"Perspectivas actuales del liberalismo", Juan Pina (II)

La actual deriva (hacia no se sabe dónde) del liberalismo organizado en partidos políticos coincide con otro proceso más profundo: el desencantamiento de muchos liberales respecto a la acción política en el seno del partido liberal correspondiente (como consecuencia de su indefinición, de su pactismo sin brújula o de su pérdida de identidad ideológica) y su opción personal, en cambio, por otras estrategias de influencia.

¿Cuáles son esas estrategias? Algunos liberales han optado por entrar en partidos políticos no liberales y tratar de “liberalizarlos” o al menos de promover ciertos fines liberales en su seno. Los partidos escogidos han solido ser partidos conservadores (por su mayor proximidad en los temas económicos), pero también a veces partidos de centroizquierda o socialdemócratas moderados (por su mayor proximidad en temas de derechos y libertades). En realidad el partido escogido ha dependido mucho del debate político de cada país. Una vez en ellos, los liberales normalmente no han constituido una corriente formal, pero sí se han agrupado entre sí espontáneamente. Otra estrategia ha sido la creación o participación en partidos “ad hoc”, orientados a una determinada campaña electoral y a un tema específico (bajada de impuestos, defensa de un determinado colectivo social, despenalización de las drogas, etcétera).

Pero la estrategia más extendida entre los liberales desencantados con el partido liberal de turno ha sido, simplemente, abandonar la política de partidos y buscar otros ámbitos desde los que propagar el mensaje liberal y arañar centímetros de libertad para el individuo. Entre esos ámbitos, los principales han sido el académico y el mediático. En cualquier país occidental encontraremos decenas de importantes comentaristas políticos, editorialistas de periódicos, profesores de universidad y otros líderes de opinión que son claramente liberales, pero que se resisten a entrar en política, y no sin razón: desde sus tribunas pueden hablar con mayor libertad y contagiar de liberalismo a más gente y más diversa, mientras que en un partido político estarían permanentemente sometidos a los vaivenes de la política y a las tensiones internas (no olvidemos que en una democracia lo menos democrático suelen ser los partidos políticos).

Las instituciones privadas liberales (fundaciones, think-tanks, centros de estudios, etcétera) tienen la gran ventaja de que pueden decir exactamente lo que piensan. Desde su perspectiva, los partidos liberales se quedan muy cortos. Desde su atalaya, es desesperante ver a esos pequeños partidos liberales trazando continuamente complejas alianzas para arrancarle a los grandes partidos iliberales algún escaño de diputado o en el mejor de los casos algún ministerio que después no se utilizará para hacer la política liberal sino un extraño híbrido donde pesará más, obviamente, el partido principal de la coalición. Desde el punto de vista de estos institutos liberales, a veces vale más apostar por personas concretas dentro de uno de los otros partidos, o bien dedicarse a influir en la realidad a través de los medios, así como realizando una importante labor de orientación sobre los políticos principales del momento, provengan del partido que provengan.

En mi opinión, todas las estrategias son válidas si conducen a algo. Es legítimo soñar con un partido liberal fuerte que alcance una importante representación parlamentaria y pueda forzar la adopción de leyes y políticas liberales. Nada más que en ese caso hay que ser prácticos, calcular las fuerzas antes de lanzarse a la arena política y, si tal partido es viable, arriesgarse a aparecer como el partido de los principios, el partido que no hace concesiones filosóficas a cambio de simples puestos y cargos, el partido limpio que defiende sus postulados contra viento y marea, diferenciándose claramente de los demás partidos, diciendo cosas profundamente distintas de las que dicen los conservadores y socialistas. Sólo vale la pena constituir un partido liberal, o reflotar uno existente, si es para hacer algo distinto, si es para combatir sin tregua a nuestros enemigos, si es para minar los cimientos mismos del hiperestado. Para hacer politiqueo dentro del sistema y del consenso generalizados, no hace falta tomarse tantas moletias, basta acomodarse a uno de los otros partidos, no importa a cuál.

Es igualmente legítimo, aunque arriesgado para la salud psíquica de un auténtico liberal, adoptar la estrategia trotskista de ingresar en un partido mayoritario y tratar de cambiar las cosas desde ahí. Nada más que entonces conviene no hacer la guerra en solitario, sino configurar una auténtica red de liberales dentro de ese partido, al objeto de ir alcanzando metas poco a poco, con un plan pretrazado desde nuestro secreto conspirábulo.

En los partidos socialdemócratas tendremos que sembrar la duda respecto a la eficacia de la ingeniería social y las virtudes de la autogestión, como paso previo para desmontar el mito del Estado omnisciente y omnipresente. Así revalorizaremos la acción espontánea de los grupos humanos, por ejemplo apoyando a las organizaciones no gubernamentales que están tan de moda entre los socialdemócratas, y de ahí podremos pasar a extrapolar ese modelo al ámbito de la producción de bienes y servicios, para lo cual deberemos emprender una lucha sin cuartel por dignificar el lucro como legítimo impulso de la acción humana. Nuestros grande enemigos internos serán los puristas de la ideología de ese partido, y con razón.

En los partidos conservadores tendremos que abrirnos paso a codazos entre otras “quintas columnas” más amplias y mejor organizadas que la nuestra: las confesionales (Opus, Legionarios, sectas diversas, etcétera) y promover los valores de la modernidad y la racionalidad frente a los lobbies internos que abogan por la reinstauración del pasado, el misticismo y la tradición. No deberemos olvidar que tampoco los conservadores son realmente liberales en economía (suelen ser mercantilistas, no librecambistas), y habrá que arrancarles más concesiones en el área económica mientras tratamos de hacer lo posible por calmar su nacionalismo de Estado y frenar desde dentro su involucionismo en temas morales, familiares, etcétera. Los conservadores son tan intervencionistas como los socialdemócratas, nada más intervienen de otras formas y en otras áreas.

Ya nos infiltremos en un partido conservador o socialdemócrata, por higiene mental sería muy prudente mantener un estrecho vínculo con fundaciones e institutos de pensamiento liberales, y leer mucho a Hayek, a Von Mises y a otros autores liberales. Será nuestra terapia.

Y, desde luego, también es legítimo hacer política fuera de la política. Y puede resultar más eficaz a la hora de influir en la realidad y conquistar más libertad para el individuo humano, que es nuestra meta. Los institutos y fundaciones cumplen un papel esencial de generación de ideas-fuerza. Los líderes de opinión liberales propagan en los medios de comunicación esas ideas-fuerza y generan un estado de opinión pública favorable a las tesis liberales. Es importante observar que los liberales, que estamos perdiendo en muchos países la batalla de la política de partidos, solemos cosechar nuestros mayores éxitos con esta particular estrategia. Nuestras ideas-fuerza son automáticamente incorporadas por los políticos de uno u otro bando y promovidas con todos los medios de que disponen. Claro que, muchas veces, nuestra idea original llega atenuada o matizada por el sesgo ideológico colectivista de derechas o de izquierdas, pero por lo menos vamos alcanzando lentamente algunas metas. Sólo echo en falta, en esta tercera estrategia, una mayor coordinación entre los liberales.

Esto me lleva a una reflexión algo amarga. Los liberales, tal vez debido a nuestra alta estima por el individualismo, parecemos condenados a no saber organizarnos. En cada uno de nuestros países existen al menos cinco o seis círculos liberales principales y muchos más de dimensiones liliputienses. Muchos de estos círculos no pasan de contar con unas pocas decenas de personas, y muchas veces su exclusivismo los mantiene aislados. Son casi clubes de amigos que se reúnen a cenar cada mes para comentar lo mal que va todo y criticar al gobierno, sin pasar casi nunca a la acción. Esas células liberales apenas se comunican entre sí, apenas coordinan acciones o estrategias. Muchas veces lo que se echa en falta es un mayor esfuerzo por comunicarse con otras islas liberales (sobre todo con las grandes fundaciones que sí realizan una labor eficaz) y poner en común ideas y estrategias. Lejos de promoverlas con una voz nítida y resonante, parecemos con frecuencia un coro de grillos difícilmente inteligible. Deberíamos aprender las técnicas de organización, marketing político y propaganda de nuestros rivales marxistas y confesionales, porque son francamente buenas.

Con todos estos elementos y otros muchos que cada uno aporte, deberíamos preocuparnos por generar un debate entre liberales, un debate del que podamos extraer conclusiones útiles para alcanzar nuestra meta: influir en la sociedad para hacer que los valores de la libertad prevalezcan sobre otras consideraciones, derrotando al hiperestado y afirmando al individuo humano autosoberano.

 

Perspectivas programáticas actuales

Desde mediados de los años ochenta, los liberales estamos inmersos en un profundo debate filosófico y en una importante autocrítica. La revista que dirijo, Perfiles del siglo XXI, surgió ya en 1987 con la tarea de servir de foro y de revulsivo para ese debate y para esa autocrítica. Desde que asumí la dirección de Perfiles a principios de 1999 me propuse sobre todo que la revista sirviera para renovar, “aggiornar” el liberalismo.

Tomamos prestada la palabra “aggiornamento” del debate que se da en el seno de la Iglesia Católica sobre la actualización de su doctrina. Aunque no estemos tan enorme y desesperadamente necesitados de actualización como lo está el catolicismo, lo cierto es que durante las últimas décadas se ha echado en falta una mayor evolución de nuestro ideario, y esto se percibe especialmente en el terreno político.

Puestos a la tarea de aggiornare el liberalismo, nuestro futuro no está ni a la “derecha” ni a la “izquierda” sino delante, y “delante” significa unas veces a un lado y otras al otro, pero siempre más cerca del individuo, más modernos, menos intervencionistas, más decididos a derrocar el colectivismo, mucho menos conformistas. Tengamos en cuenta que el aggiornamento de las otras ideologías (véase la Tercera Vía de Tony Blair o el “centro reformista” de José María Aznar) consiste en importar elementos del liberalismo y “robarnos” ideas. Para nosotros, por tanto, debería ser muy sencillo: nuestro aggiornamento consiste en recuperar nuestras señas de identidad originales desprendiéndonos de cuantas concesiones hemos tenido que hacer a nuestra izquierda y a nuestra derecha, y en seguir hacia adelante la trayectoria marcada por nuestra evolución histórica, pero avanzando deprisa todo el camino que no hemos recorrido en estas décadas de letargo, para llegar a un liberalismo puro y fuerte, claramente distante del sucedáneo liberal que intentan hacernos tragar los conversos de última hora al travestir sus viejos partidos. Nuestra actualización pasa por ser, sencillamente, mucho más liberales y mucho más directos, francos, abiertos y honestos a la hora de exponer nuestras ideas tal y como son.

Si así lo hacemos, con seguridad incorporaremos mucho del discurso libertario. Los libertarios son una corriente de pensamiento originada en el liberalismo norteamericano, que abandonó la etiqueta “liberal” cuando ésta comenzó a emplearse allí para referirse a los socialdemócratas y otros intervencionistas. El libertarismo tiene grandes partidarios y detractores entre los liberales del resto del mundo. En términos generales, el libertarismo representa el único intento serio de actualizar el liberalismo y, en el terreno práctico, de recuperar jovialidad, frescura e impulso político. Un liberalismo que avance sobre su propia trayectoria y se atreva a incorporar las principales ideas “hiperliberales” surgidas del libertarismo será mucho más acorde con su época y mucho más viable como fuerza política, porque se diferenciará claramente de todos sus competidores. Será, indiscutiblemente, la corriente ideológica del individuo (como lo ha venido siendo hasta ahora pero con mucho más coraje, empuje y convicción), y al presentarse ante todos con esta clara misión individualista y anticolectivista se hará perceptible y evidente que en realidad al liberalismo, a este nuevo liberalismo del siglo XXI, le separa un abismo de todo lo demás que existe en el terreno de las ideas. A un lado estarán los colectivistas, ya procedan de la izquierda o de la derecha (términos hoy superados) y al otro, los liberales libertarios que velan por el individuo y anteponen la libertad personal a cualquier otro objetivo, lo que les llevará —si hay alguien que a estas alturas todavía nos quiera circunscribir en esa escala de izquierdas y derechas— a ser “izquierdistas” radicales cuando se trate de defender a capa y espada la no injerencia del Estado en la moral de las personas o los derechos individuales frente a los tabúes de la bioética, o la abolición del servicio militar y la pena de muerte, o el desmantelamiento del nacionalismo de Estado; y a ser muy “de derechas” cuando se trate de luchar por la plena libertad económica, por la rehabilitación del lucro como motivo digno y legítimo de la acción humana, por la plena libertad de horarios y la máxima flexibilidad en la contratación, por el respeto estricto a la propiedad, por los impuestos proporcionales frente a los progresivos o contra la presión fiscal.

Si los liberales tenemos el valor de caminar por esta senda, de presentarnos ante la sociedad sin máscaras y decir lo que pensamos, un número suficiente de personas nos seguirá y nos brindará su apoyo, ya sea en política o por otras vías. Esto lo han entendido bien los principales think-tanks, sobre todo en los Estados Unidos. Falta que lo entiendan los políticos liberales en todo el mundo. Tocan a su fin los tiempos de ese liberalismo moderado hasta el aburrimiento, conformista hasta la negligencia y estratégicamente colocado ante cada decisión en torno a esa calculada y artificiosa entelequia que llaman el “centro”. Es comprensible que nuestros antecesores pusieran el acento en instaurar y proteger unos mínimos de democracia y Derechos Humanos y civiles, porque esa era la prioridad lógica en su tiempo. Hoy no. Hoy ya no estamos en una época de confrontación armada de las ideologías ni tenemos frente a nosotros enemigos totalitarios dispuestos a aniquilar incluso la modesta libertad existente. Por tanto basta ya de entreguismo intelectual: hoy tenemos que pasar página y continuar nuestra misión en vez de seguir cumpliendo la de nuestros abuelos.

Se abre ante todos una nueva etapa en la que tenemos mucho que decir, pero en la que sólo se nos escuchará si lo decimos con convicción, con diferenciación respecto en muchos casos desde fuera del consenso generalizado. En el plano intelectual muchos liberales ya lo están haciendo. Aplicarlo a la política y, especialmente, a la política de partidos es la gran asignatura pendiente. Tenemos que desaprender todo el maquiavelismo de la vieja partitocracia. Pienso que aún es posible trabajar por esta especie de liberalismo puro y fuertemente libertario desde la política de partidos, aunque tal vez sea necesario refundar de arriba a abajo la mayoría de los partidos liberales o, sencillamente, fundar partidos nuevos que no nazcan viciados por los errores del pasado.

 

Algunas ideas-fuerza

Para terminar me gustaría dejar sobre la mesa unas pinceladas programáticas, unas propuestas específicas del liberalismo actual, un liberalismo fuertemente libertario, radicalmente anticolectivista, firmemente opuesto a la derecha y a la izquierda tradicionales en unos casos, y superador de ambas en otros. Al oírlas se darán cuenta de por qué un liberal, si es liberal en todo, si lo es profundamente, no puede estar en ninguno de los dos grandes partidos convencionales, en el caso español PP y PSOE.

Los liberales queremos que la soberanía y el autogobierno de la persona prevalezcan por encima de cualquier otra consideración, por importante que ésta sea.

Los liberales, por lo tanto, condenamos toda influencia del misticismo sobre la política y sobre la Ley, trasladando a cada ciudadano la plena libertad de decidir sobre todas las cuestiones de tipo moral. Creemos en el derecho a la interrupción del embarazo como un elemento esencial de la soberanía personal de la mujer. Creemos en el derecho a decidir la propia muerte o planificar las circunstancias de la misma, es decir, el derecho a la eutanasia. Creemos que las drogas deben legalizarse, no sólo porque es la mejor manera de evitar su adulteración y hundir a las mafias del narcotráfico, sino porque el ser humano es libre de consumir cualquier producto. Creemos que la orientación sexual de las personas es un factor personal irrelevante a la hora de considerarlas, como la raza, la edad, la estatura o el color del pelo, y por ello reivindicamos todos los derechos para el colectivo de gays y lesbianas, incluyendo el derecho de adopción. Creemos en el derecho a la objeción de conciencia respecto a cualquier obligación impuesta por el Estado. Creemos que la profesión militar debe ser voluntaria y exigimos la abolición del servicio militar en los países donde persiste, por se un secuestro legal intolerable. Creemos en la libertad de asentamiento de las personas en cualquier lugar del mundo y consideramos obsoleto el concepto de nacionalidad frente al de residencia. Creemos en el libre ejercicio de la prostitución, regulada como una profesión más.

Los liberales creemos que la soberanía personal se ejerce sobre un ámbito, que es el de la propiedad. El derecho de propiedad es esencial. La persona nace con algunas propiedades: el proceso biológico que llamamos “vida”, el cuerpo y sus órganos y productos, la opción reproductiva, la mente y la capacidad de pensar e idear, la fuerza y la capacidad de transformar la materia. Con el paso del tiempo adquiere otras propiedades, como los conocimientos, la experiencia, la habilidad, la capacidad de trabajar y los objetos, títulos y derechos que obtiene por diferentes medios: a cambio de su trabajo intelectual o físico, por regalo, por azar, por su habilidad en la adquisición y enajenación de otras propiedades u otras formas de interacción con otros individuos, etcétera. La propiedad es indisociable de la condición soberana de la persona: es la faceta tangible del carácter humano y no meramente animal de la persona. Cuando se priva a una persona de su propiedad bienhabida se hace añicos su soberanía y se la reduce a la condición de esclava, porque sin propiedad casi no hay persona. Por lo tanto los liberales condenamos la lógica de alta tributación y posterior redistribución, una lógica que infantiliza a las personas y crea un hiperestado orwelliano tan insidioso como incapaz.

Creemos en una tributación muy reducida, limitada constitucionalmente, destinada al mantenimiento de un Estado mínimo que actúe como árbitro y garante, sin intervenir en la economía ni en la cultura ni en la sociedad. Creemos justo que esa tributación sea proporcional y no progresiva. Creemos que el endeudamiento del Estado también debe limitarse constitucionalmente. Creemos que la glorificación del Estado del bienestar ha sido un gran error y que éste debe ser desmantelado paulatinamente y sustituido por instituciones de previsión, sanidad y educación emergidas libremente en la sociedad, ya sean con ánimo de lucro o no. Creemos que la universalidad de la sanidad, la educación, la atención jurídica o la previsión de la vejez son conquistas irrenunciables, pero que están mejor gestionadas por entidades privadas que por el Estado. Es particularmente sangrante el expolio al que se somete a los ciudadanos en Europa, España incluida, a través de las cotizaciones a un sistema público de pensiones que sólo genera pobreza en la vejez. Las pensiones de miseria son una consecuencia directa del llamado sistema de “reparto”, el actual, que los liberales queremos sustituir por un sistema de capitalización individual privada, con un fondo de solidaridad que cotice por quienes no puedan hacerlo. Este mismo sistema es extrapolable a la previsión del desempleo, a la educación y a la sanidad.

Los liberales creemos en Estados de tipo federal donde se asegure el pluralismo de las identidades etnoculturales, y preferimos una gran desconcentración de la gestión y de la recaudación, no una administración central fuerte e injerencista. Los liberales no creemos que la monarquía hereditaria tenga sentido en el marco político de una sociedad libre.

Los liberales queremos una democracia profunda y permanente. Profunda porque no se dé un cheque en blanco a los políticos sino un mandato concreto, permanente porque los actuales medios tecnológicos permiten frecuentes consultas a la ciudadanía. Creemos que un sistema electoral justo es matemáticamente proporcional a lo votado, sin las manipulaciones actuales vía Ley d’Hondt. Por supuesto queremos listas abiertas, voto por prioridades, escaños vacíos por los votos en blanco, etcétera. Al mismo tiempo, no creemos que el Estado deba financiar con nuestros impuestos ni a los partidos políticos ni a los sindicatos ni a las patronales ni a las confesiones religiosas ni a ninguna entidad privada, sino que es la sociedad quien libremente aportará a aquellas entidades que prefiera, siendo fiscalmente desgravables las aportaciones a cualquier entidad no lucrativa.

Somos exigentes en la calidad de la democracia, pero al mismo tiempo advertimos que ésta se prostituye cuando se sale de su papel. La democracia es el sistema ideal para la adopción de las decisiones colectivas, y no puede emplearse como excusa para invadir el ámbito de decisión privada de las personas.

Creemos que una democracia auténtica requiere una administración de justicia realmente independiente. Nos oponemos al nombramiento de los órganos judiciales y de la Fiscalía por parte del poder ejecutivo o legislativo.

Los liberales creemos firmemente en el mercado. El mercado no es otra cosa que la libre interacción de millones de personas. El mercado se prostituye y crea injusticias cuando los políticos intentan moldearlo a su capricho. El mercado más justo es el mercado más libre. El mercado existe desde la prehistoria, desde las sociedades humanas más simples. El mercado es la relación voluntaria de intercambio entre las personas, que al actuar en interés propio generan siempre, incluso involuntariamente, un beneficio tangencial para la comunidad.

Creemos que el tiempo de cada persona le pertenece y puede administrarlo como desee. Por ello, entre otras cosas, creemos en la plena libertad de horarios comerciales. Si un comprador quiere comprarse una mesa un domingo a las cuatro de la madrugada y la tienda, sea grande o pequeña, quiere abrir, nadie tiene derecho a impedirlo.

Creemos en la libre asociación, y por ello estamos en contra de la adscripción obligatoria a colegios profesionales, sociedades de autores u otros organismos. El corporativismo merma seriamente la espontaneidad.

Aborrecemos las costosas campañas de publicidad, pagadas con nuestros impuestos, por medio de las cuales el Estado nos dice lo que tenemos que hacer o sentir. Somos nosotros los que tenemos que decirle al Estado lo que tiene que hacer, y sobre todo lo que no tiene que hacer.

Los liberales no creemos en los medios de comunicación de titularidad pública, que suelen ser pozos sin fondo hiperdeficitarios y que sólo sirven a los intereses de comunicación del gobierno de turno. Véase RTVE, sin ir más lejos.

Los liberales condenamos la violencia, el uso de la fuerza para condicionar la acción de otros, ya sea el Estado o un particular quien la ejerza. Creemos firmemente en los Derechos Humanos y civiles, y detestamos toda forma de tortura o trato degradante, condenando la mayor abominación contra la principal propiedad privada, es decir, la pena de muerte.

Los liberales nos reímos del neopatriotismo en cualquiera de sus manifestaciones y estamos por la globalización y el mestizaje. Anteponemos los Derechos Humanos y civiles al concepto de soberanía estatal, defendiendo el derecho de injerencia humanitaria y democrática.

En definitiva, creemos en una sociedad de hombres y mujeres responsables de sí mismos (la responsabilidad es la otra cara de la moneda de la libertad). Una sociedad de seres adultos, soberanos, autogobernados, una sociedad de personas en la plena extensión de la palabra, es decir, una sociedad libre.

Muchas gracias.


(*) Juan Pina,
Vicepresidente del Movimiento de Juventudes Liberales de la UE (1990-1992)
Vicepresidente de la Federación Internacional de Juventudes Liberales (1991-1997)
Vicepresidente de la Internacional Liberal (1997-2002)
Director de la revista Perfiles Liberales, Fundación Friedrich Naumann (1999-2003)

fundador del Partido de la Libertad Individual, p-lib.es