La Europa que queremos

Hasta la caída del muro de Berlín, Europa ha quedado al amparo del cómodo paraguas de los Estados Unidos, garante de la contención de la amenaza soviética. Después del 1989, Europa se ha encontrado de repente sin paraguas protector y demandada desde todas partes para que asumiera una responsabilidad siempre mayor. Ha sido acusada sucesivamente de descender de Venus y no de Marte, de ser incapaz de tener una voz propia o recortar su papel en un mundo en continua transformación. Hoy están América, China e India, está una América del Sur ya no tan alineada tras la doctrina Monroe, está el mundo árabe emergente y el Islam, está el Papa y está incluso África con sus tragedias y sus incógnitas potencialmente desestabilizadoras. En suma, sólo Europa no está. Evidentemente, Europa no ha estado entre las "prioridades" en estos años, pero quizás se ha mecido en la ilusión que las cosas habrían ido adelante, sin tumbos, hasta el infinito. Para cambiar esta postura, a Europa le hace falta un fuerte empujón innovativo, un espaldarazo radical que le haga hallar un alma, una capacidad de iniciativa que la sustraiga a la condena de ser una entidad geográfica o poco más. En este cuadro, el Manifiesto de Ventotene queda como referencia a la que, si no volver, por lo menos deber repensar no como abstracta utopía, sino como proyecto político de la época, de profundidad fundadora como fue la opcón de los federalistas americanos de transformar una confederación de 13 microestados en un potente sujeto político, los Estados Unidos de América. No un superestado por lo tanto, sino un gobierno de Estados; no un periférico conciertito de medias y pequeñas potencias sino la transformación en un verdadero sujeto político. La cuestión preliminar es: ¿en Europa seremos capaces de realizar un cuadro institucional más innovativo, habida cuenta de que el papel de las instituciones y su capacidad apra poner en movimiento los hechos y de saberlos gobernar es fundamental? Por tanto, si de 1989 en adelante, excluyendo la política de la ampliación hacia el este, una política europea "proactiva" -entendida como el fomento y promoción de un sistema de derechos, de instituciones, de reglas y de libertades de los que podemos esperar confiar la evolución pacífica de nuestros países- no ha tomado forma, entonces tampoco después del 11 de septiembre se puede decir que Europa haya elegido reconocer que las mismas políticas de seguridad impusieron un reposicionamiento de las estrategias internacionales, un papel políticamente más agresivo, una línea de mayor claridad. En fin, Europa ha quedado a la defensiva, introvertida, escasamente reactiva, frente a esta incapacidad de pensar en grande y preparar un futuro nuevo y fuertemente dinámico, frente a esta defensa a espada de un pasado ciertamente importante pero irremediablemente -remarco- pasado, a nosotros radicales no nos faltan las indicaciones sobre cuánto debería hacerse, con ánimo y voluntad, empezando por el campo económico y social. Por ejemplo, sobre la vieja discusión sobre el presupuesto de la Unión, pequeño en valor porcentual, 1,17% del PIB europeo, pero relevante en valor absoluto, 100 mil millones de euros, el problema no es la cantidad de los recursos sino la calidad del gasto. Mientras que la mitad de este presupuesto sea utilizado para financiar la PAC -la Política Agraria Comunitaria-, es decir un sistema de subsidios y proteccionismos agrícolas caros para los consumidores europeos, que mortifica las esperanzas de afrancamiento de la pobreza para centenares de millones de productores de los países pobres y que obliga perennemente a la Unión Europea a ponerse a la defensiva en las negociaciones en la OMC, no se saldrá de un estéril callejón sin salida. La política comercial es una de las pocas políticas plenamente comunitarias: podría ser una palanca importante para la credibilidad de la Unión en el plano político diplomático internacional, en cambio, precisamente a causa del proteccionismo agrícola, es uno de sus muchos talones de Aquiles, factor de debilidad en vez de fuerza. Y qué decir de la elección de posponer hasta el 2001 la plena libertad de circulación de los trabajadores que se han convertido en ciudadanos europeos el primero de mayo pasado, si no que chirría con el sentido común aún antes que con la racionalidad económica y la lealtad de una Europa del derecho y la libertad, hasta hipotetizar el fattispecie de "trabajadores comunitarios clandestinos." O también el caso de Turquía, frente a cuyas aspiraciones sólo sabemos farfullar indefinidos vínculos geográficos, o hasta desenterrar una supuesta conciencia pancristiana, obstinandonos en desconocer los indudables progresos que ha sabido realizar, abolición de la pena de muerte, reformas del código penal, concesión de derechos a las minorías. La hipótesis de una adhesión de Turquía, que necesitaría sin embargo de un década de negociaciones técnicas, mostraría una voluntad europea de validar el equilibrio de su sistema democrático y económico, de administrar con más transparencia el flujo de los trabajadores inmigrados, de estabilizar ya los importantes cambios comerciales, sin contar los costes de un rechazo, en términos de puertas abiertas a los movimientos religiosos, populistas, nacionalistas y militaristas. Tantos son los desafíos que Europa podría recoger con ambición, como tantos sus reticencias, sus temores, sus indecisiones. Se desperdician los análisis sobre la decadencia europea, se declaman los objetivos altisonantes de Lisboa, se declara reconocer la necesidad de adecuarse al desafío chino o indio: una larga serie de edictos vacíos si no se encuentra la fuerza de imprimir un cambio radical a la rutina de una blanda gestión de lo existente.

L´Europa che vogliamo