´La absolución mediante las urnas´, Juan M. Hernández Puértolas

En un parque cercano al Ayuntamiento de Boston pueden verse dos estatuas - una de pie, otra sentado en un banco-de James Michael Curley, uno de los políticos más coloristas de la historia de Estados Unidos. En la primera mitad del siglo pasado, Curley fue gobernador de Massachusetts, representante de un distrito de ese estado en el Congreso de Washington y alcalde de Boston en nada menos que cuatro ocasiones, comenzando su primer mandato (1914-1918) con la Primera Guerra Mundial y acabando el último (1946-1950) en plena época de la guerra fría.

Curley también se pasó gran parte de su carrera política entrando y saliendo de la cárcel, acumulando un verdadero catálogo de delitos probados, irregularidades y acusaciones, desde fraudes y enchufes de todo tipo hasta la venta de indultos a presos con posibles, pasando por diversos accidentes de tráfico en los que se vio implicado con su coche oficial, causados con toda probabilidad por su inmoderada afición a la bebida.

Muchos de sus éxitos electorales se produjeron poco antes de ingresar en prisión o apenas meses después de ser excarcelado y en al menos una ocasión se dio la curiosa circunstancia de que sus conciudadanos le votaron para un cargo público mientras cumplía una pena.

La inmensa popularidad de Curley, hijo de inmigrantes irlandeses, estaba basada en su denodada lucha por mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos, que en aquellos años eran legión. Pero fue también la excepción que confirma la regla; en Estados Unidos - y en el Reino Unido aún más-,la simple sospecha de que un político pueda estar metiendo mano en la caja suele ser el certificado más seguro de defunción política, con independencia de lo que dictaminen los jueces. Antes de que quedara probado en un tribunal de justicia, con todas las garantías legales, que Rod Blagojevich, gobernador de Illinois, había coqueteado con la idea de subastar el nombramiento del sucesor en el Senado de Barack Obama - una prerrogativa que le correspondía, el nombramiento, no la subasta-el Parlamento estatal lo destituyó fulminantemente.

En otras latitudes, sin embargo, parece cobrar carta de naturaleza la peligrosa falacia de que el veredicto de las urnas prima sobre cualquier otro tipo de consideraciones legales. El ejemplo supremo es, por supuesto, Silvio Berlusconi, elegido primer ministro de Italia tres veces en los últimos 15 años, a pesar de que sería harto difícil encontrar a un solo ciudadano de su país que no considere que Il Cavaliere ha violado sistemáticamente la ley - otra cosa es que sus delitos hayan prescrito-o que haya legislado, nunca mejor utilizado el término, pro domo sua.

Evidentemente, como Hugo Chávez en Venezuela o los hermanos Kaczynski en Polonia, la emergencia de estas figuras esperpénticas sólo puede explicarse como reacción del electorado a clases políticas globalmente ineptas y/ o fracasadas o como actitud de pueblos que se niegan con contumacia a aceptar sus respectivas realidades nacionales. Argentina y Japón pueden ser dos casos emblemáticos; es muy difícil reprochar a algunos dirigentes peronistas o del Partido Liberal Democrático nipón - que ya se sabe que ni es un partido, ni es liberal, ni tampoco democrático-que saqueen decididamente las arcas de sus respectivos estados cuando son perfectamente conscientes de que eso tiene un coste político nulo. La culpa residiría, en todo caso, en quienes los votan.

En definitiva, hacen falta estados fuertemente legitimados y sociedades civiles maduras para evitar que las urnas, por otra parte pilares insustituibles de la democracia, lo condonen todo; un ladrón es un ladrón, aunque gane todas las elecciones a las que se presente.

18-VI-09, Juan M. Hernández Puértolas, lavanguardia