´El mejor de su tiempo (moraleja)´, Antoni Puigverd

Se cumple el 550. º aniversario de la muerte de Ausiàs March. "Sin duda el mejor poeta lírico europeo del siglo XV". La frase no es de un valenciano o de un catalán, sino de Costanzo Di Girolamo, prestigioso romanista italiano. Aunque la literatura no es una competición atlética, preciso es recordar que cuando Costanzo Di Girolamo sostiene que Ausiàs March es el mejor poeta lírico de la Europa de su tiempo, lo dice habiendo leído a fondo a Jorge Manrique, Lorenzo el Magnífico o François Villon.

¿Y tiene alguna importancia que el poeta europeo más sugestivo, complejo y profundo del siglo XV europeo sea un pequeño noble valenciano? Claro que la tiene. Pero no patriótica. Lo del patriotismo literario es relativamente nuevo. Nació con el romanticismo, inventor de las patrias tal como las entendemos hoy (mejor dicho: tal como las entendíamos ayer, puesto que ahora nuestro paisaje humano está siempre en movimiento, nunca se detiene en una foto fija y por esta razón, en el mundo presente, como sostiene Zygmunt Bauman, "ya nadie puede sentirse como en casa").

Desde que se desataron las fiebres románticas, la literatura es un mecanismo de exaltación nacional. Enfatizando la importancia de Cervantes, la patria española exhibe sus máximos poderes. Lo hacía cuando la mayoría de los españoles eran analfabetos. Y lo sigue haciendo ahora, cuando todos pueden leer El Quijote, aunque pocos lo hacen. En la era de los grandes mercados lingüísticos, Cervantes equivale al sello de calidad: avala la formidable expansión exterior de las industrias del español: televisión, internet, música, enseñanza de la lengua y, en última instancia, literatura.

Las culturas sin Estado propio, en cambio, arriesgaron mucho utilizando a sus escritores como bandera patriótica. No consiguieron resultados tranquilizadores. Irlanda obtuvo independencia, pero perdió la lengua; Catalunya consiguió prestigiar su lengua, pero a riesgo de convertirla en escudo político. Cuando la política se normaliza, parece como si la lengua perdiera su sentido y una parte significativa de sus propios hablantes tiende a minusvalorarla. Este es el riesgo de la politización. Algunas lenguas necesitan politizarse para resistir, pero la politización simplifica y restringe su funcionalidad cultural a ojos de muchos de sus hablantes. Es lo que está sucediendo ahora en Catalunya.

A este tipo de lenguas les va a ir peor intentando competir con el inglés o el español en un ámbito en el que no pueden tener oportunidad alguna: el mercado global.

En este mercado global, por ejemplo, también el francés lo tiene crudo. Llegó a ser la lengua sofisticada de los nobles polacos y rusos. Pero hoy apenas cuenta lejos de sus fronteras. Esto no dice nada en contra del francés, por supuesto. Sigue siendo una gran lengua de cultura. En el mercado global sólo unas pocas lenguas se expanden: chino, árabe, hindi, ruso, español (sin olvidar, claro está, el inglés, lingua franca del planeta). No formar parte del pequeño pelotón de lenguas expansivas no es ninguna tragedia.

Pero las pequeñas, si quieren sobrevivir, deben prestigiarse ante su mercado interno. Y esto sólo se consigue primando no la cantidad, no la politización, sino, por encima de todo, la calidad: lo único que las élites del exterior acaban reconociendo. Vender patria en el mundo es ajeno al interés de la lengua y la literatura catalanas. Sólo la calidad reconocida refuerza entre los propios hablantes el prestigio de lo propio. Y permite desarrollar alianzas estratégicas con la lengua que puede servir de trampolín global. Eso es, precisamente, lo que consiguió, sin pretenderlo, Ausiàs March. Su poesía era excepcional en su siglo XV.

Destilaba una personalidad tan contradictoria y apasionada, tan veraz, que rompió los moldes de su tiempo. Se avanzó al romanticismo proclamando su "yo" sin complejos, con inconfundible expresividad. Garcilaso de la Vega y los renacentistas castellanos leyeron en el siglo posterior a Ausiàs March en su lengua original. Después lo tradujeron sin cesar. Lo admiraban. Bebieron de sus versos a grandes sorbos y lo reescribieron. El profesor y poeta José M. Micó, que ha traducido de nuevo a March (editorial Pre-textos), lo presenta en una fabulosa edición bilingüe que todo español culto debería atesorar. Los cultos de los siglos XVI y XVII aplaudían a March, fuera cual fuera su lengua materna.

La influencia de un poeta valenciano que escribió en catalán clásico era entonces para los castellanos -según explicaba Menéndez Pelayo- tan alta como la de Platón y Petrarca. Mucho hemos perdido unos y otros en los enredos contemporáneos.

6-IV-09, Antoni Puigverd, lavanguardia