´Dejad que los niņos...´, Anton M. Espadaler

Me comenta un ilustre vaticanólogo que la espeluznante sucesión de casos de pederastia que se están destapando en la historia reciente de la Iglesia no es casual, sino que debe enmarcarse en un amplio proceso que tiene por objeto forzar la renuncia de Benedicto XVI. Los promotores, según esta fuente a la que concedo la máxima fiabilidad, se alinearían entre lo más reaccionario del clero. No diré que no, no sólo porque mi informante nunca me ha fallado, sino porque en las sociedades cerradas la tendencia a la conspiración es consustancial. Ahora bien, y dando por ciertos estos movimientos, se debe reconocer que la inmensa maldad de la conjura (a ellos iría dirigida la frase, de otro modo desafortunadísima, de "el que esté libre de culpa…") no logra atenuar ni en un gramo la inmensa gravedad de los hechos que están saliendo a la luz. Y esperemos, porque en el mapa del mundo hay sorprendentes espacios sin mácula.

Dejo de lado, puesto que el asunto me supera, qué ha de significar para una doctrina que hizo de los niños el modelo de creyente - por su pureza, porque era necesario que los niños se acercaran a Dios, cumpliendo su palabra, porque a todas horas se repetía que había que ser como niños-el conocimiento de estas conductas execrables. Y qué ha de significar para una tradición doctrinal que durante siglos hizo del sexto el único mandamiento, desquiciando, como aseguran los historiadores, a toda la cristiandad. Y que para quienes siguieron a ciertos guías espirituales confiados no sólo en sus ideas, sino en lo que para la Iglesia es aún superior, que es su ejemplo de vida.

Me conformo, sin embargo, con señalar un puntito. Me refiero a la manera de encarar estos crímenes en los tiempos presentes. Antes, cuando la Iglesia debatía un problema dogmático - pongamos el catarismo-recurría tranquilamente al poder secular y no se andaba con chiquitas. Así organizó una cruzada contra cristianos no romanos y les prendió fuego al por mayor en Béziers, arguyendo que ya Dios distinguiría a los suyos en el hermoso trayecto que iba de las llamas al paraíso. Y cuando el poder secular la emprendió con una orden religiosa - pongamos el Temple-abrió sus investigaciones y aunque desmintieran al poder civil, apenas alzó la voz y dejó hacer. En el caso de los templarios, toleró que el rey de Francia se incautara en una noche de órdago de los bienes de la orden, dando el visto bueno a una desamortización que ni la de Mendizábal. Luego apretó al rey de Aragón, que no lo tenía tan claro. Tiene su miga que la acusación más grave, y nunca probada, contra los caballeros devotos de san Bernardo fuera la de sodomía.

Como estamos si no en las mismas en las parecidas, no acabo de entender por qué no se siguen en nuestros días tan bellos ejemplos. Civilizada y evangélicamente puestos al día, claro está.

10-IV-10, Anton M. Espadaler, lavanguardia