"Cuerpos en alianza y la política de la calle -II", Judith Butler

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Por supuesto, la plaza Tahrir es un lugar y lo podemos localizar con bastante precisión en el mapa de El Cairo. Al mismo tiempo, nos encontramos con las preguntas planteadas a través de los medios de comunicación: ¿dónde tienen los palestinos su plaza Tahrir? ¿Dónde está la Plaza Tahrir en India? Podría seguir nombrando otros ejemplos. En todo caso, hay una ubicación que, a su vez, es transponible. De hecho, pareció serlo desde el principio, aunque nunca por completo. Por supuesto, sin los medios de comunicación no podemos pensar en la transponibilidad de esos cuerpos en la plaza. De alguna manera, las imágenes de Túnez en los medios de comunicación prepararon el camino para los acontecimientos de gran repercusión mediática que siguieron en la plaza Tahrir, y posteriormente, los de Yemen, Bahrein, Siria y Libia, todos los cuales tuvieron y tienen aún diferentes trayectorias. Como ustedes saben, muchas de las manifestaciones públicas de estos últimos meses no han sido contra dictaduras militares o regímenes tiránicos. Han sido contra el capitalismo monopolista, el neoliberalismo y la supresión de derechos políticos, en nombre de aquellos que son abandonados por las reformas neoliberales que buscan desmantelar todas las formas de socialdemocracia y de socialismo, suprimir empleos, exponer las poblaciones a la pobreza y socavar el derecho básico a la educación pública.

Las escenas callejeras se hacen políticamente potentes sólo cuando tenemos una versión visual y sonora de la escena en directo, de modo que los medios de comunicación no se limitan a informar de la escena, sino que son parte de ella y de la acción; de hecho, los medios de comunicación son la escena o el espacio en su dimensión visual y sonora ampliada y reproducible. Otra manera de decir esto es que los medios de comunicación extienden la escena visual y sonora, y participan en su delimitación y transponibilidad. Dicho de otra manera, los medios de comunicación constituyen la escena en un momento y lugar que incluye y excede a su instancia local. Aunque, sin duda y categóricamente, la escena es local, aquellos que están en otra parte tienen la sensación de que están recibiendo algún tipo de acceso directo a través de las imágenes y sonidos que les llegan. Eso es cierto, pero no sabemos cómo se ha hecho la edición, qué escenas llegan y se propagan, qué escenas han quedado obstinadamente fuera de encuadre. Cuando la escena se difunde, eso ocurre tanto allí como aquí, y si no abarcase ambas (múltiples, de hecho) ubicaciones no sería la escena que es. Su ubicación no es negada por el hecho de que la escena se comunique más allá de sí misma, convirtiéndose en un medio de comunicación global; depende de esta mediación para ocupar su lugar como el acontecimiento que es. Esto significa que lo local debe proceder a remodelarse más allá de sí mismo para establecerse como local, lo que quiere decir que sólo a través de cierta globalización mediática puede establecerse lo local y que algo realmente ocurra allí. Por supuesto, muchas cosas suceden fuera del marco de la cámara o de otros dispositivos mediáticos digitales, y los medios de comunicación pueden imponer la censura tan fácilmente como pueden oponerse a ella. Hay muchos acontecimientos locales que no son grabados ni transmitidos, y por razones importantes. Pero cuando el acontecimiento se difunde y se las arregla para sumar y mantener la indignación mundial y la presión, incluye el poder de paralizar mercados o de romper relaciones diplomáticas, lo local se tendrá que establecer una y otra vez en un circuito que supera lo local en cada instante. Y, sin embargo, sigue habiendo algo localizado que no puede difundirse y que no se difunde de esa manera; y la escena no podría ser la escena si no entendiéramos que algunas personas están en riesgo, y que quienes corren ese riesgo son precisamente esos cuerpos en la calle. Si se les echa por un camino, volverán a su lugar por otro, sosteniendo la cámara o el móvil, cara a cara con aquellos a los que se enfrentan, sin protección, injuriados, heridos, persistentes, cuando no insurgentes. Lo importante es que esos cuerpos llevan consigo teléfonos móviles, transmiten mensajes e imágenes, así que cuando son atacados lo más frecuente es que estén en cierta relación con la cámara de fotos o la grabadora de vídeo. Puede tratarse de un intento de destruir la cámara y a su usuario, o puede que sea un espectáculo de destrucción de la cámara, un evento mediático producido como advertencia o amenaza. O puede ser un intento de detener el avance de la organización de la protesta. ¿Es la acción del cuerpo inseparable de su tecnología y cómo la tecnología determina las nuevas formas de acción política? Cuando la censura o la violencia se dirige contra estos cuerpos, ¿no está también dirigida contra el acceso a los medios de comunicación, con el fin de establecer un control hegemónico sobre la difusión de las imágenes?

Por supuesto, los medios de comunicación dominantes son propiedad de grandes empresas, que ejercen sus propias formas de censura e incitación. Sin embargo, todavía parece importante afirmar que la libertad de los medios de comunicación para transmitir desde estos lugares es en sí misma un ejercicio de la libertad y, por lo tanto, un modo de ejercer derechos, especialmente cuando se trata de medios de comunicación autónomos, desde la calle, esquivando la censura, allá donde la activación del instrumento forma parte de la propia acción corporal. Así, los medios de comunicación no sólo informan sobre los movimientos sociales y políticos que están reivindicando libertad y justicia de diversos modos; los medios de comunicación también ejercen una de esas libertades por las que luchan los movimientos sociales. No quiero sugerir con esto que todos los medios de comunicación estén implicados en la lucha por la libertad política y la justicia social; sabemos, por supuesto, que no es así. Ciertamente, lo que hagan los medios de comunicación mundiales con la información y cómo lo hacen es importante. Lo que quiero decir es que algunas veces dispositivos de comunicación privados se convierten en globales precisamente en el momento en que superan la censura para informar de las protestas y, de esa manera, pasan a formar parte de la propia protesta.

Lo que los cuerpos hacen en la calle al manifestarse está vinculado de forma esencial a los dispositivos de comunicación y a las tecnologías que usan cuando “informan” sobre lo que ocurre en la calle. Son acciones diferentes, pero ambas requieren acciones corporales. Ambos ejercicios de libertad están vinculados, ambos son formas de ejercer derechos y juntos dan lugar a un espacio de aparición y aseguran su transponibilidad. Aunque algunos aleguen ahora que el ejercicio de derechos se lleva a cabo a expensas de los cuerpos en la calle, y que Twitter y otras tecnologías virtuales han llevado a una desmaterialización de la esfera pública, no estoy de acuerdo. Si los cuerpos no están en la calle, los medios de comunicación no disponen de un acontecimiento, de la misma forma que los cuerpos en la calle requieren de los medios de comunicación para existir en un ámbito global. Sin embargo, bajo condiciones en las que las personas con cámaras fotográficas o acceso Internet son encarceladas, torturadas o deportadas, entonces el uso de la tecnología implica efectivamente al cuerpo. No basta con que una mano pulse y envíe, pues el cuerpo de alguien estará en peligro si se localiza ese “pulsar y enviar”. En otras palabras, la localización es difícil de superar a través del uso de medios de comunicación que potencialmente transmiten a nivel mundial. Y si esta conjunción de la calle y de los medios de comunicación constituye una versión muy contemporánea de la esfera pública, entonces los cuerpos en peligro tienen que ser pensados como estando aquí y allí, ahora y entonces, transportados y estacionarios, con consecuencias políticas muy diferentes derivadas de esas dos modalidades del espacio y del tiempo.

Lo que importa es que sean las plazas públicas las que se llenan a rebosar, que las personas coman y duerman allí, canten y se niegaen a ceder ese espacio, como hemos visto en la plaza Tahrir y seguimos viendo a diario. Lo que importa también es que hayan sido ocupados edificios públicos educativos en Atenas, Londres y Berkeley. En Berkeley, se ocuparon edificios y, tras la ocupación, se enviaron multas por allanamiento. En algunos casos, los estudiantes fueron acusados de destruir propiedad privada. Sin embargo, estas acusaciones plantearon la cuestión de si la universidad es pública o es privada. El objetivo declarado de la protesta, apoderarse del edificio y recluirse en él, era una manera de obtener una plataforma, una manera de asegurar las condiciones materiales para la aparición pública. Ese tipo de acciones no suelen llevarse a cabo si ya se dispone de plataformas efectivas. Aquí y, más recientemente, en el Goldsmiths College en el Reino Unido, los estudiantes se apoderaron de los edificios como una forma de reclamar que los edificios se destinaran, ahora y en el futuro, a la educación pública. Eso no quiere decir que siempre sea justificable la ocupación de edificios, pero tenemos que prestar atención a lo que está en juego: el significado simbólico de la ocupación de estos edificios es que pertenecen al público, a la educación pública; es precisamente el acceso a la educación pública lo que está siendo socavado con las subidas de tasas y matrículas y con los recortes presupuestarios, así que no debe sorprendernos que la protesta tomase la forma de una ocupación performativa de los edificios en favor de la educación pública, insistiendo en obtener, literalmente hablando, acceso a los edificios de la educación pública, precisamente en un momento histórico en que ese acceso está siendo cerrado. En otras palabras, ninguna ley positiva justifica estas acciones que se oponen a la institucionalización de formas injustas o excluyentes de poder. Entonces, ¿podemos decir que estas acciones son, sin embargo el ejercicio de un derecho y, si es así, qué tipo de derecho?

Modalidades de alianza y función policial


Permítanme contar una anécdota para ilustrar mi punto de vista. El año pasado, me pidieron visitar Turquía con ocasión de la Conferencia Internacional contra la Homofobia y la Transfobia. Era un evento especialmente importante en Ankara, la capital de Turquía, donde las personas transgénero son multadas a menudo por aparecer en público, donde frecuentemente son golpeadas, a veces por la propia policía, y donde en los últimos años se asesina a mujeres transgénero casi una vez al mes. Si pongo este ejemplo no es para decir que Turquía está “atrasada”, como el representante de la embajada de Dinamarca se apresuró a decirme, lo que negué con la misma rapidez. Les aseguro que se producen asesinatos igualmente brutales en las afueras de Los Angeles y Detroit, en Wyoming y Louisiana, o incluso en Nueva York. Cito Turquía a cuento de la cuestión de las alianzas: era llamativo que varias organizaciones feministas habían trabajado con queers, gays, lesbianas y personas transgénero contra la violencia policial, pero también contra el militarismo, contra el nacionalismo y contra las formas de machismo en que se apoyan esos “ismos”. En la calle, después de la conferencia, el movimiento feminista se alineó con las drag queens, las activistas intergénero con activistas de derechos humanos, y las lesbianas lipstick con sus amigos bisexuales y heterosexuales; en la marcha participaron laicistas y musulmanes. Se cantaba “no vamos a ser soldados, y no vamos a matar”. Oponerse a la violencia policial contra las personas trans es, por tanto, estar abiertamente en contra de la violencia militar y de la escalada del militarismo nacionalista, así como oponerse a la agresión militar contra los kurdos y, también, actuar en memoria del genocidio armenio y contra las diversas formas de invisibilización de la violencia utilizadas por el Estado y los medios de comunicación.

Esta alianza llamó mucho mi atención por todo tipo de razones, pero sobre todo porque en la mayoría de los países del norte de Europa hay fuertes divisiones entre feministas, queers, activistas por los derechos humanos de gays y lesbianas, movimientos antiracistas, movimientos por la libertad religiosa y activistas antipobreza y antiguerra. En Lyon, Francia, el año pasado una feminista de renombre había escrito un libro sobre la “ilusión” de la transexualidad, y sus conferencias públicas fueron boicoteadas por gran número de activistas trans y por sus aliados queer. Ella se defendió diciendo que calificar a la transexualidad de psicótica no era lo mismo que patologizar la transexualidad. Se trata, dijo, un término descriptivo, no de un juicio o prescripción. ¿Bajo qué condiciones puede no ser patologizante calificar a una población de “psicótica” a causa de la vida corporal específica que vive? Esta feminista se ha autodefinido como materialista y radical, pero se enfrentó con la comunidad transgénero con el fin de mantener ciertas normas de la masculinidad y de la feminidad como pre-requisitos para una vida no psicótica. Estos son argumentos que serían rápidamente contrarrestados en Estambul o en Johannesburgo, y, sin embargo, estas mismas feministas recurren a una forma de universalismo que haría de Francia, y de su versión del feminismo francés, el faro del pensamiento progresista.

No todas las feministas francesas que se consideran universalistas se oponen a los derechos públicos de las personas transgénero o contribuyen a su patologización. Sin embargo, si bien las calles están abiertas a las personas transgénero, no lo están a quienes muestran abiertamente señales de su pertenencia religiosa. Por lo tanto, no comprendemos a las muchas feministas universalistas francesas que piden abiertamente que la policía arreste, detenga, multe y, a veces, deporte a las mujeres que usan el niqab o el burka en la esfera pública en Francia. ¿Qué tipo de política es la que recurre a la función policial del Estado para controlar y restringir a las mujeres de las minorías religiosas en la esfera pública? ¿Por qué las mismas universalistas (Elisabeth Badinter) afirman abiertamente los derechos de las personas transgénero a aparecer libremente en público, mientras que restringen ese mismo derecho a las mujeres que lleven vestimenta religiosa que ofende la sensibilidad de acérrimos laicistas? Si el derecho a aparecer debe ser honrado “universalmente”, no podría sobrevivir a una contradicción tan evidente e insoportable (*).

Caminar por la calle sin interferencia policial es diferente a reunirse masivamente en ella. Sin embargo, cuando una persona transgénero camina por la calle el derecho que ejerce en forma corporal no sólo pertenece a esa persona. Hay un grupo, tal vez una alianza, caminando allí, se vea o no se vea. Tal vez podemos calificar como “performativo” tanto este ejercicio de género como la demanda política en él encarnada de igualdad de trato, de protección contra la violencia y de disponer de la posibilidad de desplazarse en el espacio público, con (y dentro de) esta categoría social. Caminar es decir que éste es un espacio público en el que las personas transgénero caminan, un espacio público donde las personas con diversas formas de vestir, sin importar si tienen un significado de género o religioso, son libres de moverse sin la amenaza de la violencia. Sin embargo, esta performatividad se aplica también, en términos más generales, a las condiciones en que cualquiera emerge como criatura corporal en el mundo.

Finalmente, ¿cómo entender este cuerpo? ¿Es un cuerpo específicamente humano, un cuerpo de género? ¿Es posible distinguir en la esfera corporal entre aquello que es dado y aquello que se hace? Si conferimos a las personas el poder de transformar el cuerpo en un significante político, ¿podemos suponer que, al hacerse político, el cuerpo se distingue de su propia animalidad y de la esfera de los animales? En otras palabras, ¿cómo podemos pensar esta idea del ejercicio de la libertad y de los derechos en el espacio de aparición de manera que nos lleve más allá del antropocentrismo? Una vez más, creo que la concepción del cuerpo vivo es la clave. Después de todo, la vida que vale la pena preservar, incluso cuando se considera exclusivamente humana, está conectada a la vida no humana de una manera esencial; esto deriva de la idea del animal humano. Por lo tanto, si lo pensamos bien y nuestra forma de pensar nos lleva a la preservación de la vida en alguna forma, la vida a preservar toma una forma corporal. A su vez, esto significa que la vida del cuerpo, su hambre, su necesidad de refugio y protección contra la violencia, se convertirían en temas principales de la política. Incluso las características que nos vienen más dadas o las no elegidas de nuestras vidas no son simplemente dadas, pues son dadas en la historia y en el lenguaje, en vectores de poder que no escogemos. Igualmente cierto es que una propiedad dada del cuerpo o un conjunto de características especificativas dependerán de la persistencia continuada del cuerpo. Categorías sociales que nunca hemos escogido atraviesan este cuerpo de unas maneras, en vez de hacerlo de otras, y el género, por ejemplo, nombra a ese atravesamiento tanto como a la trayectoria de sus transformaciones. En este sentido, son cruciales para la política las dimensiones más urgentes y no volitivas de nuestras vidas, como el hambre y la necesidad de vivienda, la atención médica y la protección contra la violencia, natural o impuesta humanamente. No podemos situarnos en el espacio cerrado y bien alimentado de la polis, donde todas las necesidades materiales son de alguna manera atendidas en otros lugares por seres cuyo sexo, raza o condición les hace inelegibles para el reconocimiento público. Más aún, no sólo tenemos que llevar a la plaza las urgencias materiales del cuerpo, sino que debemos dar a estas necesidades un papel central en las demandas políticas.

En mi opinión, una ontología social diferente tendría que partir de la presunción de que existe una condición común de precariedad que sitúa nuestra vida política. Y algunos entre nosotros, como Ruthie Gilmore ha dejado muy claro, están desproporcionadamente mucho más expuestos que otros a sufrir daños y muerte prematura. La diferencia racial se puede rastrear con precisión mediante el análisis de las estadísticas sobre mortalidad infantil, lo que significa, en resumen, que la precariedad se distribuye desigualmente y que las vidas no se consideran de igual valor ni su pérdida se lamenta de la misma manera. Si, como Adriana Cavarero ha argumentado, la exposición de nuestros cuerpos en el espacio público nos constituye de manera fundamental, y si establece nuestro pensamiento como social y perceptible, vulnerable y apasionado, entonces nuestro pensamiento no lleva a ninguna parte sin la presuposición de la interdependencia y el entrelazamiento corporal. El cuerpo se constituye a través de perspectivas que él mismo no puede habitar; otros ven nuestra cara de una manera que nos es inaccesible. Así, aunque tengamos una ubicación, estamos siempre en otra parte, constituida en una sociabilidad que nos excede, lo que establece nuestra exposición y nuestra precariedad, los modos en que los que dependemos de instituciones políticas y sociales para pervivir.

Después de todo, lo que ocurrió en El Cairo no fue sólo que la gente se reunió en la plaza: estaban allí, dormían allí, dispensaban medicinas y alimentos, hacían asambleas y cantaban y hablaban. ¿Podemos distinguir esas vocalizaciones del cuerpo de las otras expresiones de necesidades y urgencias materiales? Al fin y al cabo, dormían y comían en la plaza pública, construían letrinas y varios sistemas para compartir el espacio, y lo hacían no sólo negándose a su privatización (se negaban a irse o a quedarse en casa), no sólo reclamando el dominio público para sí mismos, actuando de forma concertada en condiciones de igualdad, sino también automanteniéndose como cuerpos persistentes con necesidades, deseos y expectativas. Sí, eso es arendtiano y contra-arendtiano, ya que estos cuerpos que estaban organizando sus necesidades más básicas en público también estaban pidiendo al mundo que grabase lo que estaba pasando allí, que expresase su apoyo y que, de esa manera, entrase a su vez en una acción revolucionaria. Los cuerpos actuaban de forma concertada, pero también dormían en público, y en ambas modalidades eran vulnerables y exigentes, dando a las elementales necesidades fisiológicas una organización política y territorial. De esta manera, ellos mismos formaron imágenes proyectables a todos los observadores, solicitando nuestra recepción y respuesta, para así conseguir la cobertura de los medios de comunicación que rechazasen o eludiesen hacerlo. Dormir sobre el suelo no era sólo una manera de reclamar lo público e impugnar la legitimidad del Estado, sino también, con toda claridad, una manera de poner el cuerpo en peligro con su insistencia, obstinación y precariedad, superando la distinción entre lo público y lo privado en el momento de la revolución. En otras palabras, sólo cuando aquellas necesidades que se suponía debían seguir siendo privadas se manifestaron día y noche en la plaza, formado imagen y discurso para los medios de comunicación, se hizo finalmente posible ampliar el espacio y el tiempo del acontecimiento con tanta tenacidad que el régimen se vino abajo. Después de todo, las cámaras nunca pararon, los cuerpos estaban allí y aquí, nunca dejaron de hablar, ni siquiera mientras dormían, y por lo tanto no podían ser silenciados, secuestrados o negados. La revolución ocurrió porque todo el mundo se negó a irse a casa, viviendo sobre el pavimento de la plaza, actuando en común.

NOTA (*)

Quizá haya modalidades de violencia que tengamos que pensar para comprender las funciones policiales que entran en funcionamiento en este asunto. Al fin y al cabo, quienes insisten en que el género debe aparecer siempre de una manera dada o con una vestimenta determinada, o buscan criminalizar o patologizar a quienes viven su sexo o su sexualidad de modo no normativo, están actuando como policía en la esfera de la aparición, pertenezcan o no a un cuerpo policial. Como sabemos, a veces son los propios cuerpos policiales del Estado quienes ejercen violencia sobre las minorías sexuales y de género, y a veces es esa propia policía quien no investiga, no persigue como criminal el asesinato de mujeres transgénero o no previene la violencia contra la población transgénero.

Si las minorías de género o sexuales son criminalizadas o patologizadas por su apariencia, por su reclamación del espacio público, por el lenguaje a través del cual se entienden, por cómo expresan el amor o el deseo, por sus alianzas, por su manera de elegir las personas que les son cercanas o que les atraen sexualmente, por la forma en que ejercen su libertad corporal, por la ropa que usan o dejan de usar, entonces estamos ante actos de criminalización en sí mismos violentos y, en ese sentido, también injustos y criminales. Usando términos de Arendt, podemos decir que ser excluidos del espacio de aparición, que ser excluidos en tanto que parte de la pluralidad creadora del espacio de aparición, es ser privado del derecho a tener derechos. La acción plural y pública es el ejercicio del derecho a tener lugar y pertenencia, y a través de ese ejercicio se presupone y crea el espacio de aparición.

Permítanme volver a la noción de género con la que empecé, tanto para recurrir a Arendt como para resistir a Arendt. En mi opinión, el género es un ejercicio de la libertad, lo cual no quiere decir que todo lo que constituye el género sea elegido libremente, sino únicamente que incluso hasta lo que se considera no-libre puede y debe ser afirmado y ejercido de alguna manera. Con esta formulación tomo cierta distancia respecto a la de Arendt. Este ejercicio de la libertad debe tener el mismo tratamiento que cualquier otro ejercicio de la libertad bajo la ley. Políticamente, debemos expandir nuestras concepciones de la igualdad para incluir en ellas esta forma de libertad hecha carne. Entonces, ¿qué queremos decir cuando decimos que la sexualidad o el género es un ejercicio de la libertad? Repito: no quiero decir que todos elijamos nuestro género o sexualidad. Sin duda, estamos formados por la lengua y la cultura, por la historia, por las luchas sociales en las que participamos, por las fuerzas psicológicas e históricas, en la interacción, por cierto, con situaciones biológicas que tienen su propia historia y eficacia. De hecho, es probable que sintamos que lo que (y cómo) deseamos son características más bien fijas, indelebles e irreversibles. Pero independientemente de si entendemos nuestro género o sexualidad como elegido o como dado, cada cual tiene derecho a reivindicar tal o cual género y sexualidad. Y poder hacerlo marca una diferencia. Cuando ejercemos el derecho a aparecer como el género que ya somos, incluso aunque sintamos que no tenemos otra elección, estamos ejerciendo una cierta libertad, pero también estamos haciendo algo más.

Cuando se ejerce libremente el derecho a ser lo que ya se es, y se afirma una categoría social para describir ese modo de ser, entonces, de hecho, se incorpora la libertad como una parte de esa categoría social, cambiando discursivamente la ontología en cuestión. No es posible separar los géneros que nos atribuimos y la sexualidad en que nos involucramos del derecho a afirmar esas realidades en lo público, en lo privado o en los muchos umbrales existentes entre ambos ámbitos, libremente, es decir, sin amenaza de violencia. Cuando, hace mucho tiempo, se decía que el género es performativo, eso significa que es un cierto tipo de puesta en práctica, es decir, que no se es primero un género y luego se decide cómo y cuándo se pone en práctica. La puesta en práctica es parte de su ontología, es una forma de repensar el modo ontológico del género, y lo que importa es cómo, cuando y con qué consecuencias esta puesta en práctica se lleva a cabo, porque todo esto cambia el propio género que uno “es”.

(fin)