´Cursis, todavía´, Xavier Antich

Es realmente difícil no sentir un sincero desasosiego ante algunas de las noticias que centran estos días la atención de la llamada "política española". Me refiero, claro está, a las actuaciones de esos dos supuestos pilares del poder judicial que son el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Por un lado, el encausamiento del juez Baltasar Garzón a raíz de una denuncia de Falange Española y, por otro, la incapacidad de emitir sentencia respecto a la constitucionalidad del Estatut. Pero hay más: por citar sólo un ejemplo, el escándalo del caso Egunkaria,indicativo por sí solo de la perversa politización de la justicia en el Estado español, si no de su colapso estructural y sistémico. Hablar todavía de "justicia" en estas condiciones, como algo esencialmente separado del poder legislativo y ejecutivo, es, cuando menos, a todas luces, una parodia, por no decir un sarcasmo. No deseo entrar en el análisis de ciertos argumentos que algunos analistas de La Vanguardia han venido planteando con juicio y rigor durante estas semanas, ni en el comprensible estupor que, sobre todo el primer caso, ha causado a la prensa más rigurosa del panorama internacional, que asiste incrédula a una muestra de esa "singularidad" española que, durante el franquismo, convirtió su excepcionalidad política y cultural ("España es diferente") en lema turístico para atracción de visitantes.

No me parece inoportuno acercarme a ambos fenómenos desde una perspectiva estética. Y no por frivolidad, pues es posible sostener, de la mano de pensadores como Adorno o Agamben, que la estética es el ámbito donde hoy se ventilan algunas de las más esenciales cuestiones políticas. En realidad, tal vez fue Walter Benjamin el primero que, ante el auge del fascismo en los años treinta del pasado siglo, ya se ocupó de llamar la atención sobre la estetización de la política como el rasgo más relevante de los oscuros tiempos que iban a llegar. Ahora tal vez sea posible acercarse a esa casta hierática y circunspecta de la cúpula togada del sistema judicial español, capaz de sentar en el banquillo a un juez que investiga los crímenes del franquismo o incapaz de evaluar la consitucionalidad de una ley, para analizarla, no como una excepción o una extravagancia de la vida política y cultural española, sino acaso como una de las más emblemáticas manifestaciones de su esencia: la cursilería.

Cursis, sí. Y eso no es poca cosa, ni un mal menor.

Tampoco es un insulto, sino sólo un intento de descripción. Acaba de aparecer en castellano la traducción de un estudio espléndido escrito por Noël Valis, catedrática en la Universidad de Yale: La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna (Antonio Machado Libros). Tras la lectura, a mi juicio de gran utilidad para entender algunas de las paradojas actuales, bien podría decirse, parafraseando a Gómez de la Serna, que la justicia actual en España es la cursilería elevada a arte. Y eso, aparte de que pueda provocar en primera instancia la risa, reviste una especial gravedad.

A nadie debería extrañar la invocación de la cursilería, pues ya Ortega y Gasset, otro cursilón malgré lui de tomo y lomo, sentenció que "si se analizase, lupa en mano, el significado de cursi se vería en él concentrada toda la historia española de 1850 a 1900". Ortega, como en tantas otras cosas, también se equivocó en esto: Noël Valis muestra hasta qué punto la cursilería define a la cultura española hasta nuestros días "porque es un signo histórico recurrente de los procesos irregulares de modernidad que han caracterizado a la España de los siglos XIX y XX". Y el meollo de la cuestión está ahí: lo cursi tiene que ver con la dificultad "española" de acceso a la modernidad, a causa de un proceso, continuamente interrumpido, de puesta al día. Ello tiene que ver con muchos factores: por supuesto, con la ausencia de una Ilustración digna de este nombre, pero también con la percepción, unánime entre los historiadores hasta hace poco, del Estado español como una especie de aberración del modelo europeo de desarrollo industrial y social. También, claro está, con la pervivencia del oscurantismo y con el poder todavía presente y activo de la Iglesia católica entre nosotros, así como con los restos de lo que, algo eufemísticamente, puede denominarse todavía como "franquismo sociológico". En este contexto, hablar aquí de "separación de poderes", tal vez una de las piedras de toque de los procesos de modernización ilustrada, produce más pena que risa.

Lo cursi surge de la desincronización entre modernidad y obsolescencia, justo en ese desfase que se produce entre la modernidad de los países del entorno y la pervivencia aquí de formas políticas y culturales que, en otros lugares, ya han sido dejadas definitivamente atrás. Y esa cacofonía es la que no ha dejado de oírse aquí desde el siglo XIX: haberse quedado atrás, una y otra vez, y no ser capaz de ponerse al día. Y, sobre todo, de forma pretenciosa y afectada, hacer ver que sí, que ya estamos al corriente, que hacemos lo mismo que los otros, que ya somos "modernos", "ilustrados" y "homologados" a todos los demás. Eso, en el fondo, es la cursilería: el ansia de aparentar aquello que todavía no se es. Como expresa en toda su crueldad el lenguaje común, "querer y no poder", sin que ello permita salvar el abismo entre las apariencias y la realidad. Estamos aún en un pasado remoto que los países de nuestro entorno hace tiempo que han abandonado, pero aparentamos habernos instalado ya en esa modernidad que deseamos. Puro deseo impotente. Habrá que empezar a decirlo claro: la modernidad, aquí, es algo todavía por delante, un proceso truncado.

Eso es, pues, buena parte de la cúpula de la justicia en España: cursis. Cursis, luego peligrosos. Ojo con ellos. Porque además, creyéndose infalibles, se pretenden intocables. Casi no puede ser peor.

19-IV-10, Xavier Antich, lavanguardia