´Obama en/y ´El ala oeste de la Casa Blanca´´, Pedro Vallín

El demócrata, joven de piel oscura, sobrevivió a unas largas primarias en las que no partía como favorito. Cuando los republicanos ya habían elegido a su candidato, un veterano senador moderado, en el partido demócrata crecía la preocupación por la división interna que transmitía el encono de sus primarias. Finalmente, el joven abocado al fracaso fue el elegido. Comenzaba su sprint contra el experimentado republicano blanco en pos del despacho Oval. Una crisis inesperada frustró las posibilidades republicanas y ganó el mestizo. No, no es un resumen de la carrera de Barack Obama, es la sinopsis de las dos últimas temporadas de la serie de Aaron Sorkin El ala oeste de la Casa Blanca (distribuida por Warner Home Video), emitidas entre el 20 de octubre del 2004 y el 14 de mayo del 2006, dos años antes de que la realidad realizara su extraordinario plagio, de cuyas dimensiones y —sobre todo— trascendencia aún no se ha dado justa cuenta, pese al menudeo de reseñas anecdóticas sobre el asunto.

La creación de Sorkin se inspiró en la realidad, pero en el transcurso de los siete años de emisión de la serie (1999-2006) se produjo un vuelco: el serial acabó marcando las pautas de una nueva política. Y, como verán, el concurso de la casualidad es menos relevante de lo que parece.

Génesis Todo empezó cuando el guionista Aaron Sorkin, en 1998, quiso aprovechar la parte de su borrador para El presidente y miss Wade (1995) que hablaba de la trastienda de la Casa Blanca. "Era tres veces más largo de lo que debía ser el guión de una película", explica, así que reescribió lo suprimido y, aliado con el productor John Wells, lo convirtió en una serie. La NBC objetó que "todo el mundo odia a los políticos", pero la respuesta del actor Bradley Whitford (Joshua Lyman en El ala oeste) fue simple: "¿Más que a los abogados? Porque hay unas cuantas series de abogados".

La intención era hablar de "lo que ocurre minutos antes y minutos después de lo que vemos en la CNN", relata Sorkin. Por eso, el presidente Josiah Jed Bartlet (Martin Sheen) tenía una presencia testimonial. "Me ofrecieron un papel con una aparición cada cuatro episodios", relata el actor, pero tras rodar los primeros, Sorkin, Wells y Sheen coincidieron en hacer del presidente el eje en torno al que pivotara su gabinete y la narración. Un pater familias global, definitivo, que orquestaría a una parentela heterodoxa que manejaba el gobierno más poderoso del mundo. El resultado sirvió para cambiar la imagen, a menudo trivial, que había proyectado la ficción— Harrison Ford fue un presidente que peleaba con terroristas en el Air Force One y Bill Pullman encarnó a otro que pilotaba cazas contra hordas extraterrestres— sobre el presidente y acercarlo al antiguo mito americano de liderazgo moral, compromiso y dedicación. Un mito mesiánico sin hipérboles ni frivolización.

Políticos en la trastienda La voluntad de veracidad llevó a la contratación como asesora de Dee Dee Myers, secretaria de prensa de Bill Clinton entre enero de 1993 y diciembre de 1994 (primera mujer en ese cargo) e inspiración de la secretaria de prensa de la serie, Claudia Jean C. J. Cregg (interpretada por Allison Janney). También se llamó a Lawrence O´Donnell jr., un comentarista político que fue jefe de gabinete de los demócratas en el Senado entre 1992 y 1995 y que se integró como asesor, guionista y productor —también hizo un cameo como el padre del presidente Bartlet—. Al cabo, tendría un papel crucial en la progresión de la serie tras la salida de Sorkin, al final de la cuarta temporada. El tercer cerebro político fue Patrick H. Caddell, ex asesor de Jimmy Carter y responsable de sondeos de cinco campañas presidenciales. En el 2001, se sumó Eli Attie, que había sido jefe de discursos de Al Gore desde 1997 hasta 2000 y que sería el descubridor de Obama para la ficción.

Desde el estreno, el 22 de septiembre de 1999, la serie encandiló a crítica y público —con 26 premios Emmy y 3 Globos de Oro, es la más laureada de la historia—. Concebida, tal vez, como una idealización del mandato de Clinton, las convulsas elecciones del 2000 —que ganó Gore pero hicieron presidente a George W. Bush— llevaron a la serie a una posición incómoda en la que los norteamericanos tenían un presidente ficticio, Jed Bartlet, con un cerebro privilegiado era premio Nobel de Economíaâ014, principios firmes y un equipo de brillantes colaboradores, mientras que el presidente real era el indolente hijo de un padre rico, sin profesión conocida, sin formación reseñable, fundamentalista cristiano, ex alcohólico y cuya capacidad intelectual fue objeto, desde el primer día, de las mofas de medio mundo. La colisión era tan estridente que las hostilidades no se hicieron esperar y eclosionaron en 2003, cuando la Casa Blanca reprochó oficialmente el activismo del actor Martin Sheen contra la invasión de Iraq porque, decían, abusaba de su papel de presidente. Tal era la preocupación que había en el Gobierno por la diferencia de talla entre quien gobernaba el país en la ficción y quien lo hacía de verdad. La Casa Blanca temía que el pueblo prefi-riera a Bartlet, una preocupación, como se ha visto luego, perfectamente justificada.

Crisis Muchos atribuyen a la animosidad republicana hacia Sorkin su salida de la serie, después de que el 15 de abril del 2001 fuera detenido en el aeropuerto de Burbank con setas alucinógenas, marihuana, cocaína y crack, y fuera obligado a desintoxicarse. Sin embargo, Sorkin volvió a incorporarse al equipo y aún escribió otras dos temporadas completas -firmó 88 episodios de los 155 que tiene la serie-. Fue más bien la polémica por un documental sobre George W. Bush, en el que se usaban comparaciones con el serial de Sorkin, lo que enturbió el ambiente en la NBC, cuyo presidente, Jeffrey Zucker, llegó a pedir disculpas al guionista. No obstante Sorkin, gato escaldado, y su colaborador Thomas Schlamme dejaron El ala oeste tras completar la cuarta temporada.

Fue un momento difícil, pero nada comparado con lo que había supuesto el 11-S. En septiembre del 2001, el equipo ya había rodado parte de la tercera temporada cuando, con las Torres Gemelas, se hizo añicos el statu quo mundial imperante en los noventa. La temporada debía estrenarse el 3 de octubre, apenas tres semanas después. En pocos días, se rodó un capítulo especial a beneficio de los bomberos de Nueva York y luego se reescribió la segunda mitad de la temporada. Sin llegar a remedar lo ocurrido -de hecho, la serie giró en sentido contrario (y premonitorio), convirtiendo a Estados Unidos en agresor-, el ejercicio del gobierno se volvió más oscuro, umbrío.

El descubrimiento de Obama Tras un año raro en el que el equipo trató de recuperar el timón sin su hiperactivo capitán Sorkin, los productores se pusieron a trabajar en el repuesto presidencial. El personaje de Martin Sheen estaba a mitad de su segundo mandato, así que los demócratas debían buscar un nuevo candidato -y, eventualmente, nuevo protagonista si la serie seguía en antena-. El ex escritor de Al Gore Eli Attie, en verano del 2004, se acercó a la Convención Demócrata de Boston (Massachusetts) que nominó a John Kerry Mientras Kerry pugnaba con Bush por la presidencia, el equipo de El ala oeste concluyó que Obama, con su juventud y atractivo, próximo al de un joven Denzel Washington -hombre más sexy de 1996 según People-,era el sucesor ideal para el añoso y enfermo presidente Bartlet. Sin embargo, no les pareció verosímil que un afroamericano de nombre árabe litigara por la presidencia, de modo que decidieron que sería chicano. Eligieron al actor Jimmy Smits, conocido por La ley de Los Ángeles o Star Wars (donde, caramba, era un honesto senador) para encarnar a Matt Santos, remedo ficticio de la casi desconocida promesa demócrata de Illinois.

Una vertiginosa serie de coincidencias Por motivos dramáticos, los guionistas pintaron un rival republicano alejado de Bush -a quien caricaturizaron como Robert Ritchie (James Brolin), rival de Bartlet en su reelección-, y crearon a Arnold Vinick, un senador californiano de centro, refractario a los conservadores religiosos. El papel recayó en el veterano Alan Alda —inolvidable capitán Pierce enMash—. No lo sabían, claro, pero estaban escribiendo una extraordinaria profecía política: la convención republicana eligió, dos años después, a un veterano senador del oeste, de corte moderado, llamado John McCain. Salvo que el estado del que procede McCain es Arizona y no la aledaña California, su descripción es idéntica. En la ficción, Vinick contentaba al ala derecha de su partido, eligiendo como candidato a vicepresidente al gobernador de Virginia Occidental, Ray Sullivan (Brett Cullen), un ambicioso político de perfil conservador, religioso y provida —equívoca denominación que se dan los grupos antiabortistas—. Un par de años después, en el mundo real, McCain para calmar a la derecha eligió a Sarah Pallin, también gobernadora —de Alaska—, conservadora, religiosa y, claro, antiabortista.

Matt Santos, para compensar su falta de experiencia, sobre todo internacional, tras sólo seis años como congresista —el reproche exacto que recibió Obama, cuatro años senador—, designó para la vicepresidencia al curtido estadista Leo McGarry (interpretado por el muy llorado John Spencer), ex jefe de gabinete de la Casa Blanca. Ydos años después, Barack Obama designaría al experimentado senador de Delaware Joe Biden con idéntico propósito. Santos vivió unas larguísimas primarias contra el ex vicepresidente John Hoynes (interpretado por Tim Matheson), un experto político salpicado por escándalos sexuales, y el vicepresidente Bob Russell (Gary Cole). Obama se las vio con Hillary Clinton, ex primera dama cuyas virtudes políticas se basaban en su experiencia y salpicada por un escándalo sexual, aunque, en su caso, en tanto consorte y víctima.

En la tele, Joshua Lyman (Bradley Whitford), asesor político, dejó la Casa Blanca en la sexta temporada (2004-2005) y se convirtió en jefe de campaña de Santos. Luego, ganadas las elecciones, sería nombrado jefe de gabinete. Lo curioso es que este personaje fue creado en 1999 usando como inspiración a Rahm Emanuel, un congresista de Illinois que fue asesor político de Bill Clinton, siendo coreógrafo del icónico apretón de manos entre Yitzhak Rabin y Yasir Arafat. Emanuel era partidario de Hillary, por su amistad con los Clinton, pero cuando supo que el senador Obama —de su mismo estado— se postulaba, decidió mantenerse neutral. El 6 de noviembre, Obama le ofreció el mismo puesto que dos años antes Santos ofreció a su gemelo ficticio.

El triunfo de Santos supuso el regreso a la Casa Blanca del abogado Sam Seaborn (Rob Lowe). Seaborn, ocho años antes, había sido el joven escritor de discursos de Bartlet. Fue reclutado —por dos veces— por su amigo Lyman, merced a una vieja promesa: lo iría a buscar si hallaba a un político en el que realmente creyera. Algo parecido cuenta el también jovencísimo John Favreau, escritor de discursos de Barack Obama, que había dado su carrera política por prematuramente acabada cuando Kerry perdió en el 2004.

Como Santos, Obama es un candidato del ala izquierda demócrata que pretende una administración integradora. De ahí que haya nombrado a veteranos demócratas moderados para su gabinete, evitando la deriva partidista. Su nombramiento más rutilante es el de su ex rival electoral, Hillary Clinton, como secretaria de Estado. No fue tan lejos en su vocación bipartita como su sosías de ficción, dos años antes, pues Santos nombró para ese puesto a su ex rival... republicano: el senador Vinick —no obstante, el nombre de John McCain llegó a sonar como secretario de Estado—. Pese a la diferente magnitud de ambas audacias, el afán común de un gobierno de unidad es obvio.

Yal margen de las similitudes nominales, la serie ha contagiado a la política de una forma más profunda, en los modos y las orientaciones. Entre los discursos de Obama y Santos hay mucho en común —la rotunda elusión de la condición racial y la apuesta por superar diferencias partidistas—, y también en su puesta en escena, sin chaqueta y, a menudo, remangados. Y, aunque ambos pretenden un gobierno no partidista, los dos acarician un giro en política social. Obama quiere una protección sanitaria universal a la europea y Santos abanderó una ambiciosa reforma del sistema educativo. Y, también a la par, ninguno lo impone. El presidente electo ha pedido un informe de plausibilidad de una Seguridad Social, mientras Santos, al ser informado antes de las elecciones de que el país enviaría tropas a un conflicto en Kazajstán, asumió que, si ganaba, tendría que renunciar a su plan por la nueva carga presupuestaria.

Más llamativa fue la visita de los candidatos a Iowa, a la que El ala oeste había dedicado el episodioAraízdel maíz —26 de enero del 2005—. El meollo del asunto eran las subvenciones al maíz para producir etanol. Todos los asesores exigieron a los candidatos que las apoyasen, en contra de la evidencia: fabricar y transportar este biocombustible consume más energía de la que ahorra. El electoralismo se impuso y todos (los tres demócratas, en primarias) apoyaron las ayudas... excepto el republicano Vinick, que se saltó el discurso y dijo lo que pensaba a los campesinos subvencionados. La misma franqueza exhibió McCain en Iowa, tres años después: criticó las ayudas en un estado que vive de ellas.

También fue sorprendente que en el episodio El debate —emitido en directo el 6 de noviembre del 2005— el republicano Vinick, en un gesto teatral, sacara su pluma y dijera que con ella vetaría cualquier presupuesto deficitario. Tal cual lo hizo, 46 meses después, McCain en un mitin. Pluma y todo. Repasando aquel capítulo y los debates de Obama y McCain se aprecia que la agenda es la misma: déficit, energía nuclear, acción exterior, medio ambiente, patentes farmacéuticas, enseñanza, sanidad...

Y chocante fue escuchar el discurso de McCain tras su derrota, la madrugada del 5 de noviembre. Enterrando a Bush y a los neocon,el senador elogió a Obama, sus virtudes personales y políticas, y empujó al partido republicano a una refundación. Había una simetría casi perfecta con la secuencia en la que Vinick, aún en campaña, decía a sus votantes que el presidente Bartlet, al que esperaba suceder, era honesto, entregado y un gran presidente, pese a sus discrepancias. Decía el primer ministro británico Harold McMillan, que "lo peor de la política son los acontecimientos". En mitad de esta campaña, una salvaje crisis financiera enterró las posibilidades de McCain. Dos años antes, un accidente en una central nuclear de California saboteaba las aspiraciones de Vinick, un paralelismo azaroso, pero también indicio de la intuición de los escritores.

Pero no debe despistar el concurso de lo fortuito porque los factores que operan en esta paridad son fruto de la voluntad de Aaron Sorkin de acercarse de forma fidedigna al poder y de su empeño por desmontar estereotipos denigrantes sobre los políticos. Lo cierto es que, acaso sin saberlo, sus legatarios se convirtieron en referente —el deber ser— de unos políticos que por primera vez contaban con una proyección en la ficción que no subrayaba miserias, tragedias o escándalos, como habían hecho cine y novela, sino que creaba un discurso más veraz y edificante. Un retrato tan poderoso e inusual que atrajo la atención de la clase política. Durante siete años, cada capítulo de El ala oeste era comentado en los pasillos del Capitolio y personalidades como Karl Rove o Henry Kissinger, dos de los más inteligentes (y siniestros) muñidores políticos, se encontraban entre sus 10 millones de espectadores. El programa tuvo unas audiencias respetables, aunque no espectaculares, concentradas en la población de mayores ingresos —el análisis de audiencias en Estados Unidos es de trazo fino—, lo que demuestra que la influencia cultural no depende tanto del cuántos como del quiénes.

Y, siendo justos, debe subrayarse que la serie se erigió en el laboratorio de ideas más poderoso de la historia reciente de Estados Unidos, pues logró influir decisivamente en los dos partidos, en los dos candidatos —deseosos de combatir el escepticismo político y enterrar la imagen proyectada por Bush— y tal vez en el comportamiento de los votantes. El fenómeno constituye un caso sin precedentes de soft power —poder blando—, de influencia indeliberada, y exige nuevas teorías en torno a la magnitud del impacto de la ficción sobre la realidad. Después de todo, tal vez esta serie haya cambiado la historia futura de nuestro mundo.

17-I-09, Pedro Vallín, es/lavanguardia