"Querido Presidente, quiero la eutanasia"

Carta abierta al Presidente de la República, presentada hoy en la Sala de prensa del Congreso de los Diputados.

Piero Welby es copresidente de la Asociación Luca Coscioni y sufre distrofia muscular progresiva.

Le escribo a Usted, y a través de Usted me dirijo a aquellos ciudadanos que tendrán la posibilidad de escuchar mis palabras, mi grito, que no es de desesperación, sino lleno de esperanza humana y civil para este nuestro País.

Hasta hace dos meses y medio, mi vida estaba llena de dificultades, pero al menos, durante algunas horas al dia podía, con la ayuda de mi ordenador, escribir, leer, investigar y hacer amigos por internet. Sin embargo, ahora me encuentro en una situación de la que no hallo salida.

El día empieza con la alarma del ventilador pulmonar, mientras que cambian el filtro humidificador y el catheter mounth, y transcurre con el sonido de fondo de la radio, tras frecuentes aspiraciones de las secreciones traqueales, seguimiento de los parámetros isométricos, aseo personal, medicaciones, bebidas de cura pulmonar. Antes me levantaba como muy tarde a las diez y me ponía a escribir en el PC. Ahora, mi patología, la distrofia muscular, se ha agravado tanto que no me deja realizar ningún movimiento; mi equilibrio físico se ha vuelto muy precario. Al mediodía, con la ayuda de mi mujer y de un asistente, me levanto, pero cada vez más a menudo, a penas logro estar sentado y abrir el ordenador, pues me siento enormemente cansado. Me esfuerzo en sentarme sobre la silla para adoptar, al menos durante una hora, otra postura diferente a la de estar tumbado sobre la cama. De nuevo en la cama, a veces, me adormezco, pero me despierto asustado, sudado y mas cansado que antes. Entonces, pido que enciendan la radio, pero la escucho sin prestar demasiada atención. No consigo concentrarme porque pienso constantemente en cómo poner fin a esta vida. Hacia las seis, hago otro esfuerzo para incorporarme, con la ayuda de mi mujer Mina y mi sobrino Simone. Cada día voy a peor, más débil y cansado. Después de una hora, me llevan a la cama. Miro la televisión, esperando que llegue la hora de la compresa del Tavor para dormirme y no sentir nada más y con la esperanza de no despertarme a la mañana siguiente.

Yo amo la vida, Presidente. Vida es la mujer que te ama, el viento entre los cabellos, el sol sobre la cara, el paseo nocturno con un amigo. Vida es también la mujer que te deja, un día de lluvia, el amigo que te desilusiona. Yo no soy ni un melancólico ni un maníaco depresivo –la muerte me horroriza, desgraciadamente lo que me ha quedado no es vida – es sólo un empecinamiento insensato de mantener activas las funciones biológicas. Mi cuerpo no es más mío… está ahí, desencajado ante los médicos, asistentes y parientes. Montanelli me entendería. Si fuese suizo, holandés o belga podría desprenderme de este ultraje extremo, pero soy italiano y aquí no hay piedad.

Estará pensando, Presidente, que estoy pidiendo una “muerte digna”. No, no se trata de eso. Y no hablo solo de la mía, de muerte. La muerte no puede ser nunca “digna”; digna, o decorosa, debería ser la vida, sobre todo cuando se va debilitando a causa de la vejez, o de las enfermedades incurables y terminales. La muerte es otra cosa. Definir la muerte por eutanasia “digna” es un modo de negar la tragedia misma de morir. Es un continuar ocultando o tergiversando la propia muerte, que desechada de las casas, escondida tras los biombos de los hospitales, abandonada en la soledad de los geriátricos, parece ser lo que no es. Qué es la muerte? La muerte es una condición indispensable para la vida. Eschilo escribió: “Ostil, luchar. Ruina me asalta. Crece el desborde. Océano ciego, pozo negro de pena me cerca sin atisbos. No existe muelle”.
El muelle existe, pero la eutanasia no es una “muerte digna”, sino una muerte oportuna, en palabras del hombre de fé Jacques Pohier.

Oportuno es lo que “te empuja hacia el puerto”; para Plutarco, la muerte de los jóvenes es un naufragio, y la de los viejos un arribo a puerto y Leopardi la define como el único “lugar” donde es posible un reposo, no alegre, pero seguro. En Italia, la eutanasia está penada, pero eso no quiere decir que no “exista”: existen peticiones de eutanasia rechazadas por el temor de los médicos a ser procesados penalmente y al contrario, pueden practicarse actos eutanásicos sin el consentimiento informado de pacientes conscientes.

Para aceptar peticiones de eutanasia, algunos países europeos, como Holanda o Bélgica, han introducido procedimientos que permiten al paciente “terminal” programar con el médico el camino al “arribo” a la muerte oportuna. Una ley sobre eutanasia no es la petición incomprensible de unos pocos excéntricos. Incluso en Italia ya se presentaron cuatro ó cinco propuestas de leyes durante la pasada legislatura.

La asociación de anestesistas, aunque con mucha cautela, ha pedido una ley más clara; el reciente pronunciamiento del vencido (y aún no renovado) Comité Nacional de Bioética sobre las Directivas Anticipadas de Tratamiento ha resaltado la imposibilidad de rechazar la eutanasia en caso de que el médico se atenga a las disposiciones anticipadas escritas por el paciente. Incluso en la Iglesia se están abriendo algunas puertas que, aun siendo tradicionales, permiten intervenir con curas paliativas y no a través de terapias desproporcionadas que no aportan beneficios concretos al paciente. La opinión pública es siempre más consciente de los riesgos de dejar al médico cada decisión sobre las terapias a practicar. Muchos han acudido a un familiar o a un amigo durante una enfermedad incurable y con un alto grado de invalidez y han madurado la decisión de, si les hubiera pasado a ellos, no recorrer hasta le final el mismo camino. Otros han asistido a la tragedia de una persona en estado vegetativo persistente.

Cuando afrontamos la temática del fin de la vida, no nos encontramos en presencia de un combate entre los que están a favor de la vida y los que están a favor de la muerte: todos los enfermos quieren curarse, no morir. Quien comparte, con amor, el camino obligado que la enfermedad impone a la persona amada, desea su recuperación. Los médicos, se muestran impotentes ante las patologías, hasta ahora, incurables, esperan el milagro laico de la investigación científica. Entre deseos y esperanza, el tiempo pasa inexorablemente y, con el paso del tiempo, las esperanzas se debilitan y el deseo de curarse se convierte en el deseo de abreviar un camino de desesperación, antes de que llegue el fin natural que las técnicas de reanimación y las máquinas que simulan las funciones vitales consiguen dilatar siempre más en el tiempo. Por el modo en que nuestras técnicas nos mantienen con vida, llegará el día en que de los centros de reanimación saldrán pelotones de muertos-vivientes que terminarán vegetando durante años. Probablemente todos nosotros debemos aprender continuamente que morir es también un proceso de aprendizaje, y no sólo el caer en un estado de inconsciencia.

Su Santidad, Benedicto XVI, ha dicho que “frente al pretexto, que comúnmente aflora, de eliminar el sufrimiento, recurriendo a la eutanasia, habría que recordar la dignidad inviolable de la vida humana, desde el momento de la concepción hasta su fin natural”. Pero qué hay de natural en una sala de reanimación? Qué hay de natural en un agujero en la barriga y en una bomba que la rellena de grasas y proteínas? Qué hay de natural en un agujero en la tráquea y en un aparato bombeando aire en los pulmones? Qué hay de natural en un cuerpo mantenido biológicamente en funcionamiento con la ayuda de respiradores artificiales, alimentación artificial, hidratación artificial, evacuación intestinal artificial, muerte-artificialmente-pospuesta? Yo entiendo que se pueda, por razones de fé o de poder, jugar con las palabras, pero no creo que por las mismas razones se pueda “jugar” con la vida y el dolor de otros. Cuando un enfermo terminal decide renunciar a los afectos, recuerdos, amistades, a la vida y pide poner fin a una supervivencia cruelmente “biológica” – yo creo que su voluntad debería ser respetada y acogida con la piedad que representa la fuerza y la coherencia del pensamiento laico.


Soy consciente, Señor Presidente, de haberle hablado también, a través de mi cuerpo enfermo, de política y de objetivos propios del libre debate parlamentario; y no pido necesariamente su intervención o pronunciamiento sobre el asunto. Lo que sí me permito recomendarle es la defensa del derecho de cada uno y de todos los ciudadanos a conocer las propuestas, razones, historias, voluntad y vidas que, como la mía, entran dentro de este asunto. El sueño de Luca Conscioni era el de liberalizar la investigación y dar voz, en todos los sentidos, a los enfermos. Su sueño ha sido interrumpido y sólo después de ser interrumpido, ha sido conocido. Ahora somos nosotros los que tenemos que soñar también por él. Mi sueño, también como co-presidente de la Asociación que lleva el nombre de Luca, mi voluntad, mi petición, que quiero llevar a todas las instancias, desde las políticas a las judiciales, está hoy en mi mente más claro y presente que nunca: poder acceder a la eutanasia. Querría que a todos los ciudadanos italianos les sea concedida la misma oportunidad de la que gozan ya ciudadanos suizos, belgas y holandeses.

Piergiorgio Welby
(otoño-2006)