´Tras la ´Rusia de Weimar´´, Niall Ferguson

Tras la 'Rusia de Weimar'

¿Futuro? ¡No hay tal! Sólo existen futuros, en plural. Se da prácticamente por sentado que los historiadores se circunscriben al estudio del pasado, pero mediante analogías establecidas entre el ayer y el hoy a veces pueden apuntar en dirección a plausibles mañanas.

Hace siete años, la economista Brigitte Granville y quien esto firma publicamos un artículo en el Journal of Economic History titulado "Weimar a la orilla del Volga" en el que argüimos que la experiencia de la Rusia de los años noventa del siglo XX presentaba numerosas semejanzas con la experiencia de la Alemania de los años veinte del siglo XX. Nos centramos en el impacto de una altísima inflación para sugerir a continuación que obedecía a causas y consecuencias similares en ambos casos. Es decir, intentamos explicar que en ambos casos un país de posguerra, postimperial y posrevolucionario trataba de evitar el escollo del elevado desempleo recurriendo a un gasto generoso...

Al propio tiempo, poderosos grupos de presión del mundo de la empresa aprovechaban la debilidad del gobierno para evadir impuestos. Y, para empeorar las cosas, había que encontrar dinero como fuese para pagar los intereses de una amplia deuda externa (reparaciones de guerra en el caso alemán, deuda de la era soviética en el caso ruso). Sólo cabía financiar el déficit gubernamental en alza recurriendo a la impresión de papel moneda. Y mientras la población iba perdiendo la confianza, los precios no paraban de subir.

La crisis inflacionaria resultante minó la credibilidad no sólo en el valor del dinero sino también en una democracia en ciernes que se convertía en el chivo expiatorio responsable de todos los males.

Es ocioso recordar que ninguna analogía histórica es exacta y cabal. La moneda rusa no se hundió tan profundamente como la alemana en 1923, aunque la tasa anual de inflación se acercó en Rusia al 300% en enero de 1992. Pero nuestra corazonada, si se quiere hablar así, era que los traumáticos episodios económicos de los años noventa demostrarían ser tan dañinos y perjudiciales para la democracia rusa como lo había sido la hiperinflación para la democracia alemana setenta años antes.

Y concluíamos: "La inflación durante la república de Weimar - por obra y gracia del descrédito del libre mercado, del imperio de la ley, de las instituciones parlamentarias y de la transparencia económica internacional- resultó ser el perfecto semillero del nacional (ista) socialismo. En Rusia, asimismo, los inmediatos costes sociales de la elevada inflación pueden acarrear serias consecuencias políticas a medio plazo. Como en la época de Weimar, los perdedores pueden convertirse en el futuro en el partido natural a la misma raíz de una posible reacción violenta dirigida tanto contra los acreedores extranjeros como contra quienes sacan partido de la crisis en el propio país".

Siete años después, la verdad es que el hombre que sucedió a Boris Yeltsin mientras nuestro artículo iba camino de la imprenta se esfuerza por dar carta de naturaleza a nuestro análisis de entonces... El imperio de la ley constituye la piedra angular tanto de la democracia liberal como del orden internacional. No obstante, hace poco el Gobierno ruso ha mostrado su desprecio por el imperio de la ley al negarse terminantemente a extraditar al principal sospechoso del caso de Alexander Litvinenko, envenenado en Londres el pasado mes de noviembre. La Fiscalía de la Corona británica (Crown Prosecution Service, CPS) manifiesta que posee pruebas suficientes para acusar a Andrei Lugovoi. Pero los rusos sostienen que entregar a Lugovoi sería inconstitucional.

Podría ser, además, comprometido. El mundo, por fin, podría saber cómo diez microgramos del letal isótopo radiactivo polonio 210 viajaron desde una instalación nuclear rusa hasta una taza de té en el Pine Bar del Millennium Hotel de Londres donde con suma probabilidad Litvinenko los ingirió. Existen dos posibilidades. O el Gobierno ruso ordenó el asesinato de Litvinenko o - no mucho más halagüeña- el Gobierno ruso no controla sustancias letales producidas en sus reactores nucleares.

Resulta tentador considerar la porfía acerca de la extradición de Lugovoi como un breve capítulo más de la larga y raramente feliz historia de las relaciones anglo-rusas. Como sucede a menudo, parece ser sólo un caso más de toma y daca. Si no extraditamos al magnate ruso exiliado Boris Berezovsky, que se jacta públicamente de tramar el derrocamiento de Putin, ¿por qué deberían extraditar los rusos a Lugovoi?

O bien cabe enmarcar la disputa en cuestión en un contexto mucho más amplio interpretándola como parte de una nueva guerra fría que parece haberse declarado entre Rusia y Occidente. La lista de recientes manzanas de la discordia es larga: la invasión de Iraq por parte de EE. UU., la ayuda de Rusia a Irán, las baterías antimisiles estadounidenses en el este de Europa, los oleoductos rusos en Kazajstán... Yla retórica consiguiente se está enfriando aún más. Tan sólo hace tres meses oí el discurso de Putin en Munich en el que advirtió clara y abiertamente que el "superempleo de la fuerza" por parte de EE. UU. estaba "sumiendo al mundo en un abismo de conflictos permanentes".

Sin embargo, no se trata de una segunda edición de la guerra fría. A diferencia de los años cincuenta y sesenta, Rusia no es un país que confíe en sí mismo, sino un país falto de seguridad. Depende de su exportación de recursos naturales y no de su capacidad y preparación para igualar el nivel y los logros tecnológicos de EE. UU. Es una potencia menguante y su población disminuye tan rápidamente que para el año 2050 habrá más egipcios que rusos. El valor de la comparación con la Alemania de Weimar radica en que evoca y refleja los peligros de una reacción virulenta contra tal fragilidad.

Por descontado, Vladimir Putin no es Hitler. Ex oficial del KGB y no precisamente humilde cabo bávaro, Putin es tan frío y calculador como Hitler era inquieto e impulsivo. Para Hitler, la economía alemana era únicamente el lacayo de su voluntad megalomaniaca. Putin, por el contrario, es real y efectivamente el presidente de Rusia, Sociedad Anónima y el principal accionista de un sistema que se asemeja crecientemente a lo que los teóricos marxistas-leninistas condenaron un día en Occidente como capitalismo monopolista de Estado.Además, Putin goza de ventajas por las que Hitler había de pelear: gran espacio vital y, principalmente, gas y petróleo abundantes.

Sin embargo, la ejecutoria de Putin sigue recordando de forma alarmante la reacción violenta del citado periodo alemán, como si de un Weimar a la orilla del Volga se tratara y que predijimos hace siete años: una reacción violenta dirigida tanto contra los acreedores extranjeros como contra quienes sacan partido de la crisis en el propio país, explotadora de la pérdida de confianza de la sociedad no sólo en el imperio de la ley sino también en el libre mercado, las instituciones parlamentarias y la transparencia económica internacional.

Como previmos en su momento, una de las primeras iniciativas de Putin consistió en lanzar una campaña contra los oligarcas (reconocidos maleantes) que habían sido los principales beneficiarios de las privatizaciones de Boris Yeltsin, metiendo entre rejas a Mijail Jodorkovsky y destruyendo su empresa petrolífera Yukos. Tras forzar a los otros oligarcas al exilio o la sumisión, Putin se aplicó a la tarea de renacionalizar los recursos energéticos de Rusia mediante los gigantes Gazprom y Rosneft controlados por el Estado. Los inversores extranjeros también han acusado el golpe. Tras reducir la participación de Shell en los yacimientos de petróleo y gas de Sajalin-2, Moscú parece ahora decidido a hacer lo propio con BP, muy interesada en el yacimiento de gas de Kovikta. Como en casos precedentes, la táctica consiste en acusar a la empresa extranjera de infringir los términos ASTROMUJOFF de los permisos concedidos para operar. Y todo lo que resta por decidir es la participación que Kovikta BP habrá de ceder a Gazprom.

En apariencia y bajo el mandato de Putin, Rusia ha seguido siendo una democracia. Sin embargo, no hay que engañarse sobre la erosión de los fundamentos de la democracia bajo su presidencia. En nombre de la democracia soberana,la elección de gobernadores y presidentes regionales ha sido reemplazada por un sistema de designación presidencial. Los grupos de la oposición ya no pueden actuar libremente. El campeón de ajedrez Gari Kasparov y otros 26 activistas antigubernamentales no pudieron subir a un avión con destino a Samara, donde se reunían líderes rusos y europeos. Bajo el control vigilante de Putin se ha observado asimismo una disminución apreciable de la libertad de prensa. Los tres principales canales de televisión (Canal Uno, Rosilla y NTV) se hallan bajo control directo o indirecto del Gobierno y los periodistas que se enfrentan a las autoridades ya no pueden sentirse a salvo. Hace tan sólo ocho meses, la periodista de investigación Anna Politkovskaya fue asesinada en la puerta de su casa; una de los 14 periodistas asesinados desde que Putin accedió al poder.

Volviendo al principio, el futuro no es tal, sólo futuros. Un futuro imaginable es que después de que Putin abandone el poder (si así sucede) el año que viene Rusia adopte un rumbo político más abierto, aunque personalmente yo no apostaría por eso. Un futuro más plausible consiste en que Rusia, tras haber sofocado en mayor o menor medida las discrepancias internas, se halla dispuesta a desempeñar ahora un papel más vigoroso y enérgico en el escenario internacional. Recuérdese: fue Putin quien restableció el antiguo himno nacional soviético en el año posterior a su acceso a la presidencia de la Federación Rusa. Y fue él quien describió la caída de la Unión Soviética como una "tragedia nacional a escala enorme".

Constituiría aún una mayor tragedia que él o su sucesor trataran de alguna manera de restaurar ese funesto imperio. Por desgracia, tal es el panorama, que la analogía con el periodo de Weimar viene a pronosticar qué sucederá a continuación.

lavanguardia, 1-VI-07.