´Esos ingleses chiflados´, Kiko Amat

Edith Sitwell
"Excéntricos ingleses"
trad. de Jordi Fibla
LUMEN
434 pgs, 20'90 € 

El Reino Unido es, sin duda, una isla célebre por la extravagancia de sus súbditos, pero algunos de ellos en particular han hecho de esa rareza un arte, un oficio, un leitmotiv.Los más cínicos insinuarán que la excentricidad británica es más famosa que las demás por haber surgido de un entorno socialmente muy rígido, y yo les contestaré - a la par que abofeteo sus mofletes con un guante de cabritilla-que no; que lo que sucede es que la excentricidad inglesa es de mejor calidad. E inofensiva, además. Porque quizás en Alemania - un entorno parejo en cuanto a jerarquía de cemento y paralizante pudor corporal-también hayan tenido excéntricos en el pasado, pero los suyos eran de la modalidad Lex Luthor Genocida y Tirano Majareta Paneuropeo. Y esos no cuentan.

La icónica dama Edith Sitwell, a su vez excéntrica aristócrata, musa, escritora, poetisa y señora de apariencia perturbadora en general (se parece vagamente al Franco de las monedas de 25 pesetas; o a un arenque con cofia), recopiló en 1933 a los más atorrantes excéntricos ingleses en esta, su obra más famosa. ¿Querían a británicos extraviados y neurasténicos? Bueno, aquí los tienen todos, descritos fantásticamente y divididos por modalidades.

En el estilo Vejestorios y ermitaños decorativos encontramos, por ejemplo, a Lord Rokeby, un encantador ancianito que se "hizo famoso por sus hábitos anfibios y por ser poseedor de benevolencia y una barba". El vejete cogió la costumbre de "los baños eternos" tras un viaje a Aquisgrán, y desde entonces vivió de manera semisubacuática en la piscina de su casa de Kent (anteriormente lo hacía en el mar, "donde permanecía con una persistencia extrema hasta que perdía el conocimiento y tenían que sacarle a la fuerza del agua"). Sí, el señor Rokeby pasó la mayor parte de su vida sumergido ("la frecuencia de sus abluciones era asombrosa") y dejándose crecer la barba hasta que le llegaba a las rodillas. Y llegó a los ochenta y ocho, el mendas.

En Algunos aficionados a la moda tenemos al aspirante a actor Robert Coates, un baronete famosísimo por sus atuendos delirantes a lo Funkadelic-en-Rio, pero también por ser un actor tan condenadamente malo que todas sus actuaciones terminaban en revueltas. Al final las autoridades tuvieron que prohibirle subir al escenario, en un gesto de infinita sapiencia que confiamos se importe a nuestro país en ámbitos dramáticos y musicales.

Tendrán también la fortuna de conocer a Charles Waterton, renombrado explorador y naturalista, epítome del Sabio Excéntrico Inglés. Waterton hizo todas las cosas que hacen los científicos locos por encima del cumplimiento de la ley: intentó volar a base de artilugios mecánicos, mezcló partes de animales disecados, tuvo a un vampiro en la habitación (que rehusó morderle, para su gran irritación), durmió con una boa constrictor y montó a lomos de un cocodrilo. Cuando ya era un despojo octogenario trepaba a los árboles a la menor provocación. Como aduce la poetisa, Waterton "era un excéntrico sólo en la medida que los grandes caballeros lo son, con lo cual quiero decir que sus gestos no están hechos para adaptarse a las convenciones o la cobardía de la multitud".

En nombre del cachondeo
Pero sobre todo conocerán a John Mad Jack Mytton, quizás el más renombrado y epicúreo (y peligroso) de los excéntricos ingleses. La dama Sitwell lo incluyó en el apartado Deportistas porque claramente no sabía qué hacer con él. Esa "semiloca criatura cazadora y cazada" dedicó toda su vida a dilapidar su herencia y autolesionarse de las más creativas maneras, siempre en nombre del cachondeo. Se bebía ocho botellas de Oporto al día; cazaba bajo cero en camisón y perseguía patos sobre lagos helados en pelotas;saltaba vallas en carruaje;se obcecaba en compartir casa y bebida con sus caballos, hasta que un día le dio una botella entera de Oporto con azúcar a su montura favorita y esta cascó en el acto; entró a cenar una vez a lomos de un oso pardo, que procedió a morderle la pantorrilla de manera brutal; trató de atajar un ataque de hipo pegándose fuego a su propia camisa de dormir; etcétera, etcétera. Mytton no llegó a los ochenta (¿bromean?), sino que pereció en una mazmorra sin un duro a los treinta y ocho, destruido por sus locuras y el delirium tremens.Pero que le quiten lo bailado, caramba.

27-V-09, Kiko Amat, culturas/lavanguardia