*Órdenes espontáneos*, Antonio Escohotado

ÓRDENES ESPONTÁNEOS (I)

Muchos cambios que hacen época acontecen entre susurros, mientras dormimos, como aconteció con la cruzada contra la brujería, convertida sin decreto expreso en cruzada contra el librepensamiento. Algo análogo —por solapado— ocurre hoy con las drogas ilícitas.

En 1914, el Congreso norteamericano aprobó cierta ley que restringía drásticamente el uso de opio, morfina y cocaína. Admitió también a trámite otra ilegalizando cualquier bebida alcohólica (salvo el vino de la misa), y nombró una comisión para endurecer la normativa sobre tabaco, que prohibía ya fumar públicamente en 28 estados de la Unión. El entonces diputado H. C. Hoover —que luego llegaría a presidente del país—, definió el paquete legislativo de ese año como el mayor experimento moral de la Historia.

El Congreso tuvo en cuenta que la recaudación por impuestos indirectos iba a contraerse al menos en una cuarta parte, y aprobó antes la enmienda XVI a la Constitución, que faculta al gobierno federal para gravar la renta de personas físicas y sociedades, siendo por eso la prohibición el origen inmediato del IRPF. Luego resultaría que la Ley Seca se derogó en 1933, y que el tabaco pudo con sus detractores. Pero los tres productos de botica controlados se transformaron en docenas, después en centenas y por último en millares de substancias psicoactivas, algunas controladas con receta y otras prohibidas.

Hoover llamó experimento a las iniciativas de 1914 porque traían un orden nuevo, opuesto a la previa libertad comercial. El privilegio de recetar y dispensar pequeñas cantidades de coñac y whisky —con fines estrictamente terapéuticos— convenció a la Asociación Médica Americana y la Asociación Farmacéutica Americana de unirse a un experimento que prometía terminar con intrusos sin diploma (los matasanos). No obstante, como el gremio terapéutico consumía y dispensaba liberalmente dichos compuestos, cuando en las consultas y boticas aparecieron policías fingiendo ser adictos, o simples usuarios, muchos cayeron en la trampa. En 1921, por ejemplo, unos 70.000 médicos, dentistas y farmacéuticos americanos habían estado o estaban en prisión por recetar o tener existencias de morfina y cocaína. Es entonces cuando la Revista de la Asociación Médica Americana denuncia una conspiración para privar a la medicina de sus derechos y responsabilidades tradicionales.

Menciono estos detalles de los comienzos no sólo porque quizá se ignoren, sino porque el prohibicionismo produjo efectos muy considerables en Norteamérica —contrabando, corrupción institucional, desprecio por la ley, los primeros yonquis propiamente dichos—, aunque no así en el resto del mundo. Había una diferencia de espíritu, que se sopesa recordando la alocución del senador J. Volstead (Volstead Act se llama la Ley Seca) al entrar en vigor su proyecto: Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños; se cerraron para siempre las puertas del infierno. Europa y los demás continentes practicaban una política menos ambiciosa, que andando el tiempo se conocerá como reducción de riesgos. Al viejo mundo le resultaba demencial una legislación que iba a crear el Sindicato del Crimen, y prefería limitar ciertas drogas a usos médicocientíficos que negar tales usos.

Por otra parte, los progresos en química de síntesis iban convirtiendo en antigualla el viejo arsenal para inducir ebriedades, y era sencillo sortear las restricciones impuestas al opio, la morfina y la cocaína consumiendo otras. Como en Norteamérica la morfina acabó siendo devuelta sin demasiadas cortapisas al estamento médico, hasta allí se observa apaciguamiento cuando vender bebidas alcohólicas dejó de estar perseguido. Por toda la superficie del orbe hay una pléyade de analgésicos, sedantes, estimulantes y somníferos nuevos, que se venden puros, baratos y sin receta en las farmacias, restringiendo el mercado negro a mínimos.

Muy pocos recuerdan a la cocaína, por ejemplo, cuando disponen en la botica de anfetamina, dexanfetamina, metanfetamina, fenmetracina y otros fármacos aún más potentes de estimulación; y nadie echa de menos morfina disponiendo de meperidina, dolantina o palfium. Tampoco usa nadie opio para acabar durmiendo, o el áspero cloral, cuando hay barbitúricos, meprobamato y benzodiacepinas. Muchos recordarán el Optalidón, ese sostén del ama de casa compuesto por anfetamina y barbitúrico. De hecho, podían pedirse en farmacia incluso drogas visionarias como la mescalina. Eso sí, eran personas mayores e integradas quienes usaban dichos productos, y no obraban de manera escandalosa.

Mirándolo hoy, una organización impersonal e inconsciente, construida durante siglos, había asumido el brote de voluntad consciente con algunas muestras de respeto y mucha mano izquierda. Para denunciar esa mano izquierda, sin embargo, la diplomacia norteamericana instó en la ONU una red de entidades, que antes de terminar los años 50 lanzaría su primer plan quinquenal para un mundo libre de drogas. Su portavoz, el Boletín Internacional de Estupefacientes, iba a ilustrar sin rubor el nexo entre alarma a propósito de una droga y minorías sociales mal vistas. Así leemos que el opio se vinculó con explotación infantil por parte de chinos en San Francisco y Nueva York; la cocaína con violaciones perpetradas por negros en el Sur; los licores con inmoralidades de judíos e irlandeses; la marihuana con accesos de demencia maníaca en inmigrantes mexicanos, o con malayos en trance amok.

El precario equilibrio entre clasicismo y prohibicionismo colapsa a finales de los años 60, un periodo de apoteosis insurreccional que reclama drogas y sexo, enarbolando el lema "prohibido prohibir". Mayo del 68, Woodstock y sus muchos análogos definen a la vez un catastrófico retorno de lo reprimido, la victoria incondicional de cierta estética y el sepelio de un consumismo hasta entonces tímido. Entre las desvergüenzas destaca una cofradía de la aguja, fundada por William Burroughs al amparo de las sórdidas condiciones norteamericanas, o el discurso de algún payaso psiquedélico atribuyendo a la LSD capacidad para evocar cien orgasmos. Más estupor todavía causa un fenómeno de peregrinación al campo en parte de la juventud, que alegando sustituir el Sistema por la Naturaleza se permite una carta alternativa al menú farmacológico oficial.

La respuesta va a ser una guerra sin cuartel a viejas y nuevas drogas, que asume en primer término Nixon. El resto del mundo le sigue, instando la ONU a que todos los países creen brigadas específicas de estupefacientes, y endurezcan las penas. Llega así la Convención Internacional de 1971 sobre Sustancias Psicotrópicas, en un clima de opinión que compara la desobediencia civil reinante con una plaga como la muerte negra del medievo. Comunistas, capitalistas y subdesarrollados están de acuerdo en este punto, y unos 40 países contemplan pena de muerte para castigar al desobediente. Más decisivo aún es que laboratorios y farmacias se vean obligados a una retracción radical de su oferta, restableciéndose en condiciones de monopolio el mercado negro.

Sucumbe así el orden secular, sustituido por una organización dirigida a la abstinencia que ya es cruzada mundial. Con todo, subsiste una distancia entre intención y resultado, y aunque el nuevo orden esté en las antípodas del laissez faire lo cierto es que pone en marcha un nuevo orden espontáneo. Por ejemplo, ahora sí empieza a suceder que los jóvenes consumen, y que cofrades de la aguja draculina se prostituyen para conseguir su dosis, o roban y atracan, como tan precozmente temieron los reformadores a principios de siglo. Un asunto de marginales indigentes se ha generalizado a todos los niveles de renta, y las encuestas sugieren que es el problema público número uno. Heroína, cocaína, cáñamo y la recién ilegalizada LSD son inicialmente los productos estrella, que retornan o prosperan al amparo de farmacias sin oferta alternativa, dentro de una rebeldía que denuncia la cruzada como iniciativa pseudocientífica, cuyo remedio agrava al máximo la enfermedad.

Siguen unos 30 años de guerra incondicional a los paraísos artificiales, donde lo que acontece en Norteamérica se reproduce en Europa algo después salvo en el caso de Holanda, que escandaliza a todos decantándose por una política de reducción de riesgos. Durante ese periodo buena parte de quienes gritaron «prohibido prohibir» morirán de sobredosis accidental (envenenados ante todo por adulterantes), o pernoctarán largamente en cárceles. Es una victoria en la guerra, aunque multiplica por ocho o diez los asaltos y sustracciones atribuidos a adictos, creando un Sindicato del Crimen ahora internacional, sostenido por unos 30 países corruptos de arriba abajo; allí el comercio de drogas se castiga con pena de muerte o reclusión perpetua para excluir a aficionados de un negocio reservado a militares y policías.

El orden espontáneo que la política de tolerancia cero ha puesto en marcha se completa poco después, cuando la guerra antidroga tope con la química en sí, un adversario de proporciones infinitas.Más aún que originales y análogos, cocineros más o menos competentes pasan entonces de la reproducción al diseño. Drogas de diseño son el haschisch marroquí, el crack, la pasta base, la amplísima gama de pastillas, la ketamina, los fentanilos de mercado negro, el llamado éxtasis líquido, el cáñamo hidropónico y cualquier otra substancia psicoactiva que nazca directamente de la prohibición, adaptada a grupos, subgrupos, franjas horarias y hasta espacios momentáneos.

La polarización y exasperación es tal que empiezan a oirse voces reclamando legalizar algunas drogas, o todas, como si la Ley Seca hubiese terminado con la legalización del alcohol, y no con una derogación de la Ley Seca. Aunque los precios son altos, y cada producto está fuertemente adulterado, no hay reducción sensible en la demanda. Al contrario, las drogas tradicionales y las de diseño no sólo cumplen finalidades lúdicas y ceremoniales (para pijos, progres, chelis, etc.), sino que se convierten en ritos de iniciación a la madurez, sostenidos por instituciones tan nuevas y rentables como el Fin de Semana.

Este estado de cosas se mantiene en Europa hasta mediados de los 90, cuando empieza a ser imposible hablar de una guerra sincera a las drogas. Las ingentes existencias, lo sencillo del acceso a ellas, la falta de estigma social y el descrédito del prohibicionismo hacen que todas se abaraten y mejoren en pureza. Es ahora una batalla sólo nominal, que ha elevado al cubo los puntos de venta, aunque vea reducirse espectacularmente las muertes por sobredosis involuntaria. El orden espontáneo se ha sobrepuesto al decretado. Pero esto —que para nada puede tranquilizar a los padres de familia— lo analizaremos mañana.

Antonio Escohotado
El Mundo, 11 de enero de 2005, pp. 4-5
http://www.escohotado.org  9 de febr. 2005 — ANTONIO ESCOHOTADO. Ordenes espontáneos (II). La primera parte de este artículo -Ordenes espontáneos, EL MUNDO, 11 de enero de 2005- ..

ÓRDENES ESPONTÁNEOS (II)

La primera parte de este artículo —“Órdenes espontáneos”, El Mundo, 11 de enero de 2005— describía cómo en Europa, y concretamente en España, la cruzada antidroga ha cesado, de acuerdo con un proceso evolutivo que remite a varios factores. El menos destacado, y quizá el más relevante, es un proceso de ilustración farmacológica. Sin ir más lejos, tenemos tres revistas mensuales sobre psicoactividad de ámbito nacional, con tanto o más público que sus equivalentes sobre motos, pesca o cotilleo político. Cientos de libros, otras publicaciones, congresos, sociedades, actos públicos y tiendas especializadas atienden también a consumidores que prefieren en este terreno una actitud observante, como la del botánico o el astrónomo. Unos son simples curiosos, otros son usuarios o productores que desean optimizar su actividad, pero ninguno comulga con las ideas de paraíso e infierno alimentadas por el prohibicionismo.

Más bien se interesan por la dosis mínima activa medida por kilo de peso, por las formas de sublimar y conservar los productos, la sinergia con otros, la finura de cada uno o los efectos colaterales. Su perspectiva —Jünger la llamó psiconáutica— les emparenta con el catador de vinos. Este público ni sacraliza ni sataniza compuestos químicos, a los cuales considera tan inocentes de las fechorías humanas como lo son el revólver o la dinamita. Cualquier substancia psicoactiva ayuda en principio a conocer y controlar mejor nuestro sistema nervioso, y casi cualquiera puede también arruinar nuestro organismo, e inspirarnos mala voluntad. Aunque los psiconautas no están a cubierto de irracionalidades, fulminan el mito nuclear del prohibicionismo; esto es: que nuestra conducta fue raptada por una droga, a quien incumbe la culpa. Para padres y madres de descarriados resulta muy tentador, y para el descarriado funciona como un combinado permanente de coartada y chantaje. Pero no dejará de ser una ilusión mientras haya usuarios responsables.

El colapso de la cruzada pende también de desmoralizarse sus agentes, algo inducido por volúmenes extraordinarios de existencias muy descentralizadas, escasa conflictividad del consumo prohibido y un proceso de ilustración farmacológica en jueces y policías. Si la represión quisiera mantenerse en los niveles de hace 10 o 15 años —por supuesto triplicando sus dotaciones al efecto—, un número desproporcionado de personas saturaría juzgados, cárceles y comisarías. La ministra de Sanidad ha comentado no hace mucho dos encuestas del Plan Nacional, que en principio son tan fiables como sondeos preguntando sobre masturbación o higiene íntima, aunque incluso así ofrezcan resultados llamativos. Más de la mitad de los jóvenes confiesa usar cáñamo, pongamos por caso, y el consumo de cocaína se ha multiplicado por cuatro en una década.

Mejor aún que leer encuestas es fiarse de la propia experiencia y, atendiendo a ella, sugiero que entre los 18 y los 40 años o algo más mucha gente usa al menos cada fin de semana un cóctel de substancias psicoactivas (alcohol, tabaco, pastillas, hachís, maría, coca y líneas sueltas o tragos de otras substancias varias). Aun siendo un veterano de los 60, que siente viva curiosidad por la psiconáutica desde entonces, no recuerdo nada remotamente parejo. ¿Se habrá producido alguna mutación genética gracias a la cual los jóvenes de hoy pueden asimilar cantidades y mezclas que a nosotros nos habrían matado, o dejado tullidos? Sólo cuando me informan sobre accidentes de tráfico, y la franja de edad donde son más frecuentes, comprendo que la señora de la guadaña no se ha marchado del todo.

Obsérvense las existencias prohibidas. Una vez admitido que erradicar las drogas resulta onírico, el plan de la DEA norteamericana ha sido hostigar al consumidor con productos cada vez más caros y adulterados. Pero en España y en toda la UE —salvo Irlanda— las drogas ilícitas son mucho más baratas y más puras que hace dos décadas, algo sin paralelo en todo el resto de las mercancías. Unas porque pueden cultivarse en casa (como marihuana, hongos psilocibios y toda suerte de plantas), otras porque no es tan difícil sintetizarlas con algún equipo (como el éxtasis y sus centenares de primos, la LSD o el speed) y otras porque la formidable demanda justifica exportarlas sofisticadamente desde América o Asia (como heroína y cocaína). A fin de cuentas, el mercado negro se ha hecho competitivo.

Incluso el Frankenstein del caso, el yonqui, asume la crisis del experimento prohibicionista abandonando la iglesia del pico motu proprio, para recurrir a modos alternativos y menos peligrosos de administración. Aunque al heroinómano de antes se hayan sumado los nuevos, ya no se oye de ninguno que atraque farmacias o transeúntes con una aguja supuestamente seropositiva, y hay muchas menos muertes por sobredosis accidental. Esto se debe a los poblados establecidos en algún punto de cada urbe, otra institución espontánea del mayor interés. Allí, pegado a una unidad municipal de venopunción, con un autobús dispensador de metadona para quien ande corto de efectivo, hallaremos un rastro con más o menos casetas. En cada una hay tres balanzas, una para heroína, otra para cocaína y otra para crack, que se dispensan sin patetismo. Coches policiales situados en los accesos colaboran con vendedores y clientes para que la paz se mantenga.

Desde luego, podemos escandalizarnos y pedir que este fruto de la prohibición desaparezca ya mismo. Pero si algo semejante se intentara, los camellos volverían a inundar las calles, miles de adictos urdirían soluciones muy indeseables para los demás en cada ciudad, las muertes por adulteración se dispararían y, finalmente, volvería a haber poblados. La Junta de Andalucía ha comparado el tratamiento con heroína y metadona, y acaba de probar sin sombra de duda que quienes reciben la droga supuestamente infernal están mucho mejor que quienes reciben el supuesto antídoto médico. Esto era totalmente previsible, ya que la metadona —lanzada por Nixon al mismo tiempo que la guerra sin cuartel a las drogas— es un compuesto sin virtud eufórica, solamente muy adictivo, y quien pretenda usarlo de modo crónico tiende a añadirle válium, alcohol, coca, litros de café y por supuesto heroína, mientras el heroinómano tiene bastante con esa substancia. Si su hábito no resulta gravoso para el bolsillo, puede emplearse en esto o lo otro y cumplir satisfactoriamente.

El experimento moral del que hablaba el presidente Hoover 90 años atrás dibuja así los límites del voluntarismo. Podemos cambiar lo tradicional, pero esos cambios dispararán otros y otros, que muchas veces ridiculizan lo pretendido en origen. El mundo entero, con la UE en cabeza, usa ahora muchas más drogas ilícitas que antes de reprimirlas. Pretender que sin represión usaría todavía muchas más lo desmiente la Historia, demostrando hasta qué punto el consumo de esto o lo otro es una función con muchas más variables. En general, aquello que va haciéndose por así decir solo, gracias a aportaciones anónimas e inconscientes, contiene incomparablemente más información y rendimiento que planes salvíficos basados en alguna profecía clerical-militar, aunque venga disfrazada de iniciativa científica.

Pero que esta guerra haya terminado, o se encuentre en fase de indefinido armisticio, no significa que el futuro sea halagüeño y excuse nuestra intervención. Hablo como padre de siete hijos, de los cuales seis están entre los 12 y los 39 años. Comprendo la alarma de cualquiera si suena el teléfono de madrugada, pues coches y motos lindan con féretros las noches de viernes y sábados. Nuestra juventud vive un tiempo parecido a los años que siguieron al fin de la Ley Seca, celebrando alegremente la ruina del inquisidor, y temo que su fantástico aguante actual les pase en el futuro alguna factura impagable a los más marchosos. Tanto como me enorgullece que no sean crédulos ni timoratos y gocen su libertad, temo que la carretera, algún adulterante o un simple exceso de confianza les ponga en peligro o les haga perder demasiado el tiempo.

Holanda es un modelo de cordura. Al separar el cáñamo de otras drogas, lo que hizo fue no enajenar la confianza de sus jóvenes, lanzando al mismo saco todo salvo alcohol, tabaco y específicos de farmacia. Cuando montó laboratorios móviles para detectar adulteración en drogas distribuidas por discotecas, after-hours y raves, puso en práctica esa misma política de mitigar riesgos con realismo. También ha sido pionera en la administración de heroína como alternativa a la metadona. En ningún país hay una oferta de drogas comparable y ninguno tiene menos adictos de los clasificados como irrecuperables. Con mano izquierda, ha convertido aquello que en Malasia o Irán acarrea la horca en un negocio básicamente tranquilo, del cual viven incontables familias, fuente de un turismo que aprovecha a todos. Y aunque el dato subleve al cruzado prohibicionista, su consumo de cáñamo es sensiblemente inferior al español, e incluso al italiano e inglés.

Quizá el progreso técnico sea inseparable de una psiconáutica en aumento, que al ensanchar el espacio interior compense el paulatino recorte del exterior, instado por la presión demográfica y el precio del suelo. Tampoco es improbable que drogas por descubrir lleguen a ser obligatorias en ciertas circunstancias, como ahora lo son el cinturón de seguridad o el seguro a terceros. En todo caso, nuestros hijos desoyen el sermón prohibicionista, cuya presencia resulta por eso mismo contraproducente. Cuando hablamos de prevención sin camelo, será para ofrecer guías de uso, no de abstención. En efecto, a nadie se impone hoy la ebriedad con esto o lo otro, y huir de infortunios evitables pasa por sentar conocimientos en vez de prejuicios. Conocimiento y amor propio son la única brújula para navegar por las aguas turbias de una prohibición desobedecida.

Para acabar de hacer difícil esa navegación, falta el control de calidad vigente para farmacias, estancos y supermercados, haciendo que los objetos nominalmente prohibidos sean peligrosos no sólo en sí sino por su ignorada composición. Tras tanta guerra para redimir almas secuestradas por paraísos artificiales, cambiar esto de la noche a la mañana sería un nuevo acto mágico, consistente en exigirle por decreto al mercado negro que se convierta a la transparencia. Antes será preciso aceptar la simple realidad: que las drogas son cosas neutras, provechosas o calamitosas en función de usuario y momento, pues sólo su dosis convierte a algo en veneno.

Queda añadir que las leyes se derogan por otras leyes, o por desuso. Sólo sé que no sé nada, la máxima socrática, parece lo menos saboteador ante el cambio. Como padre de familia me interesa por eso el tipo propiamente compasivo de preocupación, que se liga a reducir daños. En vez del experimento eugenésico toca practicar una razón observante, sin fábulas sobre daños sobrenaturales como pérdida del alma o apostasía. El desafío del caso es que se nos llevarán los demonios si no enseñamos a dosificar con arte, como intentamos enseñar las profesiones. Pero ese arte pende de poder dosificar, algo imposible mientras brillen aún por su ausencia los compuestos puros.

Antonio Escohotado
El Mundo, 9 de febrero de 2005, pp. 4-5
http://www.escohotado.org