1990 ganó las primeras elecciones libres. Y fue arrestada. Cuando al año siguiente le concedieron el Nobel de la Paz, el comité aseguró que era un excelente ejemplo de poder sin el poder.

A pesar de que Birmania fuera pionera en el desarrollo económico del Sudeste Asiático en los años sesenta, hoy figura en las listas de los más pobres y los más amordazados (según Transparencia Internacional es, por detrás de Somalia y Afganistán, el tercer país más corrupto del mundo; y en sus cárceles se cuentan más de 700 presos de conciencia). Ni las condenas internacionales ni las sanciones económicas han significado nada.

Los médicos que la visitaron revelaron que su vida era espartana: meditación, novelas policiacas y chocolate como únicas evasiones. Y un oficial anónimo contó que se levantaba temprano, rezaba, luego caminaba dentro de la vivienda y desayunaba. "También lee o se ocupa de las plantas en el jardín. A veces escucha la radio y otras hace algo de yoga", agregó. Alguien dijo que tocaba Bach al piano y que leía a Chejov.

No va a ser fácil el presente que se le abre a este mito, icono de la libertad y símbolo contra la tiranía. Se ha denunciado que su liberación es una cínica maniobra para desviar la atención de unas elecciones amañadas. Que nadie piense, como ya han señalado algunos seguidores, que se convertirá en reina de las causas humanitarias: seguirá haciendo política. A ver si se lo permitirán, y hasta cuándo.

15-XI-10, Joana Bonet, lavanguardia