´¿Quién tiene miedo a que se vote?´, Oriol Pi de Cabanyes

El proceso de consultas por el sí o por el no a tener un Estado propio (ya que el Estado español no es percibido como aliado por cada vez más contribuyentes) expresa una fuerte corriente de fondo que sacude la política catalana. El autonomismo se va quedando sin apoyos y los partidos que hasta ahora han venido gestionando la situación van quedando en evidencia, cada vez más sobrepasados por un poder civil autoorganizado que plantea a partir de la radicalidad democrática la superación del actual estado de cosas.

Mientras, los miembros y las miembras del Tribunal Constitucional andan buscando aún poder salvar la cara (y la de quienes los nombraron) con una sentencia que promete ser todo un guiso de liebre sin liebre: prolija, farragosa, y con aquel punto de ambigüedad capaz de perpetuar "la debida confusión" entronizada hace ya treinta años así como procurando conseguir nuevamente (entre quienes de inmediato se lanzarán a competir por ser los intérpretes de su letra pequeña) lo que tan bien define aquel viejo proverbio inglés aplicado a la política: "Que ellos mismos vayan trenzando una cuerda lo suficientemente larga como para colgarse con ella".

Esto de "la debida confusión" (para que se note el efecto sin que se advierta el cuidado) se cuenta de uno de aquellos trileros de la política de la vieja escuela, un tal Sánchez-Toca, que fue presidente del Senado y ministro de Gracia y Justicia con Antonio Maura. Se ve que después de estampar su firma, eructaba, complacido, a su secretario: "Creo que este decreto está redactado con la debida confusión".

No es de recibo que se quiera seguir jugando a este juego típico de la politiquería. La situación requiere claridad, argumentos, respeto. Ya basta de tanta cicatería y de tanto embrollo jurídico. Porque a la negación de Catalunya como sujeto político, llámesele o no nación, se corresponde lógicamente la negación de España como Estado compartible (o no).

Hay que recordar a todos aquellos que querrían limitarla que la fuerza (y la legitimidad) de la democracia reside en el voto. ¿Quién tiene miedo a que el votante se pronuncie en las urnas tantas veces como sea necesario? Parece más que evidente que la confianza en una sentencia "favorable" o el temor a una sentencia "desfavorable" han perdido ya todo interés para una parte muy significativa de la población.

16-XII-09, Oriol Pi de Cabanyes, lavanguardia