*pro vacunes, però anti-obligació*, Juan Pina (I-22)

En qué momento se sustituyó el libre uso de la razón propia por el cumplimiento obligatorio de lo decidido por un experto? ¿Cuándo pasó el médico de ser nuestro consejero a ser nuestro jefe? ¿Desde cuándo hemos pasado de “hacer caso al médico” a obedecerle? ¿Cómo ha podido establecerse de forma tan sibilina pero tan efectiva una dictadura de las batas blancas? Tiene gracia que los médicos participen en todo tipo de comités de bioética en los que se debaten, ad infinitum, sesudas cuestiones situadas en las fronteras de la ciencia y la moral, y que al mismo tiempo sus clientes no tengamos ni voz ni voto en esas cuestiones incluso cuando nos afectan personalmente, o tengamos que seguir ciegamente lo que los médicos nos indican. Qué importante es emplear la palabra “cliente” en este contexto, porque no otra cosa somos los pacientes. Ya paguemos al médico, a una aseguradora de salud o al Estado mediante impuestos, somos clientes de los médicos y de todo el sector sanitario, y así se nos debería reconocer. Y, como en cualquier otra prestación de servicios, quien paga manda. Y resulta que pagamos los ciudadanos pero se nos suele tratar como a súbditos. Son escasas las situaciones en las que se presenta al cliente dos o más alternativas de tratamiento o de cirugía, informándole de los pros y contras de cada una para que escoja en libertad. Pero, sobre todo, es en el ámbito de la medicación donde el intervencionismo médico ha llegado a niveles insoportables en casi todo el mundo occidental. 
Hace unos cuantos años, cuando sufría una de mis habituales infecciones de garganta, me iba a la farmacia, me compraba amoxicilina y tomaba una pastilla cada ocho horas durante tres días. Era el tratamiento que ya se me había prescrito un par de veces, y siempre me funcionó en adelante. Pero un mal día entré en una farmacia y me dijeron que ya no se podía adquirir libremente ese medicamento, que tenía que llevarles una receta. Eso implicaba una pérdida muy considerable de mi tiempo. Y menos mal que al tener un seguro privado podía obviar el trámite de pasar por un médico de cabecera. Terminé haciendo acopio de amoxicilina en mis viajes a otros países donde aún se vendía libremente, y a pedírsela a mis invitados cuando venían de esos mercados más libres. El Estado me convirtió en una especie de traficante de antibióticos. Ahora ya ni siquiera así se consigue. La explicación que se me daba por entonces no era convincente pero podía tener en un punto de racionalidad: un mal uso generalizado y excesivo de los antibióticos podría debilitar su efectividad. Había que aguantarse “en interés general” ya que, cómo no, el supuesto “bien común” es al parecer superior al impulso natural de autoprotección del individuo humano. Pero entonces, ¿cómo es que esa misma obligatoriedad de receta se ha extendido a todo tipo de medicamentos? Ya casi no quedan medicamentos de libre adquisición. Uno necesita receta hasta para cosas que siempre se habían comprado con entera libertad. Ya no sirve el cuento del debilitamiento, porque ya no hablamos sólo de antibióticos, pero ir hoy en día a una farmacia es prácticamente igual que ir a una parafarmacia… a menos que tengas el dichoso papelajo, el salvoconducto de un profesional ungido con el poder supremo de decidir qué entra en tu cuerpo y que no.
El mismo Estado que nos prohíbe ciertas sustancias y las declara ilegales, ha instituido una casta con el poder supremo de decidir por nosotros si podemos tomar o no una pastilla. Y al mismo tiempo, nos obliga a todo un calendario de vacunación infantil y especula ahora con hacer forzosas las vacunas contra el covid-19. Soy pro vacunas, pero anti-obligación. Vacunarse o ingerir cualquier sustancia es un acto voluntario que forma parte de la soberanía de cada individuo. Tomar amoxicilina, paracetamol o cocaína, también. El cuerpo es la propiedad privada más importante del ser humano que lo habita. Los médicos pueden y deben explicar y recomendar, pero no deberían convertirse en censores, en policías ni en una élite con privilegios jurídicos que les permiten administrar nuestros cuerpos. Las farmacias deben ser tiendas de medicamentos, y los individuos adultos, sus clientes, deben ser libres de comprar en ellas habiendo pasado o no por la consulta de un médico. El médico es nuestro proveedor del servicio de asistencia sanitaria, y es importante acudir a él y escucharle. Pero nuestro cuerpo no le pertenece ni a él ni al Estado. Por eso las decisiones bioéticamente polémicas deben ser adoptadas exclusivamente por la persona afectada, o responder, en su caso, a las instrucciones que haya dejado esa persona (por ejemplo el testamento vital). Y por eso automedicarse puede ser a veces una imprudencia o una estupidez, pero jamás es un crimen, y prohibirlo recorta injustamente nuestra inalienable libertad individual.