´¿Discriminación positiva?´, Ralf Dahrendorf

¿Discriminación positiva?

Ralf Dahrendorf
, membre de la Càmara dels Lords, fou Comissionat Europeu per Alemanya, rector de la London School of Economics i degà del St. Antony's College de la Universitat d'Oxford.

En un orden liberal, los derechos iguales para todos los ciudadanos son fundamentales. Esos derechos ofrecen oportunidades para la participación política, la formación de asociaciones y la expresión de ideas. Pero también abren puertas a la participación económica y la participación en instituciones sociales como la educación. La garantía constitucional de esos derechos es el logro de la gran batalla por la ciudadanía que caracterizó los dos últimos siglos.

Sin embargo, la garantía legal de los derechos es, a menudo, insuficiente. Incluso el derecho al voto no significa gran cosa para quienes dependen por completo de otras personas o instituciones. La igualdad ante la ley sigue siendo una promesa vacía para quienes no pueden o no saben cómo aprovecharla.

El derecho a una educación acorde con el talento requiere estímulos de muchos tipos. Así, uno de los grandes temas del progreso social durante el siglo pasado fue imbuir de sustancia social el concepto abstracto de los derechos iguales. Ello significó la promoción activa a través de la información y de la educación política, por ejemplo. En lo referente a la educación, a menudo significó dedicar recursos a la asistencia financiera para estudiantes mediante préstamos subsidiados o becas.

Sin embargo, después de hacer eso, todavía quedaban ciertos obstáculos persistentes para la participación igual. Grupos importantes seguían estando poco representados entre los ciudadanos más exitosos de la sociedad. Ello era particularmente notorio en el caso de las mujeres y de algunas minorías culturales, sobre todo si estaban definidas por características no elegidas, como el color de la piel.

Pocos miembros de esos grupos estaban entre los gerentes de alto nivel, los ministros de Gobierno, los maestros, los médicos y los abogados, de manera que surgió la sospecha de que existen barreras invisibles que impiden el acceso a esos cargos. Tal vez las arraigadas culturas institucionales militaban en contra de las mujeres o los negros. El deseo de una ciudadanía real para todos significaba que era necesario hacer más que ofrecer garantías legales, información o incluso apoyo financiero.

Decidir que, al menos durante un tiempo, se necesitaba una nueva clase de política para remediar las injusticias a largo plazo, fue un paso valeroso, que se dio por primera vez en Estados Unidos. La discriminación positiva (o acción afirmativa, como se le llamó), consistía en reglas que apartaban un cierto porcentaje de participación entre los candidatos a cargos de elección popular, estudiantes y maestros, policías y militares y otras actividades para los grupos que hasta entonces habían estado en desventaja. El Tribual Supremo de Estados Unidos se convirtió en el guardián de la discriminación positiva. En todas partes donde se puso en práctica seriamente, la discriminación positiva tuvo, sin duda, algunos éxitos. Este es el caso sobre todo en países que alguna vez fueron homogéneos pero que ahora tienen que tratar con ciudadanos que son negros o musulmanes o que están de alguna otra forma en una posición minoritaria identificable y desatendida. Pero en el momento mismo en el que otros países buscaban un modelo de política en Estados Unidos, la discriminación positiva comenzó a generar dudas, de las cuales tres son particularmente importantes.

Primero, ¿no existe acaso el riesgo de caer en una especie de injusticia invertida en la que los privilegiados tradicionales se conviertan en los desfavorecidos? La Corte Suprema se enfrentó por primera vez a esa pregunta cuando atendió el caso de un estudiante blanco que no fue admitido en una escuela de Medicina a pesar de tener mejores calificaciones académicas que otros solicitantes. En Inglaterra, los jóvenes en escuelas privadas ahora tienen que preocuparse de estar en desventaja por la presión que reciben las universidades para admitir a más estudiantes de instituciones públicas. Eso nos lleva a la vieja y molesta pregunta: ¿se puede ser igual y excelente al mismo tiempo?

Segundo, ¿acaso la representación igual en todos los niveles es realmente lo que desean o necesitan todos los grupos? Después de todo, la “feminización” de la profesión magisterial en muchos países no ha causado ningún daño. Muchos países se han beneficiado del espíritu emprendedor de sus minorías chinas o judías. ¿Acaso buscamos un ideal demasiado mecánico que confunde la ausencia de privilegios y desventajas con la ausencia de diversidad?

Tercero, ¿acaso la acción afirmativa está produciendo en algunos casos una nueva clase de segmentación rígida que destruye la sociedad civil que debía crear? Por ejemplo, ¿siempre son las mujeres las mejores defensoras de los intereses femeninos?

Esa misma pregunta se puede hacer en cuanto a los miembros de grupos religiosos o minorías étnicas, o incluso de ciertas clases sociales. Es aterrador pensar en un Parlamento en el que el criterio principal para ser miembro sea pertenecer a un grupo que necesita la discriminación positiva. En algunos países la democracia no logra una administración imaginativa y eficiente porque el objetivo principal parece ser que todos los grupos principales participen.

Para repetir el punto anterior: la discriminación positiva fue y es un paso valeroso en la lucha por los derechos ciudadanos universales, no sólo en el papel, sino en la realidad. Pero la discriminación positiva no debe convertirse en un principio duradero de un orden liberal.

Si hay un conjunto de reglas que necesita una “cláusula de vigencia” para revisarlas después de un perIodo limitado y específico, se trata de la discriminación positiva. La flexibilidad del Tribunal Supremo de Estados Unidos en este aspecto es admirable. En otros lugares tal vez lo más conveniente es incluir en las leyes de los países y en los reglamentos de las instituciones una cláusula que cancele la discriminación positiva después de cinco años o, a lo mucho, diez. Esa cláusula podría renovarse, pero no hay nada tan efectivo para forzar una revisión profunda y concentrar el pensamiento como una fecha límite.

lavanguardia, 18-II-2004