´Drogas y Estado´, Juan Ramón Rallo

Una de las políticas más escandalosas y absurdas en la que los Estados occidentales han malgastado y despilfarrado los recursos obtenidos por la explotación de sus ciudadanos ha sido la lucha contra las drogas. Nuestros políticos, autoeregidos moralizadores y redentores del pueblo, han estigmatizado una decisión tan sumamente personal -el consumo de sustancias usadas desde tiempo remotos- y han perseguido de una manera policial y fascistoide a sus proveedores.

No es han escatimado ningún recurso ni les ha temblado el pulso lo más mínimo. Por un lado, han gastado tanto dinero (tanto dinero nuestro) como les ha apetecido para remoralizar a la sociedad contra el uso de las drogas, de lo que ellos consideraban drogas. Nos han mentido hasta la saciedad, no sólo por marginar ciertos modos de vida tan dignos como otros, sino especialmente al hacernos creer que el consumo de drogas necesariamente iba a empujarnos hacia tales hábitos; han metido a la policía en las escuelas para lavar las consciencias de los púberes, dotando de falsa autoridad sus argumentos; han disociado hasta el absurdo el consumo de drogas de la inevitable responsabilidad individual de toda acción; y han adornado su nueva moral pública con resultados científicos de dudosa credibilidad (¿qué se puede esperar de estudios subvencionados con dinero público precisamente para que digan lo que otros quieren escuchar?)

Ayer mismo se publicó un informe que advertía de que, atención, ¡el consumo de cannabis multiplica por dos el riesgo de psicosis! Toma del frasco carrasco. Es increíble tanto la cantidad de tonterías que pueden llegar a soltarse como que alguien pueda financiar tales estudios. No sólo porque se afirma que cualquier nivel de consumo incrementaba el riesgo, lo cual es comparable a decir que cualquier consumo de vino tiende a incrementar el riesgo de cirrosis, (y aparte es radicalmente falso, ya que en un par de días de consumo interrumpido el cannabis desaparece del cuerpo) sino porque tales efectos ya se conocían y no aportan nada nuevo. Escohotado decía en 1998>


Una de las políticas más escandalosas y absurdas en la que los Estados occidentales han malgastado y despilfarrado los recursos obtenidos por la explotación de sus ciudadanos ha sido la lucha contra las drogas. Nuestros políticos, autoeregidos moralizadores y redentores del pueblo, han estigmatizado una decisión tan sumamente personal -el consumo de sustancias usadas desde tiempo remotos- y han perseguido de una manera policial y fascistoide a sus proveedores.

No es han escatimado ningún recurso ni les ha temblado el pulso lo más mínimo. Por un lado, han gastado tanto dinero (tanto dinero nuestro) como les ha apetecido para remoralizar a la sociedad contra el uso de las drogas, de lo que ellos consideraban drogas. Nos han mentido hasta la saciedad, no sólo por marginar ciertos modos de vida tan dignos como otros, sino especialmente al hacernos creer que el consumo de drogas necesariamente iba a empujarnos hacia tales hábitos; han metido a la policía en las escuelas para lavar las consciencias de los púberes, dotando de falsa autoridad sus argumentos; han disociado hasta el absurdo el consumo de drogas de la inevitable responsabilidad individual de toda acción; y han adornado su nueva moral pública con resultados científicos de dudosa credibilidad (¿qué se puede esperar de estudios subvencionados con dinero público precisamente para que digan lo que otros quieren escuchar?)

Ayer mismo se publicó un informe que advertía de que, atención, ¡el consumo de cannabis multiplica por dos el riesgo de psicosis! Toma del frasco carrasco. Es increíble tanto la cantidad de tonterías que pueden llegar a soltarse como que alguien pueda financiar tales estudios. No sólo porque se afirma que cualquier nivel de consumo incrementaba el riesgo, lo cual es comparable a decir que cualquier consumo de vino tiende a incrementar el riesgo de cirrosis, (y aparte es radicalmente falso, ya que en un par de días de consumo interrumpido el cannabis desaparece del cuerpo) sino porque tales efectos ya se conocían y no aportan nada nuevo. Escohotado decía en 1998: El inconveniente principal del cannabis> son los "malos rollos" -casi siempre de tipo paranoide- que pueden hacer presa en algún contertulio. Sin embargo, estos episodios quedan reducidos al mínimo entre usuarios avezados y se desvanecen fácilmente cuando los demás prestan a esa persona el apoyo debido.

El cannabis es una droga alucinógena que, por tanto, tiende a estimular los caracteres previos del consumidor. Nadie con enfermedades mentales debería tomar drogas alucinógenas -insisto, este debería implica una valoración personal, es palmario que los efectos estimulantes que puede tener el cannabis sobre un psicótico son mínimos-, de la misma manera que ningún diabético no debería tomar azúcar. Pero ello no significa, como semejante estudio pretende poner de manifiesto, que los que carecen de trastornos psíquicos previos vean incrementado su riesgo psicótico con el cannabis, de la misma manera que la gente que no padece diabetes no se verá intoxicada con cantidades estándar de azúcar. Tales estudios sólo intentan colocar en el punto de mira de la represión gubernamental y de la marginación social "al drogadicto", ese oscuro sujeto que hasta ahora era acusado de robar para poder continuar consumiendo drogas y que, a partir de ahora, se le acusará, cómo no, de propensión al asesinato.

Pero es que, por otro lado, los gobiernos no han pretendido sólo que cada sujeto actúe conforme a sus estúpidos patrones de corrección y civilidad, además y sobre todo, han reprimido hasta escandalizar a los tráficantes de drogas. ¡Traficantes! ¿Acaso al panadero se le llama traficante de pan? ¿Al carnicero traficante de carne? ¿Al profesor traficante de conocimientos? ¿Qué clase de doblez lingüística es ésta? Y, en todo caso, el "traficante" de drogas sería una creación del gobierno habida cuenta de su grotesco prohibicionismo. El "traficante" sólo realiza el servicio de proveer a los consumidores con aquello que demandan; si sobre alguien debiera recaer la supuesta inmoralidad de la transacción sería sobre quien compra, nunca sobre quien vende.

No viene mal recordar el delito tipificado en el artículo 368 de nuestro Código Penal> son los "malos rollos" -casi siempre de tipo paranoide- que pueden hacer presa en algún contertulio. Sin embargo, estos episodios quedan reducidos al mínimo entre usuarios avezados y se desvanecen fácilmente cuando los demás prestan a esa persona el apoyo debido.

El cannabis es una droga alucinógena que, por tanto, tiende a estimular los caracteres previos del consumidor. Nadie con enfermedades mentales debería tomar drogas alucinógenas -insisto, este debería implica una valoración personal, es palmario que los efectos estimulantes que puede tener el cannabis sobre un psicótico son mínimos-, de la misma manera que ningún diabético no debería tomar azúcar. Pero ello no significa, como semejante estudio pretende poner de manifiesto, que los que carecen de trastornos psíquicos previos vean incrementado su riesgo psicótico con el cannabis, de la misma manera que la gente que no padece diabetes no se verá intoxicada con cantidades estándar de azúcar. Tales estudios sólo intentan colocar en el punto de mira de la represión gubernamental y de la marginación social "al drogadicto", ese oscuro sujeto que hasta ahora era acusado de robar para poder continuar consumiendo drogas y que, a partir de ahora, se le acusará, cómo no, de propensión al asesinato.

Pero es que, por otro lado, los gobiernos no han pretendido sólo que cada sujeto actúe conforme a sus estúpidos patrones de corrección y civilidad, además y sobre todo, han reprimido hasta escandalizar a los tráficantes de drogas. ¡Traficantes! ¿Acaso al panadero se le llama traficante de pan? ¿Al carnicero traficante de carne? ¿Al profesor traficante de conocimientos? ¿Qué clase de doblez lingüística es ésta? Y, en todo caso, el "traficante" de drogas sería una creación del gobierno habida cuenta de su grotesco prohibicionismo. El "traficante" sólo realiza el servicio de proveer a los consumidores con aquello que demandan; si sobre alguien debiera recaer la supuesta inmoralidad de la transacción sería sobre quien compra, nunca sobre quien vende.

No viene mal recordar el delito tipificado en el artículo 368 de nuestro Código Penal: Los que ejecuten actos de cultivo, elaboración o tráfico, o de otro modo promuevan, favorezcan o faciliten el consumo ilegal de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, serán castigados con penas de prisión de tres a nueve años... La violación (art. 179) es castigada con penas de 6 a 12 años, el homicidio (art. 138) con penas de 10 a 15 años y las lesiones graves (art. 149) con penas de 6 a 12 años. Es decir, el tráfico de drogas, podemos decir sin equivocarnos, tiene para nuestro legislador una gravedad similar a la violación y un poco menor que la del homicidio. ¿En qué cabeza cabe que una persona pueda pasarse hasta 9 años en prisión por atender una demanda de los consumidores cuyos efectos recaen en la esfera del usuario? Estamos ante Estados policiales que han colapsado las cárceles de delincuentes que no lo son (pues no han cometido ningún daño a nadie) mientras que los auténticos criminales (asesinos o violadores) se les han escapado de las manos.

No digo que los vendedores de drogas estén siempre exentos de responsabilidad. La venta de productos adulterados supone una violación del contrato entre las partes y, por tanto, deberían responder. Sin embargo, no olvidemos que la legislación estatal es responsable indirecta de esta adulteración al impedir una fluida competencia y, sobre todo, un intercambio de información sin cortapisas.

Recapitulando, el Estado ha echado mano de nuestras propiedades, nos ha engañado, manipulando y moralizando haciendo uso de su control sobre la policía, la educación y la sanidad. Ha convertido al consumidor de drogas en un engendro a aislar de la pulcra sociedad y ha perseguido, con un ahínco equiparable al de atentados contra la vida, a sus proveedores. Nuestros políticos han contado con todos los medios habidos y por haber para terminar con esta lacra social y, ¿qué han conseguido con tanta bazofia informativa y tremenda represión? NADA.

Según el último informe del Ministerio de Sanidad, durante los últimos diez años, el consumo de cocaína se ha multiplicado por cuatro y el de cannabis por dos. Desconozco hasta qué extremo estos resultados son fiables y no constituyen otra treta para justificar un mayor gasto y una mayor represión. De hecho, la ministra de Sanidad, lejos de replantearse el problema, ha considera que lo más preocupante (y por tanto donde habrá que incidir) es en el hecho de que un 87% de los adolescentes considere fácil conseguir bebidas alcohólicas, un 64% cannabis y un 53,8% tranquilizantes. Y es que, como se quejaba Bastiat: La táctica consiste en hacer pasar por servicios reales algo que sólo consiste en restricciones; a partir de entonces, la nación no paga por ser atentida, sino por ser desatendida. Nos roban para reprimirnos, el colmo de los negocios intervencionistas.

¿Nadie en el gobierno se ha planteado por qué, en su opinión, resulta preocupante que aumente el uso de drogas? y sobre todo, ¿qué tiene que ver la preocupación particular de los políticos con la represión pública a través del Estado? A mí me puede preocupar la proliferación de ciertos libros, de determinadas ideas, de ciertos estilos de música, pero ello no justifica que pueda meter nueve años en la cárcel a sus propagadores.

Dos principios deben encardinar el uso social de las drogas: la responsabilidad individual y la responsabilidad parental. El individuo adulto debe tener capacidad para decidir qué consumir y qué no consumir, mientras que los padres deben tener libertad para educar a cada niño conforme a los valores que consideren más oportunos. Desviarse de estos valores nos conduce a un absurdo como el actual, donde los padres se han olvidando de sus obligaciones, sustituyendo la persuasión privada por la represión pública, y donde el Estado ha creado una situación de confusión e ignorancia con respecto a las drogas que, por un lado, ha proscrito cualquier intento de investigación seria sobre sus consecuencias y, por otro, ha creado un mercado informal de drogas adulteradas a partir de sustancias paradójicamente legales. Por no hablar, claro está, del trastorno terapéutico que ha supuesto la regulación de las drogas "legítimas".

Ahora bien, no olvidemos que la esperpéntica guerra contra las drogas sólo supone un ejemplo concreto, quizá uno de los más claros, de la existencia de una institución totalmente pervertida y corrupta de raíz como el Estado. La guerra contra las drogas no es más que un caso particular de la guerra contra el individuo y su libertad.

Bitácora de Juan Ramón Rallo Julian