El diari afganès de n’Emma Bonino

Emma Bonino

En septiembre de 1997, siendo comisaria europea para ayudas humanitarias, fui al Afganistán de los talibanes, en un claro desafío a su política de segregación legal de las mujeres. Y fui rápidamente arrestada y expulsada del país. Por suerte, ya que ese incidente, vivido en directo por Christiane Amanpour, de la CNN, que me acompañaba, dio la vuelta al mundo y contribuyó a bloquear el reconocimiento del régimen islámico-demencial del mulá Omar, ya previsto por parte de Occidente.
El 1 de diciembre de 2001, al día siguiente de la expulsión de los integristas de Kabul, mientras en Bonn se reunía una conferencia internacional para dar a Afganistán un Gobierno provisional pos talibán, consideré que las mujeres tenían derecho a participar en este Gobierno. ¿Cómo hacerlo? Al no ser ya comisaria europea, confié mi objetivo "mujeres en el Gobierno provisional afgano" al primer Satyagraha global de la historia radical: lo apoyaron unas 6.000 personas, conocidas y desconocidas, de todo el mundo. Entre ellas, muchos afganos, hombres y mujeres. Y dos mujeres entraron en el nuevo Gobierno de Hamid Karzai.
En días pasados he vivido la emoción de volver a Kabul, invitada por algún centenar de feministas afganas reunidas en un teatro de la capital -la víspera de la primera Loya Jirga abierta a las mujeres-, precisamente para ratificar una "carta afgana de los derechos de la mujer" que debía proponerse a la asamblea de jefes tradicionales encargada de reescribir la Constitución después de la expulsión de los talibanes.
Vuelvo de este viaje doblemente sorprendida, positiva y negativamente. Por una parte, la condición de la mujer en Afganistán se presenta menos dramática de lo que se podría pensar. Ahora se ha confiado a la fuerza y la determinación de las afganas, que han retomado las riendas de su destino. Como es natural, soportarán detenciones y seguirán siendo víctimas de la discriminación: pero su determinación permite esperar algo bueno. Por otra parte, hay que preocuparse por la gran vulnerabilidad que demuestra el proceso de reconstrucción del país, en términos de seguridad y de recursos financieros disponibles.

Kabul, cinco años después

Recordaba una ciudad muerta, abandonada por las mujeres y habitada por una escasa población masculina, a merced de una secta de exaltados armados. Me encuentro una ciudad que rebosa de vida, donde ni el calor ni el polvo que se respira a pleno pulmón impiden a hombres y mujeres invadir las calles, trabajar, llenar las tiendas y los mercados, reparar y reconstruir lo que décadas de guerra destruyeron sistemáticamente.
La libertad de movimiento me permite medir la enormidad de los destrozos, que evocan las correrías de Gengis Jan y Tamerlán, pero peor. Los cementerios de las máquinas de guerra están fuera de la ciudad: extensiones oxidadas de lo que queda de tanques, camiones y cañones. Los cementerios de los hombres, preparados apresuradamente con túmulos y piedras blancas allí donde caían acribillados combatientes y civiles, se insinúan incluso dentro de la ciudad, entre las ruinas de los barrios arrasados por exigencias de la batalla o sencillamente porque estaban habitados por minorías herejes, como los azara. Pero en todas partes, a la desolación de los escombros se corresponden las tercas ganas de vivir. Cualquier calle que se pueda recorrer, cualquier rincón que se pueda utilizar, incluso los tambaleantes muros de los edificios derribados, todo es un hervidero de almacenes, oficinas, tenderetes y carretillas.
Del millón de prófugos que ha regresado al país desde principios de año, 250.000 han
acampado dentro y fuera de Kabul: en parte ex habitantes de la ciudad que ya no tienen casa, en parte gente que busca en la resurrección de la capital una oportunidad para sobrevivir. Al este, entre las ruinas de la ciudad vieja y la colina sobre la que se erigen los baluartes de la fortaleza de Bala Hissar, ha surgido un infinito mercado de maderas de construcción obtenidas de los chopos que alguien cortó en los bosques de Logar y transportó a la capital, sedienta de alojamientos baratos.
Se prevé que otro millón de prófugos decidirá volver en los próximos meses, a raíz de una Loya Jirga -los "estados generales" de la sociedad afgana en curso en Kabul- con resultados tranquilizadores.

Toque de queda

En los barrios más modernos, residenciales y administrativos, apenas rozados por la furia de los combatientes, han vuelto a abrir hoteles y restaurantes, que se disputan los dólares que gastan los militares y cooperantes extranjeros. Y en las grandes arterias perpendiculares se atascan de la mañana a la noche (todavía persiste el toque de queda desde las 23.00 horas al alba) grandes camiones variopintos y viejas bicicletas, ruidosos todoterreno flamantes y taxis decrépitos, que funcionan de milagro, rebosantes de pasajeros.
Entro en el despacho del presidente interino, Hamid Karzai, unas horas antes de la apertura de la Loya Jirga que decidirá su destino político. Y encuentro a un hombre de maneras sobrias, armado de esa "fuerza tranquila" que saben transmitir algunos líderes. También su oficina es sobria; todo parece algo casual, excepto la gran pantalla de cristal líquido del ordenador que desentona sobre el escritorio presidencial.
Entre los asistentes a la recepción encuentro a mi viejo amigo y jurista Fazally, que desde su exilio en París nunca ha faltado a las manifestaciones convocadas por los radicales transnacionales contra los talibanes. Hoy, Fazally es uno de los consejeros con más autoridad del presidente.
Político de escuela norteamericana, Karzai desea demostrar optimismo ("tengo una pequeña superstición: mis días son mejores si por la mañana me encuentro con niños que van al colegio"), sentido práctico ("mi deber es volver a poner en marcha al país dando a todos la posibilidad de tomar las riendas de su propio destino y proporcionando a la economía las infraestructuras necesarias") y rectitud ("lo único que detesto de la política es cierta tentación constante al compromiso, incluso con los delincuentes"). Después de algunos guiños de circunstancia ("salude a mi amigo Berlusconi... he dejado mi corazón en las calles de Roma"), el presidente Karzai aborda el tema más delicado del momento: el riesgo de que precisamente la normalización de la situación pueda hacer que la crisis afgana salga de los radares de la gran diplomacia y de los medios de comunicación, acentuando la tendencia -ya en acta- de los principales países donantes de reevaluar los compromisos financieros y político-militares asumidos para garantizar la resurrección económica e institucional de Afganistán. "Sería una pena", dice Karzai, "porque, a pesar de nuestros defectos, nosotros los afganos somos gente que no se asusta del trabajo, capaz de tomar las riendas de nuestro destino y de apañarnos, si se nos da una oportunidad".
Ashraf Ghani, cerebro económico de Karzai, explica más claramente que hay dos riesgos: uno es el de la insuficiencia de recursos, en vista de que la comunidad internacional se limita de momento a desembolsar con cuentagotas los 48 millones de dólares prometidos, en un periodo de cinco años, por los países donantes en Tokio a principios de año (mientras que eran 20.000 los solicitados por la ONU para hacer frente a la reconstrucción); el otro riesgo viene del hecho de que el Gobierno sale paradójicamente debilitado -respecto a los potentados tribales que controlan gran parte del país- por un flujo de ayudas internacionales que pasa por alto a las autoridades de Kabul e impide a estas últimas plantear una política económica coherente y aplicarla. Incluso hacer un presupuesto del Estado resulta difícil, sostiene el entorno de Karzai, si no se encuentra la manera de hacer que entren en el presupuesto los recursos que constituyen las ayudas.

Los señores de la guerra

Visito el cuartel general de la Fuerza Internacional de Ayuda a la Seguridad (ISAF, siglas en inglés), situado entre los árboles y los palacetes de lo que fue el más elegante círculo deportivo de Kabul. Y lo primero que me choca es un mapa en color de Afganistán en el que no figuran los nombres de las regiones, sino los de 15 señores de la guerra, más un par de "alianzas tribales", y donde los límites "administrativos" son los que trazan las áreas controladas por cada uno de estos poderes de hecho. La zona en manos de los 4.500 soldados de la fuerza multinacional -ingleses, alemanes, italianos, franceses, españoles, turcos- es una pequeña mancha roja en medio del mosaico: apenas comprende Kabul y sus alrededores.
Los oficiales que dirigen la ISAF están tan contentos con el trabajo realizado ("hemos creado en pocos meses una isla de seguridad y legalidad") como preocupados por el futuro ("nuestro mandato vence en diciembre y no se sabe muy bien qué va a pasar después: lo que hemos hecho podría borrarse en pocos días").
Separada como está de la máquina militar estadounidense, de la que nadie conoce con exactitud las operaciones aún abiertas contra los últimos talibanes ni los proyectos futuros, salvo la genérica y corriente referencia norteamericana a un rápido desempleo, la ISAF querría poder considerarse la precursora de un ambicioso proyecto, capaz de extender a todo el país esa mezcla de seguridad y legalidad que ha devuelto a Kabul una vida política y social casi normal y ha resucitado las principales actividades económicas.
En pocas frases recogidas entre los hombres de la ISAF encuentro todos los elementos del enigma: "Hemos nacido para contrarrestar el enorme poder de las facciones tribales armadas; para hacerlo debemos permitir al nuevo Estado que ha surgido aquí, en Kabul, imponerse a los señores de la guerra o, lo que es más realista, negociar de igual a igual la cohabitación entre una autoridad político-administrativa central y el mosaico de los potentados locales: en cualquier caso, debemos ayudar al poder central a salir de Kabul y ejercer sus prerrogativas en todas partes"; "si los países que financian esta fuerza multinacional no quieren traicionar a Afganistán y desperdiciar un montón de dinero, la única perspectiva razonable es la de decidir el refuerzo de la ISAF y su expansión también a otras ciudades de Afganistán"; "sin un proyecto político-institucional definido, nuestro trabajo corre el riesgo de evaporarse": estamos adiestrando tropas eficientes, pero a las que les faltan mandos superiores, porque los únicos dirigentes posibles del nuevo Ejército y de la nueva policía son todavía rehenes, voluntarios, de las facciones armadas; hay que preparar un gran proyecto de desarme-desmovilización-reinserción social de los muchos afganos que sólo conocen la profesión de la guerra: de otra forma, los 80.000 soldados de uniforme que estamos adiestrando deberán vérselas con más de 100.000 conciudadanos que, aun sin uniforme, se sienten también "soldadoa", están armados y muy preocupados por su futuro y el de sus familias"; "los países que dicen estar interesados por el futuro de Afganistán deben encontrar los recursos financieros y el valor político necesario para reclutar lo antes posible y durante todo el tiempo que sea necesario 20.000 buenos soldados, adecuados para desarrollar su tarea en una tierra inhóspita, donde el termómetro pasa de menos 20 a más de 40 grados".

El riesgo de perder la paz

No encuentro a nadie en Kabul que no considere indispensable la ampliación del mandato de la ISAF. "Todos los afganos querrían poder disfrutar de la seguridad que se disfruta en Kabul", me dice el presidente Karzai.
¿Entonces estamos todos de acuerdo? No precisamente: en efecto, falta "convencer", en frentes opuestos, a los estrategas de la Administración de Bush, las cancillerías europeas y los menos tratables señores de la guerra afganos. Con este objetivo estamos trabajando con el Grupo Internacional para la Crisis (ICG, siglas en inglés), la asociación, presidida por el ex presidente finlandés Athisaari, que estudia los conflictos y sobre todo las formas de detenerlos. El ICG lleva meses repitiendo a los señores de la tierra, con sus informes sobre el terreno y sus encuentros: ¿cómo se puede no entender que Afganistán, después de haber ganado la guerra, corre el riesgo de perder la paz? Pero parece que nadie se da por aludido. ¿Habrá que recurrir también esta vez, como con las mujeres, a la fuerza de la no violencia o a la resistencia pasiva en Europa con acciones parlamentarias, comunitarias y nacionales?".
El riesgo de perder la paz está muy presente entre un grupo de voluntarios y funcionarios internacionales que trabajan en las zonas más remotas del país y está de paso en Kabul. De ellos, mi única ventana hacia lo que sucede fuera de la capital, recibo un diagnóstico esencialmente unánime. La expulsión de los talibanes, el estallido de la paz, la renovación de las ayudas internacionales y la vuelta de un Gobierno legítimo en Kabul han creado en la mayoría de la población un "trauma positivo" y ofrecen al país una ocasión única de salir del precipicio en el que ha caído. "Sería un delito", me dice un francés que trabaja para la empresa italiana Intersos, que está eliminando las minas de la guarida de Bin Laden en Tora Bora, "no dar al Gobierno de Kabul los medios para aprovechar esta ocasión. Tanto más cuanto que esta sociedad campesina, harta de guerra, sólo espera liberarse de la tutela de los señores de la guerra. ¿Sabe cuáles son las dos prioridades absolutas para los afganos? Agua para cultivar los campos (ésta es una tierra en la que ya en el neolítico se hacían obras de canalización) y escuelas para sus hijos".

El burka-chadri y la religión

Desde hace tiempo, algunas amigas afganas me han explicado tres cosas. Primero: que no es burka, sino chadri, el nombre que dan los afganos al vestido femenino con capucha incorporada que se ha convertido, en el imaginario occidental, en el símbolo de la segregación femenina bajo los talibanes. Segundo: que esta anacrónica prenda forma parte del guardarropa tradicional de muchas comunidades afganas, y que muchas mujeres elegían libremente usarlo, por ejemplo, cuando no querían mostrarse. Tercero: que se equivocan las occidentales al asumir la difusión del chadri como el principal, si no el único, indicador del índice de libertad de que gozan las mujeres afganas.
A pesar de todo esto, cuando camino por las calles de Kabul no consigo dejar de calcular mentalmente el porcentaje de mujeres que aún se cubren en la calle. Y observo que es muy alto. Pero también observo otras cosas: que más de una mujer, por la calle, sube y baja la capucha cuando quiere hablar o sencillamente respirar; que van encapuchadas, pero por evidentes razones de pudor, las numerosas viudas de guerra que ahora son "libres" de mendigar por las calles; que no es difícil topar con mujeres de todas las edades a cara descubierta. Saco la conclusión de que el uso del chadri, más que obligatorio, como en los últimos cinco años, sólo depende ahora de la costumbre o de un reflejo condicionado de prudencia.
A la salida del trabajo también llevan el chadri algunas de las 200 panaderas reclutadas por las 25 panaderías de barrio que han vuelto a abrir en Kabul gracias a la harina proporcionada por el PAM, el Programa Mundial de Alimentos de la ONU. Panaderías que "sirven", a bajo precio y con la ayuda de "bonos-pan", precisamente a la parte más pobre de la población: viudas, huérfanos y otras categorías "vulnerables". Me reconfortan doblemente estas panaderas, porque me recuerdan el anuncio realizado por la RAI 2 en 1998 para la campaña internacional Una flor para las mujeres de Kabul, en el que elegimos precisamente a algunas panaderas trabajando como símbolo de la condición femenina antes de la llegada de los talibanes.
Llevan el chadri en el bolso, también por prudencia, supongo, muchas de las feministas que me acogen calurosamente en el teatro del Parque, en su mayor parte profesoras y comadronas: varias de ellas también son delegadas y miembros de la Loya Jirga. Actuarán, por tanto, como intermediarias entre dos momentos; y por cómo las veo moverse e intervenir aquí en el teatro, estoy segura de que se mostrarán igualmente activas y decididas también entre las barbas y los turbantes de los jefes reunidos en la Loya Jirga. Son mujeres libres: se visten, ríen y hablan como quieren, y en los descansos del trabajo van a fumar a los pasillos o al baño. Representan la emancipación femenina que reinaba en Kabul ya en los años setenta y consideran el paréntesis de los talibanes como una pesadilla que ya ha terminado. No infravaloran la amenaza del integrismo islámico, pero prefieren pensar en el futuro: sus discusiones recuerdan la atmósfera, los argumentos, los enfrentamientos a muerte de nuestras reuniones feministas de hace treinta años. Pero son mujeres, en conjunto, muy realistas. La mejor prueba es Shukria Haidar, radical transnacional inscrita y militante, que en sus años de exilio en París fue el alma de la solidaridad femenina franco-afgana y asumió el papel de "embajadora de las mujeres afganas". Dice Shukria a la parte más impaciente del público: "Los talibanes, con sus aberraciones, han conseguido que hoy los hombres afganos en conjunto consideren oportuno restablecer la dignidad ofendida de las mujeres, ofreciéndoles la protección de la ley. Debemos aprovechar esta ocasión histórica para hacer que las mujeres -más del 50% de la población- vuelvan a la escena política afgana, y por la puerta principal. En cambio, debemos evitar proporcionar excusas a los fundamentalistas y a los misóginos, que aún son muchos, embarcándonos en peticiones y debates peligrosos sobre normas de ley concretas más o menos inspiradas por la religión. Nuestra guerra contra la mojigatería islámica no ha terminado, pero debemos retomarla desde una posición de fuerza".

Trágico paréntesis

Queda por entender qué cara tiene hoy el islam afgano y qué proyectos políticos contempla. Alguien, para demostrarme que el de los talibanes ha sido sólo un "trágico paréntesis" que no ha borrado la moderación y la flexibilidad que desde siempre ha caracterizado al islam afgano, me cuenta una anécdota. En los vuelos de Ariana, la compañía afgana que ha vuelto a unir Kabul con el resto del mundo, la azafata da la "bienvenida a bordo" de dos formas distintas: a los pasajeros de lengua dari, presumiblemente musulmanes, "en el nombre de Alá, omnipotente y misericordioso"; a los de habla inglesa, presumiblemente no creyentes "en nombre del comandante y su tripulación".
No he volado con Ariana porque a partir de Abu Dabi, adonde he llegado directamente desde El Cairo, donde vivo, se ha ocupado de mí el dispositivo diplomático-militar italiano, que apoya a nuestro contingente desplegado junto con la ISAF en Kabul.
Nuestra embajada en Kabul, que ha sido durante algunos días mi casa, merecería un comentario sólo para ella. El arquitecto Andrea Bruno, que la construyó, experto en Afganistán y en concreto en restauraciones, quiso realizar -quizá por un presen-timiento- una singular reinterpretación, en cemento armado y en medio del campo, del tradicional fortín afgano. En los nueve años en que ha permanecido vacía, desde 1992 hasta el pasado mes de diciembre, la embajada-fortín ha recibido algún golpe de mortero en el techo, pero nunca ha sido saqueada ni invadida. Ahora está fortificada también en el exterior, y está habitada por el embajador Domenico Giorgi y por nueve fornidos carabineros del batallón Tuscania.