´El problema español´, Juan-José López Burniol

Hará un par de meses, un amigo  -periodista de oficio- me dijo de sus numerosos sobrinos, residentes en tierras de Girona, que "no es que sean independentistas, sino que viven como si ya fuesen independientes". Sus palabras me recordaron las de un político español con responsabilidades internacionales, un año atrás, en uno de sus frecuentes viajes a Barcelona: "Cada vez que vengo oigo, con referencia al tema Catalunya-España, cosas que antes no oía, y todo ello a una velocidad creciente". Es cierto, el viejo problema catalán, uno de los cuatro que tenía España a comienzos del siglo XX -con el religioso, el militar y el agrario-, no sólo es el único que subsiste, sino que se ha agravado. Es recurrente: cada vez que España se libera de la ortopedia dictatorial que compensa la congénita debilidad de su Estado, surge el problema de la estructura territorial de este. Así sucedió en los albores de la Segunda República y de la transición.

La fórmula ideada por la transición para encauzarlo fue incluir en el pacto constitucional originario el diseño básico del Estado de las autonomías, que puso en marcha un proceso de progresiva redistribución del poder político, concorde con el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y respetuoso con la solidaridad interterritorial. Esta fórmula, como toda transacción, se reveló fecunda y ha hecho posible, durante un cuarto de siglo, una etapa de prosperidad. Pero, llegado el momento de desarrollar aquel diseño básico, se inició el jaleo. Unos se enrocaron en una defensa numantina de la intangibilidad constitucional, invocando el nombre de España para preservar su posición de privilegio; otros precipitaron la reforma estatutaria, sin percibir que no se puede excluir a media España de una reforma que, por incidir en el pacto constitucional originario, requiere el concurso de todas las fuerzas que alumbraron aquel.

El fracaso de la política puso en manos del Tribunal Constitucional la solución de un problema - la constitucionalidad del Estatut-que jamás debió llegar a él. Una injustificable demora agravó la situación y, al conocerse la sentencia, quedó claro que esta no resolvía nada. Al contrario, vistas las reacciones, es evidente que se ha desvanecido el consenso básico de la transición y se ha erosionado el pacto constitucional. A partir de ahora, la dinámica política de fondo ya no se regirá en España por normas jurídicas ni se encauzará a través de instituciones, sino que quedará al albur de la relación de las fuerzas en presencia.

Conviene insistir en las hondas raíces de este desencuentro:

1. El debate España-Catalunya es tramposo por ambas partes. La mayoría de los españoles no aceptan que el Estado de las autonomías es el embrión de un Estado federal que hay que desarrollar hasta consolidarlo, sino que lo perciben como un recurso con el que ahormar las aspiraciones de autogobierno catalanas; de ahí la inercia centralizadora de la Administración, la erosión de competencias por la vía de la legislación básica y de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, etcétera. Pero también es cierto que la mayoría de los nacionalistas catalanes reservan sus cartas, porque, más allá de su viejo propósito de refaccionar el Estado, ha latido siempre una soterrada aspiración a la independencia.

2. No hay federalistas ni en España ni en Catalunya. Es habitual oír en Catalunya que resulta imposible la consolidación de un Estado federal por la falta de federalistas españoles.

Cierto; pero tampoco hay muchos federalistas en Catalunya, ya que lo que busca la mayoría de los sedicentes federalistas catalanes es una relación bilateral Catalunya-España, bajo la que se esconde una implícita aspiración confederal.

3. Existe una recíproca negación de base. Muchos españoles no aceptan que Catalunya sea una nación, es decir, una comunidad con conciencia de poseer una personalidad histórica diferenciada y voluntad de proyectarla al futuro mediante su autogobierno; y, a la recíproca, muchos catalanes niegan a España como nación, reduciéndola a la condición jurídica de Estado - Estado español-,cuando lo cierto es que se trata de una nación mucho más fuerte que el Estado que la articula. De lo que se desprende que el conflicto histórico entre España y Catalunya es el choque frontal de dos naciones: una que no ha tenido fuerza para absorber a la otra, y otra que no ha tenido fuerza para desligarse de aquella.

Así las cosas, hoy existe una ruptura sentimental entre Catalunya y el resto de España, manifiesta en la falta de un proyecto compartido y en la ausencia de aquella affectio societatis sin la que toda comunidad resulta imposible. En la actualidad, muchos catalanes se consideran agraviados y muchos españoles se sienten hastiados. Agravio y hastío son malos cimientos sobre los que asentar nada. Hará falta enfriar los ánimos de unos y otros, si se quiere buscar una salida que, sin excluir nada, reconduzca los deseos a las realidades. Y será preciso hacerlo sin una mala palabra, sin un mal gesto y sin una mala actitud.

4-IX-10, Juan-José López Burniol, lavanguardia