´Millet y los bárbaros´, Ramon Aymerich

Hace tres años, un grupo de empresarios catalanes, en visita a Finlandia para conocer las virtudes de su modelo productivo, se entrevistaron con el vicepresidente de una gran multinacional. Les contó que en breve iba a dejar la empresa para trabajar en la Administración pública. Un cambio, precisó, que implicaba un sustancial recorte de sus ingresos. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, respondió: "Por patriotismo". Hubo silencio entre los catalanes. ¿Cómo podía aquel tipo decir lo que decía? ¿Les estaba tomando el pelo? No. En realidad les estaba ejemplificando lo mejor de su manera de ver el mundo: esa ingenuidad espartana hacia lo público que hunde sus raíces en el luteranismo y que explica en parte la fortaleza del modelo finlandés y, en general, de los capitalismos nórdicos. Los expedicionarios quedaron perplejos. ¡Cómo no iban a estarlo si venían de un país en el que cuando alguien afirma que asume un cargo público para "devolver a la sociedad lo que la sociedad me ha dado", lo primero que hacen los que le escuchan es llevarse la mano a la cartera!

Periódicamente, a la sociedad catalana le ocurre esto. Se tiene por una sociedad del norte -del norte del sur, claro-, laboriosa y alérgica a la ostentación. Pero de vez en cuando se descubre a sí misma como una sociedad corrupta. Sin la tolerancia que sociedades de más al sur muestran hacia esta clase de comportamientos; pero una sociedad mediterránea, caótica e imprevisible al fin y al cabo.

Lo relevante es que esta sociedad, que vivió su cenit a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, supo crear un buen número de instituciones en las que convergían la iniciativa privada y el interés público. Catalunya ha sido y todavía es un país de mutuas, de cajas de ahorros, de fundaciones; instituciones que se gobiernan mediante mecanismos de cooptación y que tienen un peso muy importante en la economía; mucho mayor que en cualquier otra sociedad. Y que ha sabido perpetuar ese modelo, con algún que otro susto, hasta hoy. ¿Sabrá este capitalismo local sobrevivir al mundo pragmático y globalizado del siglo XXI?

Eso creíamos todos hasta que estalló el caso Fèlix Millet. El expolio del Palau de la Música revela la fragilidad de ese modelo y condensa sus peores males; males que se manifiestan en esa tierra de nadie que se sitúa entre lo público y lo privado y que acaba por devenir un espacio de penumbra en el que todo se teje y se desteje sin transparencia alguna. Como parece obvio que no podemos importar finlandeses ni estamos a tiempo de reiniciar la reforma protestante, lo único que queda es cruzar los dedos e implantar, con la máxima rapidez y honestidad posible unas estrictas normas de conducta. Si eso no se consigue, ese modelo del que durante tanto tiempo se ha jactado esta ciudad desaparecerá por falta de legitimación social. Al tiempo.

25-IX-09, Ramon Aymerich, lavanguardia