´El ´Proyecto FIdA´´, Paco Miñarro

En cierta ocasión, un columnista nos tachó de ser “el colmo del europeísmo”. Por entonces, la FIdA andaba detrás de la creación de una plataforma ciudadana que rechazara el entusiasmo popular inducido con descaro por los promotores de la visita del Papa Ratzinger a Valencia (España). Parecía que por primera vez, tímidamente, el Occidente latino posmoderno despertaba de su letargo clerical y plantaba cara al teócrata de Roma y a quienes, desde la desvergüenza del poder público, financiaban un espectáculo preñado de reminiscencias medievales. No le esperábamos –tal fue el lema que movilizó a la masa crítica-. Y ello no porque nos pillara desprevenidos, sino porque declarábamos así non grato tanto al personaje como a su estrategia de ocupación.

Se puede ser europeísta, hoy, también en Colombia, en Perú o en Argentina; en América del Norte, en Asia o en Nueva Zelanda. Lo que el periodista criticaba era nuestra vinculación a un pensamiento radical ilustrado, en cuyo origen encontramos la clave idónea para transitar por esta época de “resistencia racionalista”: el proyecto de autonomía ciudadana.

Su rasgo más evidente consiste en privilegiar las decisiones personales por encima de lo que nos llega impuesto por la autoridad o por la tradición. Lo que rechazamos es la sumisión del individuo a preceptos cuya legitimidad proviene del terreno de lo imaginario, de creencias mágicas y de doctrinas morales impositivas, caracterizadas por diversas fobias: al cuerpo, a la naturaleza, al método científico o a la simple felicidad. Nuestro ateísmo no es minimalista, no se detiene sólo frente a la teología. Por el contrario, pretende no limitarse a la crítica y proponer vías gozosamente constructivas. Aspira, por ello, a adentrarse en una dinámica política, puesto que los dioses también se ocultan –o se manifiestan- en forma de parábolas de mercado, de propaganda mediática y de control social.

Acabar con la influencia de los dogmas e instituciones sagradas implica además la negación del idealismo filosófico, y con ello la ruptura con el Estado entendido como organismo metapolítico dominante. También con las estructuras del servilismo o de la mansedumbre (nación, fábrica, familia, empresa, centros de adoctrinamiento y de ocio dirigido, etc.). La reivindicación del individuo como único poseedor y constructor de derechos obliga al rechazo de las pretensiones comunitaristas, pero a la vez apunta al favorecimiento de la libre asociación y a la integración en proyectos de emancipación auténticamente “terrenales”, los únicos con capacidad para destronar a la metafísica y a la religión del panorama ideológico contemporáneo.

De ahí la importancia estratégica que concedemos a los “derechos del cuerpo”: el aborto, la libertad sexual, la eutanasia, la reivindicación del suicidio. En tanto se tolere la condena a estos derechos se asegura la supervivencia de códigos patriarcales, ligados al mantenimiento de jerarquías y mecanismos liberticidas. Hechizadas por el mito y por el pensamiento coactivo, las sociedades humanas se instituyen como territorios de vasallaje, en los que ninguna liberación real es posible y en los que se perpetúan roles diseñados para inmovilizar a las fuerzas creativas del individuo.

Transformar esos territorios de vasallaje en espacios de autonomía requiere, en primer lugar, de la aplicación correcta de herramientas de crítica y de denuncia. No se trata de atacar a la religiosidad en sí, como forma de experiencia personal, ni de proponer un diálogo con los creyentes en la línea de algunos movimientos laicistas actuales. Secundariamente podríamos abordar el análisis del concepto “dios”, dado el marco preeminentemente monoteísta en el que se manifiestan los actuales conflictos religiosos, y para ello apelaremos con preferencia a las investigaciones de Feuerbach o a la corriente radical de la Ilustración. Esto reduce la idea del dios personal a una especie particular de latrocinio frente a la naturaleza, al desplazamiento y a la proyección psicológica de los contenidos simbólicos de la materia hacia entidades supranaturales que desempeñan un papel crucial en la construcción de los esquemas sociológicos de control mencionados. Aquí residiría la clave para una crítica filosófica de la religión, más dirigida a la estructura que al contenido propio de las creencias.

Pero esta crítica ha de desplazarse desde el análisis de los contenidos imaginarios de la conciencia a la evidente realidad de las estrategias y ofensivas clericales en búsqueda de un totalitarismo ideológico capaz de cubrir todo el espectro de la experimentación social. Ya no se reducirá, entonces, a una crítica “pensada”, sino que tenderá a transformarse en denuncia explícita y, por lo tanto, a definirse como acción directa y como fuerza de presión. En estas coordenadas prácticas planteamos el “proyecto FIdA”. Alertar contra los fundamentalismos y contra sus ansias de ocupación equivale, sobre todo, a poner de manifiesto su espíritu tutelar y a reivindicar el objetivo de una sociedad dueña de sus decisiones.

En consonancia con ello, la defensa de la absoluta libertad de expresión es una de nuestras principales preocupaciones. Esta libertad se desea domesticada y filtrada por un hipotético y superior derecho a la protección de las corporaciones religiosas, dando lugar al renacimiento de leyes contra la blasfemia, en sintonía con un modelo de pensamiento débil que, bajo la máscara de la tolerancia y la diversidad, permite que las religiones adquieran nuevas cotas de poder y se blinden ante la crítica. Se trata, principalmente, de un intento por asentar las bases del retorno a una nueva Edad Media, caracterizada por el avance comunitarista, por la aceptación de la censura y por la dialéctica de los “valores absolutos” como única clave de interpretación de la realidad.

Pero la libertad de conciencia exige los requisitos de la libertad de opinión, de expresión y de prensa. De ahí la necesidad de plantear fórmulas de presión política, que favorezcan la instauración de modelos legislativos provisionales en la línea de un laicismo de “neutralización”, que impida la financiación de las sectas, la exhibición de sus símbolos en edificios públicos o la transmisión de sus ideologías en los sistemas educativos. Existe un amplio abanico de posibilidades. Desde la confrontación directa con las ofensivas neoconservadoras y con los grupos de presión nacional-católicos hasta el rechazo de la infiltración de “tribunales de honor” y órganos de gestión islamistas, pasando por el apoyo o por la negación de las iniciativas que surjan desde posiciones políticas progresistas o pseudoprogresistas. La denuncia de los errores de la izquierda, asentada muy generalmente sobre sectores partidistas próximos a posturas confesionales o pluriconfesionales, constituye un eje de actuación fundamental en la estrategia de FIdA. 

Ahora bien, la “crítica práctica” que defendemos no puede dejar de poner en cuestión los mismos términos del debate, llegando incluso a ridiculizar y a parodiar sus formas por encima de sus contenidos. La especificidad de FIdA reside en la reivindicación de un papel de "guerrilla cultural", en la subversión de la incuestionada gramática religiosa. Hemos perdido el respeto a las iglesias. Hemos perdido el respeto a los dioses, a los depredadores, a las patrias, a los reyes, a los carceleros y a los cruzados. Ninguna idea metafísica nos es grata. Ninguna normativa o institución surgida del pensamiento mágico. Renunciamos a la paz en beneficio de la guerra, porque no es posible acuerdo alguno con la voracidad espiritual de los “Ejércitos de Dios”. Para ellos, la lucha es a muerte, dado que cristaliza aspectos míticos tan opuestos como “el Bien” y “el Mal”.

La apreciación del “Mal” como agente amenazador subyace tanto en el discurso del fundamentalismo islámico como en el del neocatolicismo ratzingeriano. Ambas cosmovisiones reiteran la autoridad de la tradición, entendida como pureza doctrinal enfrentada a una situación de crisis en una cultura dominada por el relativismo, el hedonismo y la increencia. El recurso al pasado como argumento de validación de la estrategia política clerical debe afrontarse a partir del impulso liberador de la educación, radicalmente opuesto al proyecto de teocracia inspirado por el clero. Es así como los “antivalores” denunciados como omnipresentes por las corrientes integristas religiosas pueden verse como derivaciones directas del humanismo –si se prefiere, del antropocentrismo-, y como elementos ligados al proyecto de autonomía, de emancipación, de libertad individual y de igualdad de derechos.

Somos una conjura, una alianza blasfema, una Federación de individuos libres… ¿Acaso puede haber algo más molesto? FIdA demanda nuevas actitudes éticas y nuevos modos de pensar, orientados contra el totalitarismo religioso. Sólo a partir de una reflexión profundamente materialista, inmanente, ligada a la realidad, puede frenarse la expansión parasitaria del pensamiento mágico, de la barbarie antihumana cegada por la superstición y por el mito. Los monoteísmos huelen a sangre –Onfray dixit-. Todos coinciden en una misma fe: la vida sobre la Tierra es una ficción, trascendida por un mundo invisible poblado por criaturas imposibles. ¿Quién se levantará hoy para gozar de la razón, la inteligencia y el placer de existir?

19-II-09, Paco Miñarro, FIdA