īCharnegosī, Clara Sanchis Mira

Tengo un compañero nacionalista catalán y un compañero nacionalista español. El primero lo dice y expone sus convicciones. El segundo no se define como tal, pero su defensa del españolismo peninsular es evidente. En cuanto a mí, ninguno de los dos me cree. El lugar en el que me sitúo, ni en un lado ni en el otro, no tiene cabida en su realidad. Mis ideas son invisibles. Es como si no existiera, o lo que es peor, como si estuviera fingiendo. No tengo sentimientos nacionalistas de ninguna especie, les digo, pero no me creen. A ti lo que te pasa es que eres catalanista, dice el nacionalista español cuando defiendo la lengua catalana o me asusto con sus ideas de unidad territorial. Lo mismo me pasa con el nacionalista catalán. Tú en realidad eres españolista, dice cuando percibe mi falta de interés hacia su idea de nación. No es verdad, me rebelo, el concepto patriótico me es completamente indiferente. Dices eso porque en tu cabeza Catalunya está engullida por España, y ni lo ves. Mentira, me desespero, se puede ser persona sin sentir apego a un territorio. La idea de España me motiva tan poco como la de Catalunya, ¿cómo quieres que te lo demuestre?, ¿cojo una bandera española y hago pedorretas?, ¿me la pongo en la cabeza y canto La marsellesa? Todo eso digo. Y más cosas que no sería pertinente transcribir aquí, escatológicas. Pero me mira como si estuviera ocultando algo. No entiendes que me importe que Catalunya se signifique como nación, insiste, porque a ti te parece que las cosas están bien como están, y eso quiere decir que en el fondo eres españolista. Me deja noqueada, es un buen argumento. Pero es que yo no digo que no entienda que haya personas que sientan cosas que yo no siento, ni que no tengan todo el derecho a reivindicar lo que creen. Sólo digo que no comparto ese sentimiento, en ninguna de sus caras; es más, los nacionalismos, si te soy sincera, me asustan. Y le cuento una cosa que me pasó al llegar a Barcelona a los cuatro años.

Mis padres se trasladaron en los años setenta, atraídos por la fuerza cultural y el progresismo de Catalunya. En el túnel del franquismo, aquí había luz. A mi hermana y a mí nos llevaron a una guardería de habla catalana para que aprendiéramos el idioma, deseosos de formar parte de una cultura que admiraban. Yo era muy pequeña y me adapté bien, pronto fui una catalana más. Pero mi hermana, algo mayor, tuvo dificultades para cambiar la gramática que ya había empezado a estudiar en castellano. Recuerdo que los de mi clase teníamos una banda que defendía a mi hermana cuando otros niños la perseguían en el recreo llamándola charnega. En la fiesta de fin de curso, invitaron a los padres. Cuando vi llegar a los míos, corrí hacia ellos, agarré la falda de mi madre y le pedí que sobre todo no dijera que éramos castellanos. Lo cierto es que éramos más bien valencianos, pero mi esquematismo geográfico ya estaba así. Para mi cabeza de cuatro años, no ser catalana era un descrédito. Nos sacaron de aquella escuela. Una pena, porque fuimos a un colegio en el que aprendimos la lengua peor. Felizmente mezcladas con catalanes y charnegos, eso sí. Muchas veces he pensado que estas cosas son el fruto de muchos años de opresión. Y si tuviera que elegir entre el nacionalismo de un pueblo sometido y el de otro que somete, no hace falta decir que defendería el primero. Pero me preocupan los dos. Creo que es un sentimiento excluyente con el que se corre el riesgo de acabar clasificando a las personas por categorías, según su denominación de origen.

Ami compañero nacionalista español ni se me ocurre contarle esta historia, no quiero darle argumentos que pueda tergiversar. El nacionalista catalán escucha sin decir nada, pero me sigue mirando igual. Como si no me viera. Por cierto, le digo, respecto al Estatut, yo deseo una sentencia favorable. No sé si me oye.

4-XII-09, Clara Sanchis Mira, lavanguardia