´Después de la asimilación´, Ralf Dahrendorf.

Después de la asimilación

LV, 15-IX-2004

La migración humana es tan antigua como la historia. Incluso la migración a lugares distantes y culturas remotas no es nada nuevo. En el siglo XIX, millones de europeos buscaron libertad y prosperidad en el continente americano, particularmente en Estados Unidos. Lo novedoso hoy en día es el tipo de migración, que a menudo cruza enormes barreras culturales... y con frecuencia sin un objetivo claro.

Los africanos que cruzan el Mediterráneo en pateras a menudo no están siquiera seguros de si desean vivir en Italia, Alemania o Gran Bretaña. Incluso los que saben adónde desean ir, como los norteafricanos en España y Francia, o los turcos en Alemania, tenían como prioridad escapar de la desesperanza de sus países de origen, no llegar a un destino en particular. Esta moderna forma de migración genera grandes problemas a los países que la reciben. En Europa es probablemente el problema social más grave de la actualidad, ya que nadie tiene una idea definida acerca de cómo manejar el choque de culturas resultante.

Hubo un tiempo en que América del Norte, en especial Estados Unidos, parecía tener la respuesta. Fue la del crisol de culturas: diferentes pueblos hicieron su propia contribución a la cultura estadounidense, pero, sobre todo, hicieron todos los esfuerzos posibles para aceptar la cultura que encontraron e integrarse en ella. “No”, contestó la mujer rusa que llegó a Estados Unidos a principios del siglo XX, a su nieto cuando éste le preguntó si sus ancestros llegaron con los peregrinos del Mayflower. “Nuestro barco tenía otro nombre, pero ahora todos somos estadounidenses”.

Últimamente esto ha cambiado, dando origen a un proceso descrito por Arthur Schlesinger, historiador y ex asesor del presidente John F. Kennedy, en su libro The disuniting of America. Ya no todos los ciudadanos de Estados Unidos son estadounidenses. Se han convertido en estadounidenses con denominaciones compuestas: italoamericanos, afroamericanos, hispanoestadounidenses. Los ingredientes del crisol de culturas se están separando.

Incluso en Israel, el último verdadero país de inmigrantes (al menos para los judíos), la asimilación ya no es tan fácil. Quienes han llegado últimamente desde Rusia tienen su propio partido político, y los viejos europeos se han convertido en una clara minoría.

Israel y Estados Unidos siguen teniendo mecanismos para integrar a los nuevos inmigrantes. El idioma es un importante factor subyacente, y en Israel está el ejército, mientras que en Estados Unidos los valores contenidos en la Constitución todavía representan un credo secular compartido.

Pero estos mecanismos se están debilitando en todo el mundo y prácticamente son inexistentes en los países europeos. Las sociedades modernas se caracterizan por agudos problemas de pertenencia. No ofrecen los lazos implícitos e inconscientes de comunidad que los ciudadanos sentían en el pasado. Como resultado, la gente ha comenzado a aferrarse a otras identidades de grupo más primordiales. Se resisten a la asimilación, temiendo que les robará su identidad sin ofrecerles una nueva.

¿Cuál es entonces la alternativa a la asimilación? La ensalada del así llamado multiculturalismo no es una alternativa real, ya que no proporciona los lazos necesarios para unir a las comunidades. Todos los ingredientes permanecen separados desde el comienzo.

La única alternativa viable para la que hay ejemplos es probablemente la de Londres o Nueva York. La principal característica de esta alternativa es la coexistencia de una esfera común compartida por todos y un grado considerable de separación cultural en la esfera privada, particularmente en cuanto a áreas residenciales.

El espacio público es multicultural en términos de los orígenes de las personas, pero está regido por valores aceptados, incluso un idioma común, mientras que las vidas privadas de las personas se van transformando (y voy a usar una palabra malsonante) en un gueto.

En teoría, ésta es claramente la segunda solución posible a las consecuencias de la migración; en la práctica, es la mejor respuesta que tenemos. Pero no se puede lograr gratis. Incluso el necesario elemento mínimo de un idioma común requiere de un esfuerzo deliberado, por no mencionar ciertas reglas de conducta.

Como habitante de Londres, me maravillo de la manera en que nosotros los londinenses hemos podido aceptar con normalidad las tiendas familiares indias o el transporte público manejado por caribeños. Tampoco hacemos muchas preguntas acerca de los distritos enteros que son bengalíes o chinos. Nadie ha encontrado todavía un nombre para esta nueva versión de la doctrina de los separados pero iguales, contra la que algunos de nosotros luchamos tanto en la década de los sesenta: vidas privadas separadas en un espacio público común que es igual para todos.

Esto es claramente más fácil en Londres y Nueva York que en ciudades más pequeñas o incluso en las capitales de países donde el idioma mundial, el inglés, no se habla. La comunidad turca de Berlín y las comunidades norteafricanas alrededor de París parecen separarse cada vez más, con su propia esfera pública y a menudo su propio idioma. En los lugares donde esto ocurre puede surgir un potencial explosivo, una especie de separatismo desde dentro, no de grupos separados históricamente, sino de los recién llegados contra los nativos.

Si nos vemos obligados a abandonar la esperanza de una asimilación, nos deberíamos concentrar en crear un espacio público al que todos contribuyamos y del que todos disfrutemos. Idealmente, debería ser un espacio público creciente, ya que a fin de cuentas la unidad como elemento de una sociedad moderna es la garantía de la libertad de sus ciudadanos.