īRehenesī, Clara Sanchis Mira

La calle está revuelta. Avanzo con prisa y choco con un hombre atado de pies y manos. Disculpe, digo, no le había visto, ¿se encuentra bien? No mucho, susurra, ya se lo puede imaginar. Claro, digo, está usted inmovilizado con unos nudos muy prietos. Exacto, me dice con los ojos enrojecidos, es que soy un rehén de última categoría. No diga eso, le aliento, todos pasamos por malos momentos. Él mío es difícil, desde luego, pero no es peor que el de los demás. ¿Es que son muchos?, me alarmo. Muchísimos, silba, ¿no lee los periódicos?, cada día somos más. No me diga. Y lo raro, dice, es que no lleve usted todavía las cuerdas, ¿está seguro de que no se las empieza a notar? ¿Yo?, para nada. ¿Seguro?, dice. Ya le digo. ¿Y es usted un trabajador? Sí, claro. Mal asunto, no ponga la mano en el fuego, musita, y pierde la mirada en el horizonte. Perdone, digo, ¿no podría ser un poco más preciso? ¿A qué se refiere? Es que aún no he entendido de qué estamos hablando. Ya le he explicado que soy un rehén. Comprendo, es usted víctima de algún tipo de secuestro. Exactamente, me dice al oído, de un secuestro y un chantaje. Ya veo, ¿y cómo es que anda usted tan suelto, aunque atado, por la calle? Porque es un secuestro moderno, último modelo, garantizado. Ya. Los secuestros han evolucionado mucho, no crea. No. Y este es un secuestro muy elaborado, inodoro, aséptico. ¿Y quién tendría que pagar el rescate, si no es indiscreción? Usted. ¿Yo? Por ejemplo, dice. Mire, buen hombre, digo, yo comprendo que está en un mal momento, pero eso no significa que tenga que ir por ahí responsabilizando a la gente de sus cosas. Ya. Yo, a usted, no lo conozco de nada, y aunque su cara me resulte familiar y estemos en periodo navideño de agasajos, no veo la razón para pagar un rescate que ni me va ni me viene. Ja. ¿Ha dicho ja? Siéntese.

Nos sentamos en la acera y vemos circular los coches. El hombre atado se retuerce en silencio con sus cuerdas. Buenos nudos, sí. Una señora pasa por nuestro lado corriendo hacia atrás. Señora, grito, cuidado, que así no mira por dónde va y se puede dar un tortazo. Yotse ne nóisecer, gime sin parar de correr al revés. ¿Cómo dice? Euq yotse ne nóisecer, insiste desde lo lejos. El hombre atado me mira fijamente. Es muy sencillo, dice, usted paga el rescate porque no le queda más remedio, y porque le puede pasar lo mismo que a mí, mañana mismo. Me coge de la mano y me acaricia los deditos. No va a ganar usted nada poniéndose tierno conmigo, le digo. No importa, susurra en mi hombro, estamos en el mismo charco, y cuando usted paga, tampoco se da mucha cuenta, porque paga en diferido, con sus impuestos. Voy entendiendo. Es una especie de transfusión. A nosotros nos hacen una extracción lenta, casi imperceptible, con el último modelo de jeringuilla y anestesia epidural. Me va a meter el dedo en el ojo. Porque si el Gobierno, con sus impuestos y los míos, no les inyecta a la banca y a las multinacionales lo que les tiene que inyectar, a los trabajadores, como usted y como yo, nos irán despidiendo. Ya. Rozamos los tres millones de parados, ya lo sabrá. Ajá. Lo sentimos, dicen, pero si no nos inyectan, nos cargamos a los rehenes, ese es el mensaje. Entiendo. Es el último modelo de secuestro y chantaje endogámico en el que estamos enfangados todos los que pertenecemos a la familia de la pescadilla, y no a la del tiburón. Y dígame, pregunto, usted que tiene las cuerdas claras, ¿ha imaginado la manera de escapar? Quizás, barrunta, desatando primero a los políticos de sus deudas electorales bancarias, para que, al menos, tengan las manos libres para pensar. Mmh. Como tal vez ya ha hecho Obama, al recaudar el dinero de su campaña a través de internet, de ciudadano en ciudadano. Claro que decir esto, añade, es aventurar mucho. Mucho. Oteamos el horizonte, vemos pasar los coches y nos ponemos a contarlos.

19-XII-08, Clara Sanchis Mira, lavanguardia