ŽLa democracia desconectadaŽ, Ralf Dahrendorf

La democracia desconectada

LV, 18-V-2003.

...los votantes no confían en los partidos políticos. La democracia electoral funciona en la mayoría de los países con la intermediación de organizaciones que proponen candidatos que representan series específicas de opciones de políticas, conocidas como “manifiestos” o “plataformas”. Sin embargo, por varias razones, esta práctica corroborada por el tiempo ya no funciona.

Las plataformas partidarias ideológicas han perdido su fuerza; los votantes no aceptan las series de propuestas ofrecidas por los partidos, sino que desean seleccionarlas y elegirlas ellos mismos. Más aún, los partidos políticos se han convertido en “máquinas”, compuestas por cuadros de “entendidos” altamente organizados. Aquí la paradoja es que los partidos se han hecho más tribales al perder lo que los diferenciaba ideológicamente. Es más importante pertenecer que tener un determinado conjunto de convicciones.

Este curso de desarrollo alejó a los partidos del ámbito de los votantes. Puesto que la mayoría de la gente no desea pertenecer a un partido en particular, el juego de los partidos se convierte en un deporte de minorías. Esto aumenta la suspicacia pública hacia los partidos políticos no en menor término, porque, como pasa con todos los deportes profesionales, este juego es caro de jugar.

Si el coste cae sobre los hombros de quien paga impuestos, éste acusa el golpe. Pero si los partidos no son financiados por el Estado, deben buscar fondos de maneras que a menudo son dudosas, cuando no ilegales. Varios de los grandes escándalos políticos de las décadas recientes comenzaron con la financiación de partidos y candidatos.

Otros índices (como las nóminas de miembros, en rápido declive) confirman que los partidos se han hecho impopulares. Y, sin embargo, siguen siendo indispensables para la democracia electoral. El resultado es una evidente desconexión entre los actores políticos visibles y el electorado. Puesto que los partidos funcionan en los parlamentos, la desconexión afecta a una de las instituciones democráticas clave. Las personas ya no piensan en los parlamentos como entes que las representan y, por ende, dotados de la legitimidad necesaria para tomar decisiones en su nombre.

... Hay mucho que decir en favor de mantener las instituciones clásicas de la democracia parlamentaria y tratar de reconectarlas con la ciudadanía. Después de todo, la impopularidad de los partidos y la caída de la participación electoral pueden no ser más que fenómenos pasajeros. Puede que surjan nuevos partidos que insuflen aire fresco a las elecciones y al gobierno representativo. Pero es probable que esto no sea suficiente para restituir la legitimidad popular que los gobiernos electos han perdido. De modo que volver a pensar en la democracia y sus instituciones debe ser una prioridad fundamental para todos quienes aprecian y valoran las formas de organización que garantizan la libertad.


partitocracia a la española

Jordi Barbeta, LV, 29-VI-2003.

Resulta que la democracia no la hacen los partidos, sino las personas, y son las personas las que se organizan en partidos para participar en la dirección política del país y no al revés. Está claro que la cultura democrática ha entrado en un periodo de regresión y toda la culpa no la tiene George W. Bush. En la medida en que los partidos se han convertido progresivamente en sectas impermeables vendedoras de promesas y procuradoras de prebendas, el desinterés por la política ha ido en aumento. Es estadísticamente comprobable que la participación en los comicios aumenta cuanto mayor es el grado de indignación de la opinión pública, y los sondeos reflejan que la intención de voto evoluciona más con relación a lo que se rechaza que a lo que convence.

Todo eso tiene bastante que ver con el poder que en la transición se decidió otorgar a los partidos políticos para fortalecerlos tras 40 años de inanición. Pero ya ha pasado un cuarto de siglo y va siendo hora de que los electores puedan decidir por sí mismos. Estamos asistiendo a un proceso de auténtica privatización de la política que se disputan unos cuantos aparatos patrocinados por un caudillo.