ŽEl principio de MillŽ, Josep Maria Ruiz Simon.

Karl Popper, cuyo nombre muchos liberales de boquilla toman en vano, lo llamaba el principio de Mill. Y puede resumirse así: los poderes públicos no pueden obligar legítimamente a nadie a hacer algo o a abstenerse de hacerlo porque consideren que eso es lo mejor para él; el único objetivo que justifica la intervención en la libertad de acción de cualquier miembro adulto de una comunidad civilizada es evitar que perjudique a los demás. Este principio, que John Stuart Mill propuso en 1858 en su obra Sobre la libertad, entronca con las consideraciones puestas en circulación por Kant en un opúsculo de título impagable: En torno al tópico: Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica (1793). Sostiene ahí Kant que, mientras no perjudique a terceros, le es lícito a cada uno buscar la felicidad por el camino que le parezca y que un Estado que, pretendiendo ser benévolo, se salta esta norma cae en el despotismo. El filósofo de Königsberg describía como paternalista este tipo de gobierno en el que los súbditos deben acatar, como niños incapaces de distinguir entre lo que les beneficia y lo que les perjudica, el juicio de los gobernantes sobre lo que es su bien y lo que es su mal. El principio de Mill y el planteamiento de Kant recuerdan algunas cosas que suelen olvidar quienes, a propósito de la burka y el niqab, hablan, instrumentalmente o no, de la dignidad de la mujer.

Una mujer puede vestir con una indumentaria que la oculte de manera voluntaria o forzada. De igual manera, una mujer puede vestir con una indumentaria que no la oculte por su voluntad o contra ella. De acuerdo con el principio de Mill, el Estado sólo debería intervenir, en ambas ocasiones, en el segundo caso. La distancia entre los talibanes afganos que decían defender la dignidad de las mujeres obligándolas a ocultarse contra su voluntad y los políticos o columnistas de por aquí que pretenden defenderla prohibiendo también la ocultación voluntaria es mucho menor de lo que pudiera parecer. Los primeros tratan a las mujeres que no querrían llevar burka o niqab de la misma manera que los segundos a las que quieren llevarlas. En ambos casos, se trata a las mujeres implicadas denigrantemente, como personas incapaces de pensar y elegir por sí mismas, como menores de edad no aptas para decidir dónde radica su dignidad o para practicar como les plazca, si quieren estúpidamente, al igual que el resto de población, la libertad indumentaria. Puestos a buscar excusas para jugar al populismo, la de la seguridad (que alude a daños a terceros) es si no la más creíble sí la más presentable. Muchos liberales de boquilla harían bien en acordarse de vez en cuando del principio de Mill. Si lo hicieran, tal vez podrían decir algo con sentido cuando, citando a Popper, hablan de la sociedad abierta y sus enemigos. Argumentar como un talibán no es la mejor manera de defender la sociedad abierta.

15-VI-10, Josep Maria Ruiz Simon, lavanguardia