Hamra, el darrer barri tolerant i multiconfesional del Proper Orient

Es el último barrio beirutí tolerante y multiconfesional de Oriente Medio. Cuando adoquinaron la calle Hamra, sus vecinos recobraron confianza. Fue después de la guerra incivil que duró tres lustros.

FERRAN QUEVEDO El último reducto de tolerancia. Beirut se ha convertido en la última ciudad del Oriente Medio árabe donde se puede encontrar un ambiente occidentalizado, como refleja esta imagen del hipódromo de la capital libanesa

La famosa calle y su barrio, que había surgido fulgurantemente, en la década de los sesenta –convirtiéndose en el más cosmopolita centro de población de Oriente Medio–, se había arrastrado por un tiempo decadente y triste. La guerra entre 1975 y 1990 desfiguró su fisonomía con transeúntes que procedían de suburbios miserables del oeste de la capital, con soldados sirios y milicianos de todo pelaje, libaneses o palestinos, a bordo de jeeps en los que armaban una Duchka, la ametralladora soviética detrás de la que presumían estos combatientes adolescentes que se enseñorearon del vecindario.

Después, los años del terror, con asesinatos y secuestros, ahuyentaron a muchos de sus habitantes de fe cristiana, a diplomáticos que tuvieron que cerrar sus embajadas, y a las colonias extranjeras que se habían arraigado sin esfuerzo, en su ambiente de libertad.

Cuando, una noche de otoño de 1970, llegué por vez primera a Hamra, cuyo nombre se atribuye a las dunas rojizas de sus tierras y descampados cerca de la orilla del mar, me deslumbró. Era antes del frenesí constructor, Las tiendas de ropa, las cafeterías con sus terrazas alegres, los supermercados, librerías, los innumerables puestos de cambistas, y sobre todo los cines, donde se exhibían las últimas películas americanas y europeas, además de las egipcias, regalaba un estallido continuo de luz.

Pero si la calle –poco mas de mil quinientos metros de larga ,y nada amplia pese a que los hiperbólicos libaneses la llamaban pomposamente “Les Champs Élysées” o “el Broadway de Beirut”– era un mito tanto en Oriente como en Occidente se debía a sus gentes, que le daban su carácter moderno muy peculiar, su fisonomía de calle mayor de Oriente Medio. Fue allí, en la terraza de una cafetería, la famosa Horsechoe, frecuentada por intelectuales, artistas, apasionados dirigentes palestinos, donde un amigo diplomático me dio rudimentarias lecciones para aprender a observar, a distinguir, por su porte más que por su indumentaria, un cristiano de un musulmán, un egipcio de un sirio, un sudanés de Nubia de un negro africano.

En los meses estivales la calle se poblaba de los ricos veraneantes del Golfo. Esbeltos adolescentes disimulaban sus cabelleras frondosas bajo la pulcra kefia con la que se tocaban. Los poderosos jeques circulaban con sus ostentosos automóviles americanos, a veces con los números de la matricula esculpidos en oro. Muchachas graciosas, desenfadadas, europeas u orientales, blancas o negras, se paseaban con indolencia por las estrechas aceras.

En el pequeño paraíso de Hamra, con clubs privados, diminutas salas de cine pornográfico, joyerías, muchas veces armenias, y tiendas de electrodomésticos, los fedayines –guerrilleros palestinos– empezaron también a aparecer en una primavera de extraños presagios de un mundo lejano, en aquel ambiente de ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental.

“Hamra ha sido para mí el espacio de libertad donde descubrí en mi juventud el mundo a través de películas como El Satyricon, Teorema, El ultimo tango en París, donde compraba las novelas francesas de éxito o los vestidos de moda de París”, me decía Dominique Roch, gran periodista libanopalestina, durante muchos años corresponsal de Radio France Internationale.

Tengo la suerte de vivir en una casa que me gusta y en un barrio que me encanta. La calle central de Hamra arranca con la antigua residencia del presidente de la república Camil Chamoun, los estudios de la televisión Mustaqbal. Continúa ante la universidad Armenia, el Banco central del Líbano con sus legendarias reservas en oro que nadie robó durante la anárquica guerra, pasa por delante de la iglesia de los Capuchinos de San Francisco –una de las diversas iglesias cristianas como la de los grecoortodoxos, grecocatólicos o evangélicos armenios– se extiende entre flamantes tiendas de moda, restaurantes, bares de marcha juvenil nocturna, hasta la esquina de la calle Sadat, que todo el mundo llama de Abu Taleb, en memoria de un mostachudo y afable vendedor ambulante muy popular. Desemboca en el paseo marítimo, con la noria de su Luna Park. A un lado queda el palacio vacío de los Hariri con su gran parque amurallado.

Pese a que este es un barrio musulmán suní, no tiene grandes mezquitas. Ni en los tiempos de más intransigencia de la guerra, que dividió la capital entre las zonas musulmana del oeste y cristiana del este, a lo largo de un frente inmóvil de barricadas y trincheras, sus iglesias nunca fueron atacadas ni profanadas.

Hamra es el corazón de Beirut, porque es el único barrio donde se codean musulmanes y cristianos, cuando las otras partes de la ciudad se han convertido en guetos. Su espíritu es la expresión de su vecindario, entre el que la universidad americana de Beirut, de origen protestante, con su prestigioso hospital, le dan su carácter indeleble. El ambiente estudiantil anglófono –¡ay de la francofonía en Beirut!– se desparrama bullicioso por sus aledaños.

Concluido hace medio siglo el efímero cosmopolitismo de Alejandría, Beirut –y en Beirut, Hamra– es el último reducto que queda en el Oriente Medio árabe de libertad y diversidad de estilos de vida. El único partido en el barrio es el Partido Nacional Socialista Sirio, de tendencia laica y panarabista, vestigio de una época anterior progresista.

Los tiempos de fanatismo y de pauperización no han ahogado su vitalidad, aunque han hecho brotar una Corte de los Milagros de desharrapadas mujeres, hombres y niños sirios, que se arrastran por sus calles. Los hoteles están medio vacíos, por la ausencia de turistas de los ricos principados del Golfo, las librerías, languidecen. Algunos restaurantes, durante el Ramadán, se mostraban reacios a servir públicamente alcohol. pero el barrio no ha perdido su alma.

Como hamriota –fue el embajador Pedro de Aristegui quien así me llamaba– estoy percatado que Hamra, la Roja, resistirá hasta el final.

12-VIII-13, T. Alcoverro, lavanguardia