´Diagnóstico: corrupción´, lavanguardia

Jordi Pujol, ex presidente de la Generalitat, concedió días atrás una entrevista al programa Àgora de la televisión pública catalana, durante la cual afirmó que si se entraba en el tema de la financiación de los partidos "todos nos haríamos daño". Estas declaraciones han sido muy comentadas en el seno de la sociedad catalana. Yno es de extrañar. En primer lugar, porque desde hace semanas y meses la ciudadanía asiste con creciente desasosiego a la revelación de una interminable serie de casos de corrupción. En segundo, porque las palabras de Pujol admitían una interpretación en clave de advertencia o de invitación a mantener las cosas como están.

Sería bueno determinar a quién engloba el "todos" al que aludió el ex president. Si se refiriera a todos los partidos políticos sería una cosa; pero si se refiriera a todos y cada uno de los miembros de nuestra sociedad, sería otra. La percepción más extendida es que se refiere a los partidos. Porque entre el conjunto de la población cuyos criterios no están sometidos a los intereses partidistas quizás domine la idea de que la mejor manera para evitarnos daños no pasa por mantener el actual estado de cosas, sino por erradicar la corrupción que asoma cual punta de un enorme iceberg. Dicho de otro modo, la población es tan consciente de que la corrupción es un fenómeno complejo, antiquísimo, como de que en el delicado momento actual, con los más extremos efectos de la crisis por llegar, la mejor manera de hacerse daño es mirando hacia otro lado... Como si nada de lo que está desanimando, decepcionando y descorazonando a los ciudadanos exigiera severa censura y rápida enmienda.

Los médicos saben muy bien que el primer paso para superar cualquier enfermedad es su reconocimiento. Sin ese diagnóstico, el camino hacia la terapia y la curación es impracticable. El diagnóstico que se deriva de estas semanas de escandalosas noticias parece claro: el sistema está enfermo. Se trata de una enfermedad extendida, que afecta a varios órganos vitales, desde los partidos políticos hasta las administraciones municipales, desde la financiación de unos y otras hasta la gestión del territorio y las promociones inmobiliarias. No se trata, por desgracia, de una enfermedad leve o pasajera, sino de otra grave y recidivante. Las diversas leyes que se han redactado o reformado para atajar el mal, para sanar al enfermo, han resultado ser parches de corta vida. La vigencia del viejo refrán "hecha la ley, hecha la trampa" se ha visto revalidada una y otra vez.

Los partidos políticos han demostrado estar dispuestos a convivir con esta enfermedad, a cronificarla, a cargar con sus penalidades. Acaso porque sus efectos se alternan, para ellos, con jugosos réditos. Y hasta cierto punto se entiende: salvando todas las distancias, también los drogadictos hallan alivio al tomar su dosis, por más que eso no mude el signo de su desgracia. Ahora bien, los drogadictos son conscientes de que tan fugaces placeres corroen poco a poco su cuerpo, que antes o después, inexorablemente, se verá abocado a la extenuación y el último suspiro.

La cuestión está en saber si, en este aspecto, la ciudadanía valora el problema del mismo modo que los partidos políticos. Si prefiere hacer como quien oye llover osi, por el contrario, cree que es preciso revisar el sistema de financiación en el que tan cómodas se encuentran las formaciones políticas mayoritarias, para evitar que sus consecuencias se extiendan finalmente al conjunto del cuerpo social, llevándolo de la fatiga y el desánimo a una desconfianza definitiva.

La seriedad de los casos revelados, la sospecha de que no son una excepción, sino los primeros reflejos de una práctica generalizada, obligan a todos los agentes sociales responsables a reflexionar y hallar soluciones. Tiene que haber otra manera de hacer las cosas. Tiene que haber otras vías de acción. Hay que esbozar reformas que regeneren un tejido político al borde de la necrosis.

8-XI-09, lavanguardia