´Tot sigui pel negoci´, Joan de Sagarra

Vivo a cuatro manzanas de la Sagrada Família. Cuando me levanto -soy muy madrugadorsuelo ir a la cocina a encender el calentador, y lo primero que veo desde la ventana que da a la calle Roger de Flor son los dos rosetones de las torres de los apóstoles Tomás y Bartolomé (170 metros de altura) que culminan la fachada de la Pasión del templo expiatorio de la Sagrada Família. Vivo en medio de un triángulo formado por el monumento a Mossèn Cinto (aunque en el monumento se lee Jacinto), el monumento a Anselm Clavé y el templo de la Sagrada Família. Y por extraño que parezca, lo llevo bien, bastante bien.

El viernes por la mañana me fui adar un garbeo por los alrededores de la Sagrada Família. Sentía curiosidad por ver como respira el vecindario ante la visita del Santo Padre. En el corto recorrido que va desde la esquina de la calle Rosselló con el paseo de Sant Joan hasta la plaza de la Sagrada Família, vi tan sólo cinco banderas del Vaticano colgando de los balcones, seis banderas catalanas, dos del Barça, una española y tres contrarias a la visita pontificia ("Jo no t´espero"), una de ellas, en la esquina de Rosselló con Nàpols, acompañada de una sábana en la que podía leerse: "Aquí Papa al forn".

Al llegar a la calle Sicília, la cosa empezó a complicarse. Aparecieron las hileras de sillas, las pantallas para seguir la misa del Papa, los cortes de circulación, los autocares de los turistas (que no podían acceder a la plaza) aparcados de cualquier manera… Ya en la plaza, al margen de las hileras de sillas, de las pantallas y de un notable incremento de policías y empleados municipales, parecía un día como otro cualquiera, con la interminable cola de turistas para acceder al templo.

En las terracitas que hay en la plaza (en el lado montaña) se veían algunas pocas mesas (que hoy desaparecerán) ocupadas por turistas que aprovechaban para tomar el sol. En las tiendas de souvenirs, las camisetas del Barça, el toro y la manola seguían imponiendo su ley, mientras la imagen de Benedicto XVI brillaba por su ausencia. Entré en una de ellas y tras fisgonear un ratito apareció una chica que amablemente me preguntó. "¿No andará usted buscando un recuerdo de la visita del Papa?". Y me llevó a un rinconcito, en el fondo de la tienda, donde me mostró unas cucharillas y unos dedales con la figura del Santo Padre. "¿Venden muchos?", le pregunté. "Muy poquitos", me respondió.

Entré en un bar de la calle Sardenya y pedí una caña. En la barra había un vejete que hablaba acaloradamente con una mujer, probablemente su señora esposa. "Saps què et dic, Maria? Que n ´ estic fins els collons del teu Papa i de la mare…!", soltó el vejete, como una criatura recién escapada de una novela de Juan Marsé (que vivió un tiempo en la misma plaza de la Sagrada Família).

Pese al sinfín de molestias que ocasiona la visita del Papa a los vecinos de la Sagrada Família, no creo que su inmensa mayoría suscriba las palabras del simpático vejete. Como le oí decir en cierta ocasión a un pez gordo de la izquierda catalana: "Poca conya amb el Papa". Y llevaba razón. Porque aunque la visita papal fastidie o irrite a un sector de los barceloneses, no es menos cierto que la consagración del templo, de la basílica expiatoria de la Sagrada Família, por el Sumo Pontífice, es la guinda necesaria para la definitiva universalización de la marca Barcelona (de la que el templo es, con el Camp Nou, la imagen más preclara).

El templo expiatorio de la Sagrada Família puede ser muchas cosas, desde una mona de Pascua a una joya arquitectónica, o un disparate genial, pero no hay que olvidar que ante todo es un negoci,un gran negoci,el lugar más visitado de Barcelona (a 12 euros la entrada), y que después de la consagración papal y de la más que previsible elevación a la gloria de los altares de su genial arquitecto, don Antoni Gaudí ("l´heretge Gaudí", como le llamaba mi hermano mayor, Josep Maria Carandell), el negoci va a adquirir unas proporciones gigantescas, y tras los turistas, Barcelona se va a ver invadida de peregrinos llegados de los cinco continentes y, si me apuran, del mismísimo sistema planetario.

Mi buen amigo y colega Valentí Puig escribía recientemente en este diario: "Después de una generación en la que se trucó la transferencia cristiana entre padres e hijos, el catolicismo ya no es el vínculo sino una opción que ha de competir en el hipermercado de la religiosidad". Muy cierto. Pues bien, como barceloneses, como hijos de la Gran Encisera de don Joan Maragall i Gorina; como celosos guardianes del templo de la Sagrada Família, nuestra mejor opción en el hipermercado de la religiosidad no es otra que declararnos catalanes y católicos, de la Iglesia católica, apostólica y romana. Tot sigui pel negoci!

A muchas personas les desagrada el doctor Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI, al que consideran una "figura emblemática del conservadurismo doctrinal", cuando no un simple inquisidor. Quisieran un Papa más cercano, más moderno, menos papista, papófilo o papócrata. Un Papa partidario de la legislación de la eutanasia, a favor de la procreación asistida, partidario del matrimonio de los sacerdotes y de la ordenación de las mujeres. Un Papa, como escribe sarcásticamente Philippe Muray, que llevase al Niño Jesús en el vientre, en un saco, como las mamás canguro ("¡Habemus Mamam!"). Vamos, un Papa al que pudiesen elegir ellos mismos, a su imagen y semejanza... Lo dicho: "Poca conya amb el Papa", y tot sigui pel negoci.

7-XI-10, Joan de Sagarra, lavanguardia