"La Corona y la federalización ", Juan Pina

Sep 03 2020

La Corona y la federalización

La Transición no resolvió el problema territorial, sino que lo pospuso. Cuatro décadas más tarde, seguir aplazándolo es un error inmenso. Mirando a nuestro alrededor, tenemos mucho que aprender del encaje establecido por Finlandia para el archipiélago de Åland, de lengua y cultura sueca, o del manejo civilizado de los plebiscitos sobre la secesión interior en Suiza o sobre la secesión exterior en Canadá y Gran Bretaña. Y, sobre todo, debemos estudiar el caso belga.

Las tensiones entre las comunidades flamenca y valona distan de estar resueltas, pero el gran acuerdo alcanzado en los ochenta ha permitido a Bélgica y sus partes integrantes funcionar no sólo correctamente, sino con excelencia. No en vano, ese pequeño país es uno de los más exitosos de Europa y del mundo en muchos de los índices internacionales.

Es necesario recordar, incluso desde una posición claramente no monárquica, como es la mía, que en Bélgica la Corona tuvo el acierto de comprender que era necesario federalizar el país. La dinastía belga comprendió que una federación permitiría la continuidad de la entidad común a efectos internacionales y simbólicos, con algunos elementos de administración conjunta y la gran mayoría en manos de cada comunidad. Se reconoció también la autonomía de la pequeña comunidad germanoparlante y se alcanzó un acuerdo muy inteligente para compartir la ciudad de Bruselas, percibida como capital por flamencos y valones y dotada de un estatus territorial especial. Así pues, Bélgica se dividió en dos (o en cuatro, según se mire) para seguir siendo, en esta etapa de grandes cambios, un único Estado a efectos de la comunidad internacional. Y la monarquía lo facilitó. Cabe destacar también el impecable papel de neutralidad y respeto de Isabel II ante el referéndum escocés de 2014.

En España, en cambio, el rey actual ha mantenido una posición durísima respecto al referéndum del 1 de octubre de 2017, un referéndum que, por no caber en el marco legal, debió simplemente considerarse nulo sin más aspavientos. A todas luces, en el consenso centro-periferia de la Transición, la parte centro está introduciendo cambios sin el acuerdo de la otra parte. Se criticó la unilateralidad de los independentistas periféricos pero existe otra unilateralidad, también de marcado carácter ideológico nacionalista, que aspira a deshacer el marco territorial vigente y dispuesto por la Constitución de 1978. Lamentablemente, la Corona, institución a la que se supone una visión de muy largo plazo y un actuar proyectado en términos históricos, no ha emulado a la belga y se ha puesto completamente del lado de esa otra unilateralidad. No está de más recordar a su titular que, al acceder al trono, prometió solemnemente ante las Cortes Generales defender las comunidades autónomas. En efecto, el sistema autonómico, recogido en el título VIII de la constitución vigente, no puede abolirse ni descafeinarse unilateralmente. Hay que recordar cómo Juan Carlos I tuvo sumo cuidado en este terreno, y preguntarse si su hijo está tentado de influir para recentralizar de iure o de facto el país a estas alturas. Estaría extralimitándose y tomando partido, si es que no lo hizo ya en 2017.

El surgimiento de un potente nacionalismo centrípeto, organizado en torno a Vox aunque con ecos fortísimos en otras formaciones políticas, debería preocupar, más que a nadie, a Felipe VI y a sus asesores. De la misma manera que este movimiento político logra apropiarse de los símbolos nacionales y capitalizarlos para su beneficio político, haciéndolos cada día más ajenos para el resto de los ciudadanos, la Corona corre peligro de ser percibida por la mayoría como una institución particularmente vinculada a ese partido hipernacionalista, y perder el aprecio que aún le quede en la izquierda moderada, en el centro y en la derecha moderada. El error de aliarse con el nacionalismo conservador e incluso con el de corte fascista ya lo cometieron muchos monarcas del siglo XX. Cabe recordar casos como los de Italia o Rumanía, y también la complacencia de Alfonso XIII con el nacionalismo centrípeto de su época, que fue, a la postre, uno de los factores coadyuvantes a su destierro.

España es una realidad compleja y plural. Flaco favor le hacen quienes pretender simplificarla y homogeneizarla. Son ellos, más que nadie, quienes ponen en riesgo su continuidad en el largo plazo. En uno de los capítulos de Adiós al Estado-nación (2019) planteo un marco federal renovado para España. Ha de ser, necesariamente, un marco que contemple y reconozca la realidad interior y el contexto exterior. Los críticos de una visión federalista libertaria siempre manejan el argumento espurio de que las federaciones sólo pueden hacerse de la previa soberanía absoluta de los entes a federar. No es cierto. Tras la guerra mundial, en la República Federal Alemana se constituyeron primero los entes federados y luego la república federal, pero en Austria se hizo a la inversa. Países ampliamente federales como Canadá o Australia tuvieron génesis parecidas. Incluso en la Confederación Suiza siguen federándose nuevos cantones por escisión, como el del Jura. Y ahí está, también, el caso belga. Por analogía podríamos citar la reorganización danesa como un reino con tres “países constitutivos” y otros muchos casos.

Quienes apostaron en 2017 por la sobrerreacción sin plantear simultánea ni posteriormente un nuevo marco territorial, ni para Cataluña ni para el resto de territorios, ¿de verdad piensan que la demografía no corre en su contra, o simplemente se han instalado en el eterno aplazamiento de la apertura del melón territorial, a riesgo de que el fruto se eche a perder? Los independentistas catalanes cometieron gravísimos errores, entre los cuales no es el menor su precipitación. Hacer lo que hicieron teniendo sólo el beneplácito de la mitad de la población fue estúpido y suicida. Pero, ¿y dentro de dos legislaturas? ¿Y en Euskadi, donde la correlación de fuerzas da dos tercios a los partidos independentistas aunque no prioricen ahora esa cuestión?

Quienes desde el sosiego y con la cabeza fría deseen la continuidad de España como Estado en el largo plazo, deberían ser los primeros en plantearse la necesidad imperiosa y no muy aplazable de reformar su marco territorial. Eso implica que los impuestos los cobren las comunidades (y mejor las provincias, como en Euskadi), que los pocos asuntos de conducción federal (ejército, diplomacia, etc.) y su coste sean materia de un Senado territorial, y que los servicios públicos (mientras los libertarios no logremos privatizarlos) estén en manos de los estados federados y no del federal. Además, la cuestión de la secesión debe tener cauces legales propios, como en Canadá, para evitar que gire en torno a ella toda la política y se descuide la administración. Si en la Transición hubo un pacto centro-periferia por el modelo autonómico, que falazmente se nos ha vendido como federal sin serlo, hoy el nuevo pacto podría ser por un modelo realmente federal, y la Corona, si quiere sobrevivir, debería dar un giro de ciento ochenta grados y abanderar el proceso como en Bélgica. Sí, un reino puede ser federal, y hay varios ejemplos por el mundo.

De no emprenderse un proceso de federalización sensata en toda España, seguiremos viendo procesos unilaterales en determinadas zonas, una tensión cada vez mayor entre las restantes comunidades y el gobierno central por los recursos, y el auge peligrosísimo de un movimiento nacionalista de corte cada vez más autoritario y neofalangista, que, además de recentralizarnos, amenaza con imponer un Estado demasiado fuerte, un moralismo arcaico y una economía intervenida. Para imponer su uniformización de España, deberá restringir gravemente las libertades, en una época que no lo tolera. El conflicto está servido. Felipe VI debe considerar si se suma al cambio, ejerce una influencia positiva y prolonga en clave federal, por unas cuantas décadas más, el sistema iniciado con la proclamación de su padre, o si por el contrario se deja querer por una facción cada vez más extrema, por un nacionalismo herido y feroz, y se pone en contra al resto de la población y a la mayoría de la sociedad en territorios enteros. No es tan difícil mirar hacia Bélgica. Muchos seguiremos prefiriendo una república, pero al menos así la monarquía podría servir para algo útil.