´´Outsourcing´ sexual´, Xavier Sala i Martín

En principio, en una democracia liberal el Estado no debería oponerse a que un hombre y una mujer intercambien servicios por dinero. Al fin y al cabo, si se permite que una mujer le haga un masaje a un hombre, le analice la vista, le defienda ante el juez o le haga una clase de yoga a a cambio de dinero, ¿por qué va a prohibir que le haga una felación?

Una posible respuesta es que la felación no la hace por su propia voluntad sino por dinero. Esa respuesta es insatisfactoria, puesto que con ese razonamiento deberíamos prohibir casi todos los oficios del mundo. ¿O es que las mujeres de la limpieza lavan los urinarios por placer? ¿O es que los empleados de banca van a su puesto de trabajo cada lunes por amor al arte? ¡No! Lo hacen por dinero..., igual que las operarias del amor.

         

Otra respuesta común es que las prostitutas son objeto de tráfico de personas, obligadas y esclavizadas por los proxenetas. Eso tampoco es un buen argumento a favor de la prohibición. Es un argumento a favor de perseguir las mafias que trafican con personas, eso sí, pero del mismo modo que cuando se descubre a traficantes de orientales que trabajan esclavizados en establecimientos de Barcelona no prohibimos los restaurantes chinos, tampoco debemos hacer lo mismo con la prostitución. Es más, el hecho de que las trabajadoras del sexo se dediquen a una actividad ilegal dificulta su liberación, porque, si denuncian a sus explotadores, ellas pueden acabar en la cárcel, ya que también están fuera de la ley.

Algunos prohibicionistas dicen que vender sexo es "moralmente reprobable". Tampoco vale: si el legislador o el obispo pensaran que es moralmente reprobable que se corten los cabellos a cambio de dinero, ¿dejaríamos que el Estado aboliera las peluquerías? Respuesta: no. A diferencia del asesinato, el sexo no es obviamente perjudicial para las partes. Y fíjense en que nadie quiere obligar a vender sexo a la gente que lo encuentra inmoral. Pero hay que dejar libertad de elección a quien no comparta esa misma moralidad.

Existen dos argumentos poderosos a favor de la legalización. El primero ya ha sido esbozado: la mejor manera de combatir el tráfico de blancas es legalizar la prostitución para que cualquier explotación pueda ser denunciada sin miedo. Además, eso permitiría a las empresas del sector contratar a las trabajadoras en origen y a pagarles el viaje de ida y vuelta, eliminando así el negocio del traficante. El segundo es que, en el proceso de intercambio de sexo por dinero, hay una persona inocente (y engañada) cuya salud es puesta en peligro por la conducta temeraria del hombre: la esposa. El marido tiene derecho a arriesgar su propia salud, pero no la de su pareja (o la de los amantes de esta, si los hay). Es decir, la amenaza a la salud de inocentes es una externalidad que necesita ser corregida. ¿Cómo? Los economistas han pensado dos maneras distintas... y ambas pasan por la legalización. La primera es la regulación: obligar a las trabajadoras de sexo a un control sanitario que garantice su salud y la de sus clientes. La segunda es la introducción de impuestos pigouvianos, parecidos a los que se usan para combatir la contaminación. Eso, además de equiparar la prostitución a todos los demás oficios que cotizan a Hacienda, encarecería la transacción, reduciría la demanda de servicios sexuales y disminuiría los incentivos económicos del hombre para practicar, voluntariamente, su outsourcing sexual.

17-IX-09, Xavier Sala i Martín, Universidad de Columbia, Universitat Pompeu Fabra y Fundació Umbele, lavanguardia