´Horror constante más allá de la muerte´, Antoni Puigverd

La casualidad ha querido que la noticia del proceso al juez Garzón me atrapara leyendo un libro estremecedor sobre la violencia anticlerical en 1936. El preu de la traïció (editorial Pòrtic) relata la violenta cacería que sufrieron los religiosos maristas en la zona republicana, respecialmente en Murcia y Catalunya. Perseguidos y asesinados sistemáticamente, tenían que vivir en clandestinidad, sus colegios y residencias confiscados. Solicitaron en vano piedad a las instituciones republicana y autonómica , cuya incapacidad para contener  a los sangrientos Comitès de Milícies Antifeixistes es conocida. Los maristas buscaron ayuda entre quienes facilitaban la huida de religiosos. Pero nadie pudo o quiso ayudarles. En esas estaban, cuando unos dirigentes de la FAI idearon un plan destinado a sacar rendimiento pecuniario del exterminio. Los engañaron con la promesa de conducirlos sanos y salvos a la frontera, previo pago de 200.000 francos. El chantaje y la brutal inocentada fueron el sádico prólogo de la muerte de los maristas. Miquel Mir y Mariano Santamaría, autores del libro, sostienen documentalmente que el dinero cobrado por Aurelio Fernández, jefe de las patrullas de la CNT-FAI, acabó en manos de Josep Tarradellas, a la sazón conseller de la Generalitat, que lo destinó -¡cruel paradoja!- a armar a las patrullas de control.


Este trágico y vergonzoso episodio de nuestra guerra no difiere mucho de los que sufrieron los republicanos asesinados con extrema impiedad por patrullas falangistas o caciquiles en la zona ocupada por el ejército de Franco. Armados con fusiles y una lista de rojos elaborada por vecinos de Pajares de Adaja (Ávila),unos falangistas aparcan el 20 de agosto de 1936 su furgoneta en la plaza de dicho pueblo. Encuentran a siete de los nueve señalados, una mujer entre ellos, y los matan en una cuneta de Aldeaseca. Antes de irse, obligan a un vecino a recoger los cuerpos y a enterrarlos en un pozo. 23 años después, otro grupo de hombres, cumpliendo órdenes de jerarcas franquistas, desentierra los cadáveres y los traslada al Valle de los Caídos. Los huesos de aquellos muertos, que sus familiares, ignorantes de su paradero, no podían enterrar, acabaron de rellenar la inmensa cripta del mausoleo construido por prisioneros del bando perdedor. Franco lo ideó en 1940 para inmortalizar su victoria y honrar solamente a los muertos de su bando. Esta anécdota, común a tantas otras, trasluce obcecación criminal y voluntad de exterminio. Y trasluce algo peor: la voluntad de dominar al vencido más allá de su desaparición física. Con esta apropiación de los cadáveres, el célebre verso de Quevedo queda trastocado en tiempos de Franco. Se impone el "terror constante más allá de la muerte".

Lo mismo hacían los comités en el otro bando: apropiándose de los cadáveres, intentaban borrar su rastro, impedían a los familiares el consuelo de enterrarlos y se erigían en agrimensores de la nueva memoria revolucionaria. Anarquistas y falangistas, burócratas de la revolución o de Franco arbitraban, no solamente sobre la vida y la muerte de sus contemporáneos, sino también sobre el futuro: sobre la memoria que los descendientes íbamos a tener sobre aquella indecible y estúpida tragedia.

La memoria, por tanto, es la clave de la reconciliación (y, mucho cuidado, sin reconciliación sigue abierta la posibilidad del retorno a las andadas). La memoria nos obliga a reconocer  a todos los muertos. Y si quiere ser verdadera, no puede convertirse en una reedición de la guerra por otras vías. Los perdedores de la contienda no deben ser convertidos en héroes de leyenda ni sus cadáveres deberían ser usados por la izquierda de hoy para derrotar a los descendientes de los vencedores de ayer (este es el peligro de la celebración partidista de la llamada memoria histórica).Y los herederos de los vencedores no deberían buscar una nueva humillación de los perdedores y de sus descendientes, negándoles el inalienable derecho de reencontrar a sus muertos (quedan todavía muchos por redescubrir) y enterrarlos con la máxima dignidad. A la luz de los vítores con que ha sido recibido el procesamiento de Garzón, parece evidente que muchos descendientes de los ganadores, pasados los años de repliegue, están descarándose, bravíos y desafiantes: siguen creyendo que la victoria de sus ancestros fue justa, y necesaria la dictadura que siguió a la Guerra Civil.

Garzón ha cometido muchos errores en su vuelo de estrella; y merece más de un rapapolvo, también por su burda investigación, objeto ahora de procesamiento. Pero el auto del juez que lo procesa, Varela, es una interpretación estrictamente formal de tal investigación. Una investigación iniciada por Garzón, no se olvide, a instancia de familiares de republicanos desaparecidos en fosas del franquismo. La suerte de aquellos cuerpos y el dolor de sus descendientes no parecen inquietar ni a Varela ni a los que le vitorean. Ni tampoco el hecho de que los acusadores de Garzón sean falangistas que reivindican el honor de un bando construido sobre el horror. Este nuevo lío jurídico será fuente de desencuentros de gran calado emotivo. Echamos en falta líderes que piensen en grande. Líderes de izquierda que sientan la necesidad de reconocer también a los maristas asesinados. Líderes de derecha que luchen para recuperar los cuerpos de aquellos españoles atados todavía al insomnio de unas fosas sin nombre.

12-IV-10, Antoni Puigverd, lavanguardia